Claustro

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CAPÍTULO 13

   Resuelto a cumplir punto por punto lo que su propio yo le había contado sobre su futuro salió Ovidio en busca de la gran cabeza que había supuesto la puerta a ese mundo a donde debía regresar. 

   Se encontraba ya en el paseo de Abandoibarra cuando se percató de que en el agua ya no había cabeza alguna por donde pasar. Mucho le costó saber dónde dejaba el ayuntamiento esas figuras utilizadas como plataforma propagandística para los sucios fines del partido que controlaba los designios de su ciudad. Debía subir hasta el barrio de Artxanda para encontrar el local donde se guardaban estas cosas innombrables. Allí, junto con unas enormes letras y al lado del rechoncho y enorme cuerpo de Gargantúa, reposaba la enorme cabeza que otrora viera semisumergida en la ría de Bilbao.

   Esperó a que cayera la noche y con nocturnidad y alevosía saltó la valla mientras los perros ladraban a la luna, que no a él. La cabeza gigante estaba apoyada sobre su abertura así que había que tumbarla para poder acceder a ella. Lo intentó una y otra vez pero no pudo moverla. La cabeza parecía tan pesada como una real cabeza de gigante que un David cualquiera hubiese cercenado. Empujaba por los laterales, empujaba por la parte del pelo, empujaba apoyándose en su nariz o en su boca pero no lograba ni mover un centímetro la colosal testuz. Intentó hacer palanca con una señal de tráfico de las muchas que había en el lugar, pero era imposible. Intentó hacerle un puente a uno de los coches que allí había, fruto de las ansias de la policía municipal por sobresalir con coches de última generación pero que no servían para el fin que requerían y fueron abandonados a su suerte entre el polvo y la mugre. No fue capaz de arrancar ninguno de los diez coches que acumulaban la polución de la ciudad sobre sus capós. La noche avanzaba y Ovidio se desesperaba. Tenía que hacer tantas cosas y en su orden, que estaba muerto de miedo por fracasar al primer intento. 

   Se sentó a ver amanecer sobre Bilbao. La ciudad empezaba a despertar, escuchaba los primeros ruidos matutinos. El claxon de los coches que llegaban a trabajar desde las afueras, los primeros camiones y furgonetas de reparto, las luces y las sirenas de ambulancias y coches de policía. Lo normal en una ciudad populosa que había sufrido muchos cambios recientes pero que bullía de actividad. Ovidio se acordó de su infancia y de cómo le llevaban al colegio entre apresurados agobios y la prisa por llegar. Aquellos aparcamientos en doble fila y los gritos e insultos de aquellos que les tocaba esperar mientras los niños salían de los coches o de los autobuses. ¡Qué tiempos aquellos cuando el futuro tenía sentido! Esos días que no se parecían al día anterior y que atesoraba en la memoria como los mejores días de su vida. Días de aprendizaje escolar y aprendizaje de vida. Días en los que las amistades trazarían las notas más acordes con las que iba a componer la sintonía de su vida. 

   Ovidio miró a su alrededor, decidió intentarlo de alguna otra manera pero debía ser otro día. Era peligroso quedarse ahí así que se levantó y se dispuso a salir de ese recinto. Cuando pasó al lado de Gargantúa se acordó de ese momento en el que, cuando era un chaval, bajó por primera vez por las tripas de ese gigante. Una enorme boca se abría entre las manos armadas de un tenedor y un cuchillo. Un babero que parecía una bandera cubría el cuello del gigante. La atracción, que había hecho las delicias de varias generaciones de bilbaínos, reposaba medio destartalada porque había sido sustituida por otra aún más grande. Ovidio pensó que era esta la atracción por la que él bajó cuando era un niño pequeño y se dijo a sí mismo: 

   —¡Qué demonios, voy a bajar por última vez por el tobogán que tiene por garganta este gigante y voy a salir por el culo de Gargantúa como si fuera un filete convertido en un cagarro! —se rió porque era lo que su madre le solía decir cuando le levaba en las fiestas de Bilbao a bajar por las tripas del gigante—.

   A duras penas logró subir hasta la cabeza de esa curiosa criatura salida de la hambrienta imaginación de Rabelais, pero consiguió situarse dentro de las fauces de Gargantúa con los pies por delante y pensó en su infancia pasada. Había sido una buena infancia. Y se lanzó por el tobogán esperando salir por el culo de ese engendro. Levantó los brazos como si el viaje fuese a ser muy largo, quizá con la esperanza de volver a esos días felices y seguros donde todo tenía sentido y se deslizó. 

   —¡Yuhuuuuuuuuuu! ¡Ja, ja, ja, ja, jaaaaa!

   En un instante pasó de la visión de su ciudad amaneciendo al rutilante sol de un desierto. Sin saber muy bien cómo, Ovidio, logró la manera de volver a ese mundo para hacer las cosas bien, o al menos, tan bien como su propio yo le había indicado. 

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