Barbie o el retroceso del feminismo

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Lidia Falcón, Presidenta del Partido Feminista de España.

El producto cinematográfico “Barbie” está siendo el éxito de este verano. No sólo por la campaña publicitaria que le ha acompañado sino también por la extraña acogida que ha tenido en el mundo feminista, una parte del cual lo adopta como ejemplo de sus demandas.  

Me resulta enormemente desconcertante, y sin duda triste, que en este año 2023 esa producción que reúne todos los defectos: estético, de coherencia, y de toda novedad y originalidad en el argumentario feminista, y de formato y desarrollo aburrido y enormemente pesado, sea tenido en cuenta por parte de algunas de las que forman la vanguardia del MF. Sólo la involución que ha sufrido el feminismo y la cultura actual, en comparación con lo que se defendía hace cuarenta años, explica la falta de crítica hacia esa película, ejemplo de todos los esquemas reaccionarios.

Me ha dejado atónica que una comentarista afirme que: Barbie ha venido al mundo a acabar con el machismo y las desigualdades de género, llevando a las niñas un nuevo referente de mujer. Gracias a Barbie, a todas las Barbies, las niñas ya pueden ser médicas, bomberas, juezas, presidentas o pilotos, sin handicap por raza, discapacidad o no normatividad corporal.” Si este es el convencimiento del feminismo actual, que defienden con el tono de superioridad y arrogancia que desprecia al resto del MF, todas nuestras precursoras, en los dos siglos anteriores deben salir de sus tumbas a reprocharnos nuestra ignorancia e ingratitud.

Por comenzar el comentario en la estructura de ese producto, la estética de la obra es vomitiva. Cuando se inicia pensé que aquel batiburrillo de colores, dibujos infantiles y anacrónicos era únicamente una presentación breve y crítica de lo que había supuesto la muñeca y sus atrezos.  Después de unos minutos, la estridencia de los colores primarios, de las músicas y de los movimientos espasmódicos de las actrices resultaba insoportable.  A las dos horas de proyección me sorprendí de que el público siguiera en sus asientos sin protesta ni aún gestos de fastidio. Poco después he comprobado que esa misma estética de colores, vestidos y decorados chillones, que perturban la vista, se ha implantado en los vestidos de actrices, periodistas, presentadoras de televisión, shows y actuaciones musicales, y en los decorados aún más infantiles que el mundo Disney. Hemos entrado en la era “Barbie”.

En ese aturdimiento en que la música, los efectos especiales y el amontonamiento de colores chillones, trajes horrorosos, de saltos y brincos que pretenden ser bailes, muchos sin coordinación, gestos espasmódicos y gritos que perturban, se suman los discursos ideológicos, con los que los fabricantes de ese producto quieren hacer pasar a esa película reaccionaria y vulgar, pero relumbrante de luces, colores y trajes recargados, por un manifiesto feminista.

El discurso, que apenas dura unos minutos, de una de las “mujeres” reales que aparece para hacer públicas sus quejas, como si fuera Elizabet Cady Stanton, recitando el Manifiesto de Seneca Falls, es de una vulgaridad, adocenamiento y sobre todo anacronismo que me deja perpleja. En un año en que se han cumplido más de dos siglos de las protestas de las mujeres de París en la Asamblea Francesa, ciento ochenta del movimiento sufragista americano, y cincuenta y cinco de la que las estadounidenses llaman “la segunda ola del feminismo”, escuchar las quejas simples de la representante del ama de casa de la “middle class” americana, que tan bien retrató Betty Friedan en su “Mística de la Feminidad”, resulta tan insípido y conocido que debía haber sido silbado en el cine.

¿Qué nos ha pasado en estos últimos decenios para que representantes actuales del feminismo se entusiasmen, o al menos acepten con agrado, con semejante bodrio?

En los años 70, en España, las declaraciones y manifiestos feministas, a pesar de las prohibiciones que nos aherrojaban, eran mucho más radicales y denunciaban la represión patriarcal instalada en el sistema capitalista con una contundencia que hubiera resultado ridícula la sensiblera queja de aquella pánfila que es contrapunto de Barbie.

¿Qué nos ha pasado, repito, para que la industria cinematográfica se atreva a pergeñar semejante tópico sabiendo que tendría el aplauso de las generaciones femeninas actuales? Una industria que ni piensa en retratar o serializar la biografía de Emma Goldman o Flora Tristán ni por supuesto de Alejandra Kollöntai, sino que desentierra del ataúd donde yo creí que descansaba –y dejaba descansar a las niñas actuales- a esa muñeca tan estereotipada y pasada de moda, para soltarnos un discurso anacrónico que a mi abuela le hubiese hecho reír.

