Desmontando a Israel ( Parte 2)

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¿Una democracia plena?

Por Emmanuel Moya

Algo muy recurrente de escuchar cuando se habla de Oriente Próximo es la afirmación que dice que Israel es la única democracia plena de la zona. El uso de este argumento es común no ya por las redes de la propaganda israelí – la Hasbara*, de la que hablamos en el artículo anterior–, también abunda en los propios medios occidentales, por boca de políticos, supuestos expertos y sesudos analistas que, ha menudo, están vinculados a think tanks de la esfera anglosajona o israelí.

Detrás de presentar a Israel como una democracia plena y moderna están los intentos de justificar su existencia, así como blanquear y legitimar las políticas de su gobierno, presentando al país como una suerte de oasis de libertades y democracia rodeado de regímenes autoritarios y monarquías teocráticas. Una visión idílica que también busca influir en la percepción del ciudadano occidental para que éste se identifique con el estado hebreo en detrimento de sus rivales regionales, y que al mismo tiempo rechace simpatizar con la causa palestina, que la propaganda israelí y sus colaboradores políticos Europeos y americanos tratan de confundir con el islamismo radical.  

Pero, ¿es Israel una democracia plena? ¿Puede considerarse como tal?

Vamos a analizarlo por puntos.

1. Elecciones libres y justas

De acuerdo al estándar aceptado en Occidente, en una democracia plena las elecciones deben ser transparentes, sin coerción ni fraude, y permitir la participación de todos los ciudadanos. Además, deben fomentar el Pluralismo político: permitiendo y protegiendo la diversidad de opiniones y la competencia entre partidos políticos y grupos sociales.

Pues bien: para 2022, casi tres millones de personas vivían  sin capacidad de elegir quién les gobierna dentro de los territorios ocupados controlados por Tel Aviv. Los israelíes organizan y dan voto a los aproximadamente 700.000 colonos judíos que habitan en dichas demarcaciones, negándoselo a la población autóctona. Como resultado, la sociedad palestina en la Cisjordaniaocupada está condenada a una existencia marcada por las decisiones ajenas, el pisoteo y constantes violaciones de sus derechos y todo, sin poder elevar a un representante político que pueda hacer escuchar su voz. Apartheid puro y duro. 

Además, a los partidos de representación árabe en la Knésset ( el Parlamento en Israel), se les han aplicado sistemáticamente normativas y leyes discriminatorias que merman su capacidad de representar y defender los derechos de sus votantes ( que son en torno a un 20% de la población, sin contar los habitantes palestinos de los territorios ocupados). Esta práctica, que busca mermar sus capacidades de maniobra legal y legislativa ha sido ampliamente denunciada y documentada, destacando el informe titulado Elected but restricted: Shrinking space for Palestinian parliamentarians in Israel’s Knesset, que detalla cómo el derecho a la libertad de expresión de los miembros árabes-palestinos de la Knéset está amenazado por modificaciones legislativas discriminatorias y normativas internas. Dicho informe también pone de relieve el discurso incendiario empleado por miembros del propio gobierno israelí para estigmatizar a la representación parlamentaria árabe dentro del hemiciclo, y revela cómo proyectos de ley presentados por los partidos de esta minoría han sido descartados por motivos discriminatorios.

2. Estado de derecho

La democracia plena requiere que todas las personas, incluidos los líderes políticos y las instituciones, estén sujetas a la ley y que se respeten los derechos humanos fundamentales. Esto en Israel no existe: el Estado hebreo es una colección de asimetrías que favorecen a unos colectivos étnicos sobre otros de forma absolutamente arbitraria. Vamos analizarlo por pertenencia étnica:

Comunidad judía

Para empezar, dentro de la propia sociedad judía existen ciudadanos de primera y de segunda: los ultraortodoxos, por ejemplo, están exentos de hacer el servicio militar, obligatorio para el resto de ciudadanos israelíes.

Este es uno de los grandes problemas tradicionales de Israel, dado el poder religioso y político de la ultraortodoxia, y las dificultades que esto supone para poder presentar el sistema hebreo como una democracia laica, cuando tiene elementos propios de una sociedad teocrática en algunos aspectos. Para entenderlo hay que ver el peso que tienen y cuales son éstos grupos, formados por cuatro grandes movimientos: el judaísmo ultra-ortodoxo o haredi, el judaísmo ortodoxo moderno, el mundo conservador o masortí —fuertemente sionista-– y, por último, el movimiento reformista. De los cuatro grupos, los haredíes, que no reconocen la legitimidad del Estado de Israel, están aislados del resto de la comunidad judía y tampoco reconocen la autoridad del Rabinato de Israel, viviendo separados del resto de la sociedad en barrios específicos, donde hablan yiddish en vez de hebreo. Por otra parte, otro sector minoritario de los ortodoxos, Naturei Karta, se definen como antisionistas y suelen manifiestarse en favor de los palestinos, lo que ha conllevado  tradicionalmente imágenes de violencia y abusos policiales y de otros ciudadanos contra ellos.

