Claustro

0

CAPÍTULO 11

   Como todas las grandes capitales, Bilbao era también un escaparate. Por aquellos días llegó al Museo de Bellas Artes una exposición de escultura hiperrealista. Bajo el título de “50 años de escultura hiperrealista” la capital vizcaína recogía casi un centenar de esculturas de todos los tamaños que cumplían con ese curioso canon del realismo exagerado. Organizada por el Instituto para el Intercambio Cultural de Tubinga (Alemania), la itinerante exposición había recorrido toda Europa. París, Viena, Roma, Madrid, habían sido agraciadas con semejante canto a la realidad. A veces colosal, otras, simplemente, sorprendente y colorida. Desde los 60 y los 70 muchos escultores se interesaron por la representación vívida y fidedigna de la figura humana. Como si el cuerpo de la mujer y el hombre pudieran ser por sí mismos motivo de arte. Las esculturas utilizaban las técnicas tradicionales, como el modelado, la pintura, el fundido, para crear una representación de la figura humana más afín al mundo contemporáneo. El realismo figurativo atrapaba el exterior, pero los artistas habían querido siempre atrapar lo interno, aquello que resulta imposible atrapar. Era como apoderarse de la belleza, de la inteligencia, del sufrimiento, de la alucinación pero sin percatarse de que para ello sería necesario abrir en canal la figura, decapitar la imagen, engendrar sobre lo engendrado. Por ello, una de las artistas de la exposición, Adelina Bawer, representó en la sala principal del museo el cuerpo en tensión de una mujer parturienta. 

   El espectador entraba en la sala y se daba de bruces con una gran vagina estirada hasta el límite y por donde estaba saliendo la cabeza deformada y sanguinolenta de un bebé. La figura tenía más de cinco metros de pie a cabeza y unos dos metros por la altura de la tripa de la mujer tumbada. 

   La luz incidía ese día de tal manera sobre la vagina de la mujer que pareciera que el sol estuviera ayudando en el parto. El rostro de la mujer expresaba energía. Se había parado el tiempo en su último impulso, el más doloroso y el que iba a iniciar la vida del bebé. El sudor brillaba en su rostro deformado por el esfuerzo. Sus mofletes estaban hinchados y enrojecidos y en sus ojos se leía algo así como —¡Dios, haz que acabe pronto!—.

   La situación de la gran mujer parturienta estaba estudiada al detalle y la gente se arremolinaba a su alrededor. Aunque la organización no pensó en que tal multitud ocasionaba un tapón entre la sala anterior y la que ocupaba la gran escultura. Era un miércoles, día gratuito del Museo, y la sala estaba hasta la bandera. 

   —¡Qué espectáculo! Es inmensa y pareciera que va a levantarse de un momento a otro.

   —¡Qué pasión por el detalle! Los pechos, la cara, el momento exacto del parto. Las imperfecciones de la piel, el sudor… ¡Estoy impactada! —decían las mujeres y los hombres que observaban con detenimiento la exposición—. 

   Uno de los transeúntes se quedó mirando la gran vagina con sumo detalle. El hombre parecía estar contando los pelos del enorme monte de Venus cuando de repente notó que la cabecita del niño parecía moverse. 

   —¡Quiere salir! ¡Quiere salir! —gritó aterrado—. Y todo el mundo se apercibió del milagro. Los espectadores empujaron al hombre, quien rodó por el suelo. Todo el mundo sacó su móvil y se puso a grabar. Más de uno empezó a emitir en directo vía Instagram o TikTok. Los guardias del Museo trataron de poner orden pero parecía que la pobre mujer había tenido otra contracción. Todo el mundo se quedó en silencio y, entonces, se escuchó un gran grito. Era la mujer que se movía frenéticamente.

   —¡Sacádmelo! ¡Sacádmelo ya!

   El director del Museo se quedó paralizado y murió allí mismo de un ataque al corazón. Pero alguien trataba de salir de dentro. Un parto no es más que abatir una gran puerta, la primera de una vida. Después vendrán más. ¡Quédate dentro, gilipollas! Decían muchos para sí. Pero la cabecita del niño se acabó rasgando, lo cual daba a la situación un toque de dramatismo dentro de su inusitada fantasía. Y quien sacó su cabeza fue Ovidio García. Las miradas de desagrado de aquellos que allí estaban transformaron ese nacimiento en un auténtico funeral. 

   —¿Y el niño dónde está? ¡Te lo has cargado pedazo de animal! —ladraban los más encolerizados mientras Ovidio se afanaba por salir—. 

   En esto que la madre por fin acabó su trabajo y trató de levantarse. Se dio contra el techo y en ese instante la multitud se disolvió. Por el camino cogió a un rezagado en silla de ruegas y se lo tragó de un bocado mientras Ovidio huída de allí en dirección a su colegio. Aquello que siempre resultó imposible de atrapar había vuelto a huir del Arte.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.