Y para broche, las ambiguas declaraciones de Barbie cuando descubre que ni ella ni su pareja tienen genitales. El discurso del género prudentemente asumido para estar “a la page” en estos tiempos queer y postmodernos, en que ya no existen los sexos.

Pero si la industria cinematográfica estadounidense gasta su dinero en un producto es porque ha estudiado previamente la tendencia del gusto de su público. Incluyendo la aceptación gustosa de los colores, los decorados, los vestidos, los mohines, los brincos y gestos de los actores y actrices que obedientemente dan vida a ese invento de los guionistas, productores y directores que marcan las tendencias actuales.

La película es digna del imperio capitalista del país donde se fabrica. Las pequeñas burlas del machismo contra los muñecos varones, los mohines de fastidio de la mujer que pretende ser la madre y trabajadora perfecta y padece críticas, no desmerecen de las comedias de Doris Day y Gary Grant de los años 50 del siglo pasado. Hoy el producto es peor porque al menos la estética de aquellas películas era más soportable.

Un mundo en el que esta Barbie se convierte en éxito significa que hemos retrocedido un siglo en la consecución de los objetivos feministas, por los que con tanto afán lucharon nuestras predecesoras los siglos anteriores.

Los cuentos que amenizaron nuestra infancia y la de nuestros hijos, desde hace más de un siglo, mandaban mensajes morales más rompedores del orden establecido que este producto actual. La Mary Poppins de mediados del siglo XIX se mostraba crítica con la banca, la presunción incompetente de los que dirigían el poder económico, el machismo necio del padre y apoyaba las reivindicaciones sufragistas de la madre.

Los elogios que recibe el mensaje de la película parecen escritos hace un siglo, cuando en España resultaba una blasfemia que las mujeres se quejaran del papel secundario social que tenían y del trabajo que suponía cuidar a los hijos. Ni las sufragistas estadounidenses de 1848 ni las de la “segunda ola” de 1968, ni siquiera las españolas que pudimos hacer oír nuestra voz en pleno fascismo, fuimos tan pacatas e insulsas, además de acomodaticias con el sistema capitalista y patriarcal, por más que como un estribillo lo condene la muñeca Barbie de 2023 -al guionista le suena que está de actualidad utilizar el término-. 

Imagino la expresión de Regina de Lamo, mi abuela, nacida en 1877, la de mi madre, Enriqueta O’Neill, y su hermana Carlota O’Neill, nacidas en 1909 y 1905, y las de Clara Campoamor, Victoria Kent, Federica Montseny, Dolores Ibárruri, y demás compañeras que tomaban en serio su lucha, no sólo por conseguir el voto femenino y la igualdad jurídica de la mujer con el hombre, sino por cambiar el mundo, ante ese espectáculo de estética horrible y moraleja trasnochada. Este mundo que se ha hundido en la banalidad y la frivolidad, después de las guerras y las destrucciones del siglo XX, y contempla indiferente e impertérrito las tragedias actuales que padecen nuestros continentes, en los que las mujeres son las primeras víctimas. Las mujeres de Afganistán constituyen la vergüenza del Movimiento Feminista internacional que las ha abandonado. Esta comunidad internacional en la que a la vez que los poderes actúan hundidos en toda clase de corrupciones, crímenes y desprecio de los derechos humanos, entretienen a sus víctimas con un divertimento vulgar, sin originalidad ni genio, como ese bodrio de Barbie.  

Pero lo peor de todo, no es que la industria capitalista pretenda alienar a sus clientes para que acepten contentos este mundo, mientras se divierten con la película, sino que lo consiga.

2 COMENTARIOS

  1. Han hecho de la revolución feminista un teatro. Un teatro con un elenco de actrices secundarias sin criterio propio. Se limitan a seguir lo que los directores esperan que hagan. Muchas, mientras actúan, dejan en casa a una mujer que cuida los niños, friega platos y pone sus bragas a secar. Mujeres con sueldos de mierda y sin papeles.
    Es un feminismo feminicida y antifeminista, y que rompe, este también, la dignidad y la unidad de clase, disfrazando la que debería ser la verdadera lucha por un enfrentamiento entre pitos y chochos.
    Ala, ahora llamadme facha. Me ahorraréis tener que hacer limpieza de «amigüitis».
    #hastaloschochondongos #PiensaLibre

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