Entre otros beneficios, los ultraortodoxos apenas pagan impuestos y es la población que más se beneficia de ayudas públicas. Con unas tasas de natalidad muy altas, que rondan los 6,9 hijos por mujer, este colectivo resulta ideal para la política de colonización progresiva de los territorios palestinos ocupados, donde suelen ser ubicados en viviendas o terrenos expropiados a palestinos. Por otra parte, Netanyahu vio en los partidos que les representan, —Shas y Judaísmo Unido del Torá—, una oportunidad única para consolidar su gobierno, extendiendo beneficios a estas comunidades como resultado de las exigencias políticas que le hicieron a cambio de integrarse en su coalición de Gobierno; esto incluía un aumento considerable de la financiación estatal a las yeshivás (escuelas rabínicas), mientras sectores de la sociedad israelí que no pertenecen a estos colectivos enfrentan problemas comunes como el aumento de los costes de vida y el acceso a la vivienda en los grandes centros urbanos. 

Quizás el ejemplo más sangrante de los privilegios de esta minoría se vio durante el Covid: mientras el gobierno vigilaba con celo que los israelíes seculares cumplieran estrictamente con las normas de confinamiento, los ultraortodoxos hicieron vida normal, sus escuelas y sinagogas continuaron abiertas y celebraron eventos multitudinarios, como bodas o funerales.

El problema estructural de Israel es muy profundo, y dibuja un sociedad tremendamente compartimentada con castas bien definidas que se suceden una por encima de la otra. Y no hay nexos que generen una transversalidad. Los trabajadores tienen intereses fundamentalmente antagónicos a los de las clases dominantes del país, sean en plano el económico o político: Israel presenta una desigualdad social muy alta, con una clase trabajadora que sufre de precariedad laboral, salarios bajos, y un coste de vivienda disparado, y que además es especialmente sensible a la inflación en un país donde los constantes conflictos generan fuertes oscilaciones en el precio de la cesta básica. Como resultado, el 20% de la población del país vive en la pobreza, y, según las propias estadísticas de la OCDE, Israel es el país miembro más desigual de toda la organización.

Así que, aunque la población judía es la dominante en términos económicos, la pobreza también le afecta, siendo un problema significativamente mayor dentro de las comunidades ortodoxas. Lejos de resultar un inconveniente para el gobierno, a la política expansionista del sionismo le sirve como un arma de ocupación; y es que las autoridades israelíes incentivan con subsidios para vivienda el establecimiento de colonos judíos en la Cisjordania ocupada. Esto asegura la viabilidad de la invasión con un reemplazo demográfico progresivo en las zonas que ocupan. En términos absolutos, la población de colonos aumentó un 222% desde el 2000. 

Aunque el traslado de población civil de una potencia ocupante a un territorio ocupado está prohibido por la Convención de Ginebra, Israel ha llevado a cabo esta práctica de forma sistemática desde hace décadas sin que la comunidad internacional ose toserles, mientras Tel Aviv demuestra su flagrante desprecio por el derecho internacional, una actitud característica de los regímenes totalitarios.

Básicamente, el Estado hebreo explota el bajo nivel socioeconómico de ciertas comunidades, entre ella, de la  ultraortodoxa (un 62% de los cuales vive en la pobreza), así como la escasez de viviendas para llevar a cabo la ocupación civil de los territorios ilegalmente anexionados dentro de la política de asentamientos de Israel en Cisjordania.

Apartheid palestino

Israel mantiene un régimen de Apartheid en las grandes zonas de Cisjordania que ha invadido y ocupado; esto se traduce en crímenes sistemáticos contra la población palestina residente, un estado policial permanente con detenciones masivas, incursiones de madrugada y decenas de muertos, sin contar los que se producen dentro de los periódicos estallidos de violencia generalizada. De hecho, en 2022, un año relativamente “tranquilo”, fueron asesinados unos 140 palestinos civiles por fuego israelí y se contabilizaron 5300 detenidos solo en los primeros diez meses del año, no en enfrentamientos bélicos, no; sino en territorios administrados por ellos y contra civiles.

