Relato: La venganza de la rosa

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Braulio Moreno Muñiz, @BraulioMoreMu

Sevilla. Principios de la primavera de 1.937.

En los patios de vecinos del barrio de la Macarena, se daba, propiciada por la generosidad del ciclo estacional, y materializada en la maraña del verde claro de las plantas que se exhibían en las macetas, una profusión de vida, que en unas circunstancias distintas a las que se daban en la ciudad, y en ese momento, hubiera sido recibida festivamente por los vecinos de “La Pequeña Leningrado” . Pero la realidad, fuera de las paredes encaladas del recinto fresco y blanco, cuya generosidad donaba un torrente de vida multicolor, era infinitamente negra.

El general Queipo de Llano se había hecho con el control de la ciudad. Difundía a través de la radio sus discursos llenos de odio y de una sed de venganza demasiado exagerada, que inducían a una actitud revanchista y salvajemente asesina entre sus seguidores fascistas. Estos debían su fuerza a la facilidad al acceso a las armas y de haber perdido toda noción de civismo, moralidad y miedo. Esta sensación había gestando un odio irreprimible en sus corazones y había salido al exterior convertidos en un raudal de gestos criminales, vertidos sobre aquellos cuyas ideas no eran idénticas a las suyas.

La represión desatada, auspiciada por el general Queipo de Llano; sobre aquellas personas que durante la etapa republicana, habían luchado por la libertad y la justicia social, fue inmensa, cometiéndose a diario crímenes sin fin, materializado en una increíble cantidad de fusilamientos en las tapias del cementerio de la ciudad.

Esteban era un hombre fiel a sus ideas. Militante del partido de Falange y aunque era militante de base tenía cierta influencia sobre sus correligionarios. Era muy activo, y se brindaba a acometer cualquier tarea que sus superiores le encomendaran.

Una de estas era la de ayudar a enterrar a las ingentes victimas de los fusilamientos.

Después de casi un año de guerra, los fusilamientos en el cementerio de Sevilla eran masivos: tanto, que decidieron anotar en las listas de los libros de fusilados solo a uno de cada tres ejecutados. Así reducían, evidentemente, el número de asesinados. De esa manera, los muertos eran menos y se abría otra lista que era la de los desaparecidos. Aunque todos aquellos que conocían a los sentenciados, sabían que su final estaba apoyado en las tapias del cementerio. Los fusilamientos se hacían durante la noche, empezaban cuando el sol se ocultaba, y acababan con las primeras horas del día. Quedando cada nuevo amanecer, como el final de las masacres que los fascistas habían emprendido, para borrar el vestigio de cualquier testigo de tamaño crimen contra un pueblo que no aspiraba a nada más que una paz digna y duradera; pero no había terminado de disiparse el trueno de las descargas de los fusilamientos de ese día, cuando ya empezaba a oscurecer el cielo y a brillar  las estrellas enseñando sus ojos para dar testimonio universal de los crímenes, nuevos testigos silenciosos, con la imposibilidad de hacer cerrar sus ojos a base de frío plomo, debido a la lejanía desde la que llegaban sus miradas cálidas, silenciosas, descaradas y veteranas en esto de asistir al robo de la vida de personas que no hacían mas que defender lo justo..

Cuando avanzaba la madrugada, y la mañana estaba a punto de estallar, los asesinos empezaban a prepararse para acabar con las matanzas de ese día; después de tantos disparos que acertaban en el pecho de los masacrados, después de tantas y  tantas heridas abiertas con el metal lanzado a inimaginable velocidad desde la recámara de los mosquetones, los cuerpos se horadaban abriendo cráteres por los que manaba una sangre espesa, caliente y pegajosa que se vertía por el suelo del cementerio, justo al pié de la muralla. Esteban era uno de los encargados de retirar los cadáveres y cargarlos con las carretillas hasta el agujero que señalaba donde estaba ubicada la fosa común, y justo en ese sitio donde los asesinos habían abierto una herida a la madre de todos los muertos de todas las noches de fusilamientos, herida que absorbía las heridas de aquellos que habían perdido la vida tan temprano y de forma tan violenta, que hacia llorar a la tierra, como lloraban madres, esposas y hermanas de tanto inocente silenciado.

Durante el día, cuando el sol quemaba la piel acartonada de los últimos cobardes que quedaban merodeando por el sitio donde aún se escuchaba el eco de los últimos disparos, y cuando empezaban, después de sus maniobras, a convencerse de que todos los ciudadanos serían engañados al poder hacerles ver que allí no había pasado nada, las mujeres de las familias de los que acababan de ser enterrados se acercaban hasta el lugar donde se habían perpetrado las muertes de las personas que tanto amaban, llevando entre sus brazos enormes ramos de rosas que depositaban al pié de la muralla del cementerio justo en el lugar donde habían robado los fascistas las vidas de aquellos a los que a partir de ahora sería imposible volver  a ver, dejando de esta manera un testimonio físico pero efímero, de la iniquidad cometida, porque el testimonio imborrable aunque espiritual quedaría en la memoria de todos a partir de ese momento. El gesto de dejar las rosas en aquél lugar, era eso: sólo un gesto. Porque eso es lo que nos queda a la gente de izquierdas, después de que hayan cometido severos crímenes contra nosotros: ellos nos matan, y nuestros supervivientes contestan con gestos.

Las rosas quedaban esparcidas a lo largo del lugar que ocupaban los que serían fusilados aquella noche, formando el lecho con que los recibiría la madre tierra después de caer, casi sin vida ya, sobre la superficie que más tarde abriera su seno para acogerlos en el sueño que empezaba justo cuando acababa la pesadilla.

Cuando la noche terminaba, y se convertía en madrugada, habían sido tantos los muertos, habían sido tantas las heridas por las que manaba el interminable caudal de sangre, que el suelo se convertía en una pasta roja que se adhería al calzado y a los bajos de los pantalones, coloreándolo todo como queriendo quedar viva y esparcida trascendiendo aquel lugar de muerte para que no se olvidara la iniquidad. La huella de tanta muerte era odiada por aquellos que la provocaban, y después de pensarlo decidieron, aquellos que tenían que pisar tanta sangre, andar descalzos y con los bajos de los pantalones subidos hasta casi las rodillas. Esteban era uno de los que se habían descalzado, y estaba ya retirando los últimos muertos de aquella noche, cuando sin darse cuenta pisó con ambos pies el tallo de una de las rosas que las mujeres habían esparcido. Apenas dio importancia a éste hecho, pero las heridas cada vez le dolían más; hasta que cuando fue a un médico era ya demasiado tarde y ambos pies se le habían gangrenado, por tanto, tuvieron que amputárselos.

Así que, los cuerpos de los inocentes, se convirtieron en simiente de la libertad. Una vez lanzados al fondo de la fosa común, convertida en receptáculo de una semilla que haría brotar, en un futuro no muy lejano, el árbol cuyos frutos nos sustentaran surtiéndonos de paz, libertad y justicia social.

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