Por Raquel Llaca
Todo lo que pasa por el capitalismo nos deshumaniza, nos desconecta de nuestra naturaleza, de la vida. El capitalismo es el producto de una cultura extractiva, de una sociedad donde el individuo tiene como único objetivo explotar y rentabilizar para su propio beneficio todo lo que le rodea, ya sean recursos naturales, alimentos, animales o personas, recurriendo a la violencia si es necesario.
Nos reprochan a veces que las feministas estamos obsesionadas con la condena de ciertas prácticas a las que las mujeres parecen prestarse libremente. Casualmente, esa libertad siempre pasa de alguna manera por la industria, es decir, se rentabiliza, alguien se beneficia de ella y se reinvierte mucho dinero en que esto siga ocurriendo. Y casualmente también, nuestro papel como mujeres en estas industrias no suele ser como consumidoras: o bien somos el producto (industria sexual), donde se puede comprar nuestro cuerpo y voluntad; o bien somos la materia prima (industria reproductiva), donde las mujeres somos fábrica y cuyo producto es un ser humano; o bien, las mujeres ya ni si quiera somos percibidas como objetos, si no que desaparecemos materialmente para ser reducidas a un concepto sexista y machista (industria del género), elegible, opcional (para los hombres, claro), donde mujer es quien quiera ser, como si no fuéramos la mitad de la población mundial, como si fuéramos un outfit, o una performance. Aquí nuestra individualidad desaparece por completo.
La libertad de vendernos, de rentabilizarnos, incluso de negarnos a nosotras mismas como mujeres… Nuestra libertad se limita a formar parte de estas industrias inmersas en un rol de sumisión, como sujetos pasivos donde la única decisión que parece ser voluntaria (llamemosle consentimiento al sometimiento) es la de engranarse en la cadena de montaje, mientras los hombres deciden qué ocurre con nuestro cuerpo, dónde, con quién, cómo debemos actuar, vestir, hablar, pensar, sentir, etc. Ellos sí, con total libertad.
En todas estas industrias hay personas haciendo verdaderas fortunas (los mercados más rentables son la industria del sexo, la bigpharmay las clínicas de reproduccion artificial, junto con la droga y las armas) utilizando a las mujeres como fábrica, materia prima y producto final, como potenciales fuentes de recursos a extraer.
El género no es más que la forma de domesticación de las mujeres para poder extraer de nosotras todo lo que producimos, para sacar provecho de nuestro trabajo y hasta de nuestros sueños y deseos. El género modifica nuestra voluntad, nos dirige hacia la complacencia, nos hace obedientes y sumisas, nos educa para acatar, para no incomodar, para hacer la vida mas agradable a los demás, no importa cuán hostil y desagradable sea para nosotras. El resto del sistema se encarga de mantenernos vulnerables por si decidimos desacatar estos mandatos, reduciendo nuestras alternativas y estrechando el cerco para que no salgamos del redil. Las mujeres llevamos tres siglos intentando escapar de esta domesticación para dejar de estar al servicio y disposición de los hombres y de su cultura explotadora y extractiva, para alcanzar una emancipación real donde no necesitemos ser tuteladas ni protegidas, donde se respete nuestra agencia y autonomía, donde seamos percibidas y reconocidas como personas de pleno derecho y donde nadie pretenda comerciar con nuestro cuerpo, nuestros procesos biológicos ni convierta nuestra opresión en un fetiche, reducirnos a un estereotipo o borrarnos como seres humanos. El género es también formar parte de esas industrias, es la manera en que aprendemos cómo somos las mujeres y qué lugar ocupamos en el mundo. Sobra decir que nuestra representación en la cultura se reduce, de una manera u otra, a nuestra participación en estas industrias. Somos cuerpos vacíos, sin nada de aquello que reconocemos como humano, salvo su forma.
Hace falta un pensamiento absolutamente individualista y una carencia total de empatía para creer que la violencia que sufren las mujeres de manera global y sistemática, todos los días y a todas horas, en todas las partes del mundo, no forma parte de esa domesticación y no funciona como escuela para que los hombres aprendan a dominarnos, o acaso pensar que existen mujeres de primera y de segunda, retórica racista y colonial al servicio del patriarcado y el capital desde tiempos inmemoriables. El género, junto con la explotación reproductiva, el porno y la prostitución, son fábricas de desigualdad humana, son la base de la jerarquía sexual, por eso las feministas pedimos su abolición efectiva y real YA.