Así mismo Israel es el único país del mundo que DETIENE NIÑOS dentro de territorio bajo su jurisdicción, a los que está ampliamente reportado que sufren torturas, interrogatorios, abusos sexuales y son sometidos a ley marcial. Muchos no llegan a los 12 años. Esto es una barbaridad aberrante sin equivalente en ningún otro lugar; Israel es caso único en este aspecto que, increíblemente, ha sido normalizado a ojos de la comunidad internacional.

La expropiación unilateral de viviendas y propiedades, la negación de derechos básicos, y, en definitiva, la prevalencia oficializada por parte del estado hebreo de los ciudadanos judíos sobre los árabes dibujan un panorama escandaloso de Apartheid que los prosélitos de la causa sionista se cuidan mucho de no mencionar.

Árabes cristianos

Por otra parte, la comunidad cristiana, étnicamente árabe y que supone un 2% del total, ha sufrido históricamente discriminación y abusos que cuentan con la complicidad directa de miembros del actual gobierno: Itamar Ben-Gvir, ministro de seguridad nacional con Netanyahu, defendió en su día que escupir a cristianos era una vieja tradición judía.

A consecuencia de la marginación y el hostigamiento que sufren, muchos árabes cristianos han optado por abandonar el país o no participar en las elecciones.

3. Libertad de expresión y prensa

En una democracia consolidada debe asegurarse libertad de expresión y medios, sin coacciones ni violencia contra los profesionales del ámbito de la comunicación que pueda condicionar su trabajo de informar.

Pues bien: el Committee to Protect Journalist informó en un reciente informe que Israel ocupa un lugar destacado (6ª posición mundial) en la lista de países con mayor número de periodistas presos, con 23.

Desde el 7 de Octubre la persecución, las presiones y la violencia ha sido extensiva no solo a los reporteros internacionales o los árabes, que han sufrido una especial saña; al menos otros seis reporteros, incluyendo miembros de medios israelíes como Channel 12, Haaretz e Israel Broadcast Corporation han sido objeto de agresiones y presiones para que dejen de informar, tanto por parte de extremistas vinculados a las organizaciones de extrema derecha como por parte de las autoridades.

Periodistas como Israel Frey o el medio Haaretz se han visto en el ojo del huracán, especialmente este último por su cobertura crítica del 7-O, participando en el desmontaje de ciertos bulos relacionados con los truculentos relatos de atrocidades atribuidas a Hamas, que tanto difundió la propaganda israelí, basados en los testimonios de los voluntarios de la organización ultraortodoxa de rescatistas Zaka, y que, en realidad, nunca ocurrieron. Como consecuencia, varios de sus periodistas han sufrido presiones y agresiones, mientras el ministro de Comunicaciones Shlomo Karhi no solo no las censuraba sino que amenazaba al medio y sugería sancionar su cobertura del conflicto.

Tuvo que ser la Unión Europea (toda una ironía) quien se mostrara “preocupada” por la reciente ley de medios extranjeros aprobada por Netanyahu, que busca censurar y limitar las informaciones sobre la guerra en Gaza del canal catarí Al Jazeera, exigiendo que se respete la libertad de prensa también en contextos de guerra.

Pero la ofensiva contra periodistas por parte de Israel no es de ahora, sino que viene de larga data, como lo atestiguan los asesinatos de reporteros, convertidos en un target militar recurrente. Si bien los más de 80 reporteros que han muerto a manos del ejército israelí durante la invasión de Gaza suponen un récord histórico, este tipo de crímenes ha sido recurrente a lo largo de los años. Muestra del desprecio de Israel por la prensa es la detonación de las sedes de Agence Press y Al Jazzera en 2021, dejando en claro que los periodistas internacionales son susceptibles de ser considerados objetivo militar, como han denunciado reiteradamente las agencias de periodistas y organismos como Reporteros sin Fronteras.  Y ni siquiera los medios de países aliados como Reino Unido se libran: el 13 de octubre, varios periodistas de la BBC fueron detenidos, agredidos y retenidos a punta de pistola por la policía en Tel Aviv. Desde que comenzó la invasión de Gaza, los asesinatos de periodistas no se han circunscrito únicamente a la Franja, habiéndose producido también en territorio israelí y en Líbano.

