Claustro

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CAPÍTULO 14

   Pues ya estoy aquí, se dijo Ovidio. Miró ese lugar y se acordó del momento de su aparición en ese mundo mágico. Se acordó del regocijo que sintió la primera vez, de que se echó por el suelo y empezó a dar vueltas, de que llegó, convertido en croqueta gigante, hasta un castillo. De que subió hasta el piso veintisiete apoyado en la trenza postiza de lo que parecía una princesa. De que lo que le había parecido un castillo era en realidad una ciudad futurista. Se acordó de su conversación con Erik Kire, uno de los treinta y seis sabios del trono y de Gronfgold y su caballo humanizado. No quiso acordarse más porque su misión empezaba dejándose atrapar por Gronfgold. 

   Una vez hubo cumplido por todas las fases de su plan y hubo hablado con Erik Kire, se dejó atrapar por Gronfgold.

   Ovidio iba hecho un fardo sobre la grupa del humano caballizado. Intentaba dar conversación a ese ser tan desagradable pero nada dijo durante todo el camino. 

   —Pues mira, a mí me gusta todo sazonado con mucha pimienta. Ya sé que a algunos les parece que así mata el sabor pero es que hay cierta clase de personas, entre las que yo me incluyo, claro está, que preferimos arriesgar…

   —¡Cállate! —y le atizó con la fusta en el trasero—.

   Ovidio se dolía del fuerte golpe y decidió callarse. Era preciso llegar entero para poder hacer lo que tenía que hacer. 

   Después de un trayecto de varias horas al fin llegaron a un fuerte. Era como esos fuertes que se veían antes en las películas de Indios y vaqueros. Es más, era el Fort Apache que tanto había disfrutado de niño. O más bien que tanto le habían dejado disfrutar, ya que era propiedad de unos vecinos. Ovidio, como todo niño listo se las ingeniaba para jugar con aquello que sus padres no podían regalarle. 

   Una vez dentro del fuerte le metieron dentro de una celda. Allí, en soledad, pensó en todas y cada una de las acciones que debía llevar a cabo. Se acordaba de todo así que todo iba viento en popa. Aquel lugar olía demasiado bien para ser un lugar donde hubiera una guarnición de soldados así que preguntó a uno de los humanos caballizados que componían aquel singular regimiento. 

   —¡Perdone, buen hombre! ¿Me puede decir a qué huele?

   Aquel ser vestido del séptimo de Caballería le miró de hito en hito y lanzó un relincho. Ovidio se tapó los oídos porque sabía que después todos iban a contestar para comprobar que todo estaba en orden. Así, una sucesión de relinchos, cada cual más extraño y fugaz, se fue sucediendo en el siguiente minuto. Parecía una estrategia para comprobar que todo estaba en orden. Después el individuo le habló. 

   —Mira, figura, no es mi labor hablar con vos. No tenés el descaro de hablarme a mí, un simple soldado. Callate boludo. 

   —Así que eres argentino, por lo que veo. Gran pueblo, sí señor. Muchos jugadores de fútbol y algún que otro revolucionario. Ah, y psicoanálisis. 

   —¿Pero qué decís?

   Aquella noche, Ovidio, no durmió. Por su cabeza pasaban una y otra vez las distintas etapas de su plan. Al día siguiente hablaría con Gronfgold y podría dar un paso más hacia la resolución de aquel conflicto. Pensó, también, en su infancia y en lo poco predecible que había sido ese futuro que estaba viviendo. Si alguna vez le hubieran dicho lo que iba a vivir hubiera pensado que estaba hablando con un loco. Se imaginaba a bordo de una nave espacial de camino a Saturno antes que la más mínima noción de lo que le deparaba su vida futura. Pensando en eso, al final, se quedó dormido. Unas horas después le despertó una de esas respuestas relincho de las que tanto disfrutaba.

   Fue llevado de inmediato ante Gronfgold, quien, en el centro del patio de Ford apache disfrutaba de un pantagruélico desayuno. Sentado sobre una gran silla, ese ser debía medir más de dos metros, devoraba uno a uno una serie de libros como si fueran pasteles. Ovidio se fijó en los lomos de aquellos pobres instrumentos de la civilización y no le sonaba ninguno. Se tranquilizó de que Gronfgold no estuviese devorando El Quijote o Los Miserables, pero no pudo sino sentir cierta extrañeza ante ese grotesco espectáculo. Sabía, pues su yo del futuro se lo había contado, que todo el saber de nuestro mundo caería en el olvido cuando Gronfgold devorase un volumen de ese libro en ese mundo. Así se olvidaba la cultura. Ese producto de glotonería no era más que la consecución de un hecho irrefutable: esos libros jamás volverían a leerse y desaparecerían para siempre de la memoria humana. Pero no sólo había libros, en esa gran mesa había también cuadros de todos los tamaños, partituras de música, tratados de los más diversos saberes humanos, que alguien, con mucho esfuerzo y dedicación puso una vez por escrito para permanecer en la memoria de los hombres y que ese saber especial no cayera en el olvido. El estómago de Gronfgold era ese olvido. Era ese agujero negro al que cae todo objeto que se atreve a acercarse demasiado. Por un momento sintió miedo pues Gronfgold podía acabar con su vida y con la de todo aquel que se acercase. Sin embargo cogió aire y exhaló un fuerte suspiro para tranquilizarse.

   —¿Qué hago aquí si puede saberse?

   —¡Estad ustes destenido! —dijo el mal bicho y Ovidio no pudo más que contener una abrupta carcajada—. Se puso la mano derecha en la cara y Gronfgold se sintió turbado.

   —¿Osar reirsite do mí? —Ovidio ya no pudo aguantar la carcajada más dado que junto con esa dicción tan lamentable, una vocecita tremendamente aflautada hacía imposible no reírse. 

   —Pensé que una gran figura como usted iba a tener una voz un poco más viril, ya puede usted disculparme. —dijo apesadumbrado Ovidio—.

   El caballo se levantó y destrozó de una coz la gran mesa que contenía la cultura destinada a perderse irremisiblemente. Ese era el momento indicado. Ovidio cogió sus cadenas y consiguió asirse a uno de los cascos de Gronfgold de tal manera que el caballo perdió el equilibrio y cayó al suelo en medio de un gran estruendo. Ovidio cogió uno de los cuadros y, rompiendo su marco, se hizo con un afilado trozo de madera que clavó inmisericordemente en el largo cuello de aquella fiera. Una hilada de relinchos comenzó a apoderarse del lugar. Estaban lamentando la inminente muerte de su jefe. Pero Olvido sabía lo que tenía que hacer, lanzó un irrintzi abominable, largo y temperamental y todos los soldados de la guarnición le mostraron sus respetos. Ahora estaban a su servicio. Primera etapa completada con éxito.

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