A pesar de los constantes llamados a respetar la profesión informativa, Israel no parece modificar algo que, se trasunta, es una cuestión de directiva estratégica. Al fin y al cabo, el periodista son los ojos sobre el terreno y un testigo incómodo cuando se cometen violaciones de los derechos humanos, al tiempo que una voz crítica e incómoda para los regímenes totalitarios. Aunque Reporteros Sin Fronteras pidió con escaso éxito el cese inmediato de las presiones e intimidaciones a los periodistas en Israel, losprofesionales han continuado siendo objetivo tanto por parte de las fuerzas armadas como de ciudadanos israelíes, multiplicándose las amenazas y ataques contra los informadores que cubren la guerra para el público local.

4. Separación de poderes

En una democracia plena, es fundamental que exista una clara separación de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial, para evitar la concentración de poder y garantizar el control y equilibrio entre ellos.

Históricamente, y a pesar de que el sesgo de los tribunales ha sido claramente parcial  a la hora de resolver cuestiones civiles y penales en favor de los étnicamente judíos y los miembros de policía y el ejército, la independencia judicial respecto al poder político era uno de los aspectos que mejor funcionaba en el país. Una gran cantidad de cargos políticos han enfrentado juicios en un país con un nivel de corrupción política muy alto, que llevó incluso al ex premier Ehud Olmert a pisar la cárcel. Pero la reforma judicial que quiere impulsar Netanyahu es un traje de sastre hecho a sí mismo para evitar una eventual condena a prisión por sus múltiples casos de corrupción, —que incluyen soborno, trafico de influencias y cohecho en varias piezas diferentes—, y supondría, de facto, dinamitar la separación de poderes. El Premier ha sido señalado, tanto a nivel nacional como internacionalmente, como un peligro para la democracia. La barbaridad que pretendía “Bibi” ha chocado con el Tribunal Supremo israelí: la mayoría de los jueces votó para anular la ley porque dañaría gravemente la democracia de Israel. Sin embargo, cabe señalar que que la decisión del Supremo no anula la totalidad de la reforma judicial que quería impulsar el gobierno de Netanyahu, sino la “ley de razonabilidad”, incluida en la misma, que pretendía limitar los poderes del alto tribunal. 

5. Transparencia, impunidad y corrupción

En una democracia plena, los líderes políticos deben ser transparentes en sus acciones y decisiones, y estar sujetos a mecanismos efectivos de rendición de cuentas por parte de los ciudadanos y las instituciones. Esto tiene un reflejo directo en las tasas de corrupción que presenta un país. Los cuerpos y fuerzas de seguridad deben estar controlados para evitar abusos que de facto deriven en un estado policial.

Israel es un país con una fuerte militarización de la vida pública, y todo lo que tiene que ver con el desempeño de su policía, su ejército y sus responsables nada entre la opacidad y la impunidad. Los abusos policiales y militares contra población civil, sea étnicamente judía, árabe, árabe cristiana o palestina son constantes; los asesinatos de civiles, incluyendo a niños, y periodistas a manos de la policía y el ejército en los territorios ocupados que se encuentran bajo su administración han sido recurrentes desde hace décadas, incluyendo algunos capítulos de una especial brutalidad como el asalto a la mezquita de Al-Alqsa, y cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo*.

Si bien todo esto formaba parte del paisaje matutino del país, con la llegada del filoterrorista y delincuente condenado Itamar Ben Gvir al cargo de ministro de Seguridad los niveles de violencia policial se han vuelto insoportables para cualquiera que quiera alzar la voz contra el gobierno de coalición liderado por Netanyahu, formado por una coral de integristas religiosos y supremacistas. La sociedad israelí denuncia un drástico repunte de la brutalidad, incluidos cañones de agua y palos contra los manifestantes que pedían un cese del fuego y negociaciones, y que incluían una figura tan sensible como son los familiares de los rehenes.

Históricamente, y a pesar de que hay documentadas infinitas violaciones a los derechos humanos por parte de los cuerpos de seguridad israelíes, incluyendo detenciones extrajudiciales y asesinatos, es extremadamente raro que estos casos deriven en una investigación y condena posterior.

Entrando en otro ámbito, la corrupción política dentro del país es insoportable para cualquier democracia plena; empezando por Netanyahu, con hasta tres piezas diferentes abiertas por varios supuestos delictivos que incluyen soborno, cohecho, trafico de influencias, abuso de confianza… y que teme terminar como de uno de sus antecesores, el exprimer ministro Ehud Olmert, condenado a 6 años por corrupción.

Pero es que Netanyahu estuvo sosteniendo en el gobierno a Arieh Deri, líder del partido ultraortodoxo sefardí Shas, socio de coalición y ministro de Sanidad e Interior,  después de haber sido condenado tres veces por delitos e incluso aceptar dimitir de su cargo público hace un año como parte de una declaración de culpabilidad. Solo un año antes, había estallado el escándalo de los submarinos dentro del mismo gobierno.

Esto no es un borrón aislado dentro de la breve historia del país: desde ministros hasta cargos intermedios, el problema ha sido una constante que llegó a suponer en su momento que la percepción de la corrupción por parte de los ciudadanos Israelíes fuera similar a la de países como Bulgaria o Rumanía.

6. Desprecio por el derecho internacional

La teoría geopolítica dice que las democracias consolidadas se definen en la arena mundial por el respeto de la legalidad internacional, de los derechos humanos, convenciones como la de Ginebra, la carta de derechos humanos y el común de las reglas del juego pactadas entre las naciones para asegurar un marco de convivencia. Todo esto, en teoría, porque sabemos que el Hegemón occidental relativiza y modifica el reglamento internacional a su antojo cuando le conviene, aunque eso sea otra cuestión.

La realidad respecto a Israel es que su desprecio de la legalidad internacional, de la soberanía de terceros, de la Convención de Ginebra, de los organismos internacionales y de los derechos humanos es constante, absoluto y contumaz. Tel Aviv tiene batidos todos los récords de condenas y acumula decenas de resoluciones ONU contrarias, que ignora sistemáticamente.

7. Etnodictadura 

Visto todo lo anterior —Apartheid social y político, racismo institucionalizado, terrorismo de estado, anexión unilateral de territorios, uso de civiles para políticas colonizadoras, detención y tortura a niños pequeños, desprecio de la legalidad internacional, persecución, encarcelamiento y asesinato de periodistas, ejecuciones extrajudiciales, detenciones masivas de civiles sin cargos judiciales previos incluyendo mujeres, menores y ancianos, desprecio absoluto por el reglamento internacional, las convenciones y la carta de derechos humanos, corrupción…— es meridianamente imposible calificar a Israel de democracia. Y eso teniendo en cuenta que este artículo se centra en la dinámica interna del país y no entra a valorar su accionar en épocas de conflicto, que son un rosario de violaciones  de derechos humanos y crímenes de guerra que responden abiertamente a una limpieza étnica planificada, reconocida de forma más o menos sucinta por figuras del gobierno actual como Ben Gvir o Smotrich.

La definición que mejor se ajustaría al Israel actual sería el de una etnodictadura, por ser un modelo basado en la supremacía legal de una de las etnias que conforman el grupo, con hasta 35 leyes que aseguran los derechos de los judíos en tanto son negligentes con los de los árabes; y con tintes teocráticos, dado el gobierno de concentración de radicales religiosos e iluminados que dificultan el carácter laico imprescindible en cualquier democracia consolidada, sin dejar de lado, claro está, que la creación misma del país está basada en una vieja reclamación de tierra salida de la Torá (el Pentateuco en la biblia), y dado que las instituciones clave como el poder judicial, los organismos electorales y los medios de comunicación, que deben ser independientes y no estar sujetas a influencias indebidas por parte del poder político o económico, son rehenes de una ideología supremacista y mesiánica como es el sionismo, que lo impregna todo e impide que la independencia de las instituciones sea real, al estar sujetos a esta hoja de ruta ideológica que las condiciona.

La protección de derechos fundamentales y el respeto a los derechos civiles y políticos de una gran parte de la población no existen o están gravemente mermados, algo que en un Estado moderno, libre y democrático debe garantizarse; desde la protección efectiva de los derechos económicos, sociales y culturales de todos los ciudadanos, así como evitar las carencias de garantías en el acceso a estos derechos, la desigualdad en materia de educación, salud o empleo.

Obvia decir que en una democracia plena, la participación ciudadana va más allá de simplemente votar en elecciones, e incluye una cultura de compromiso cívico, debate público informado y una sociedad civil activa. En las democracias imperfectas, puede haber apatía política, desconfianza en las instituciones o limitaciones a la libertad de expresión y asociación que obstaculizan la integración efectiva entre las personas y el Estado en un proyecto común. El día a día de las minorías árabes, cristianas y palestinas es el de ciudadanos de segunda que viven marginados y abusados con la anuencia del poder político, pero también están a los márgenes muchos ciudadanos étnicamente judíos que no forman parte de la casta conservadora o de los colectivos y grupos favorecidos por ser considerados estratégicos para el Estado hebreo.

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