Claustro

1

—Muy lejos quedan los tiempos en los que los periódicos se comprometían con la literatura dejando hueco en sus páginas para las grandes historias, el periódico El Común desea encontrarse con esos tiempos históricos donde el ejercicio del periodismo dejaba hueco al arte y el arte convivía con el análisis de la realidad del momento. Hoy me propongo rememorar esos dulces momentos. Cada semana colgaré aquí un capítulo de la novela que estoy escribiendo. Ni siquiera se puede decir que tenga un título pero por ahora le llamaremos “Claustro”. Si os convence nos vemos aquí cada semana y yo prometo esforzarme para dejaros un poco de imaginación ante tanto caos—.

CAPÍTULO 1

   El día en que el profesor Ovidio García había decidido verse las caras con la muerte sucedió algo inexplicable. De repente, y sin venir a cuento, comenzó a llover mariposas. 

   La vida en el claustro oscuro, como él lo llamaba, era siempre aburrida pero es que, desde hacía un tiempo venía siendo, además, peligrosa. El colegio público Virgen de la Dolorosa sito en la famosa calle Licenciado Poza de Bilbao, muy cerca del campo de fútbol del Athletic y en medio de una de las más populosas calles de poteo de la ciudad, se encontraba en aquel tiempo en una encrucijada. Era 22 de septiembre de 2021 y las clases acababan de comenzar hacía unos días. Entre el trajín de los niños con mascarilla, las nuevas instrucciones de seguridad e higiene, el maldito día sin vehículos que dificultó la llegada al colegio de infinidad de niños, los ratios que habían aumentado de forma exponencial como si mágicamente las cuestiones de la COVID 19 fueran ya cosa de la historia y no una realidad material como sin duda aún venía siendo, la ausencia de los profesores de refuerzo que vinieron tan bien el año anterior y el nombramiento de la nueva directora del centro, habían exasperado al profesorado de reunión en reunión. Todo el mundo estaba tenso y los gritos brincaban sobre el claustro de profesores como un gato excitado que deseaba huir del león. El león, como no, era Maddalen, la flamante directora, que había decidido ponerlo todo patas arriba. 

   —¡Que no puede ser! Que estamos saturados y no podemos asumir más carga de trabajo. Que yo soy un profesor de literatura —decía Mikel— y que no pienso dar matemáticas, ¡Búscate la puta vida, tía!

   —¿Pero cómo que me busque la puta vida? ¿Quién te crees que eres para exigir absolutamente nada? Lo harás o si no te meto un puro que flipas.

La cosa ya se estaba saliendo de madre así que Ovidio se levantó de la reunión y se dispuso a salir del colegio con destino a suicidarse. No atendió a nadie, no se disculpó ni abrió la boca. Solamente se limitó a dejarse huir por sus pasos y se dirigió hacia el parque de Doña Casilda. 

   A su paso todo caía como si su sola presencia aumentase la gravedad que juega a los dados con nosotros. Hojas de un otoño que se intuía en el paisaje y que se suicidaban desde las alturas indescifrables de los árboles cayendo en un estruendo que las hormigas escuchaban como si fuese el fin del mundo. Pero es que según Ovidio iba pasando entre el gentío y la prisa a los viandantes se les caían objetos de los bolsillos. Cosas impensables como pistolas o cepillos de pelo, máquinas tragaperras, bolas de bolera, billetes de banco, monedas de oro de algún que otro emperador romano o cartas de amor escritas hace mil años. Todos se volvían a mirarle como si tuviera un aura de ingeniero o la vocación de trapecista indicada en grandes letras de neón en su solapa. Pero después no sucedía nada, aquellos pequeños milagros de la naturaleza que impresionaban a los viejos que miraban con cara de foca no implicaban ningún cambio. Al fin y al cabo aquel hombre iba a morir y eso nunca ha cambiado nada a lo largo de la historia. 

   En cuanto pasó por el paseo de la ría se sorprendió de que en medio de la misma asomara con mirada incrédula el rostro gigante de una niña sumergida. Como si fuera un cabezudo de esos que te golpean en la infancia con una vejiga de cerdo inflamada en su mano, aquel rostro le sorprendió por su predisposición a lo diferente. Muchas personas se arremolinaban a ambos lados de la ría de Bilbao a ver el prodigio de esa niña inverosímil. ¿Qué hacía allí? ¿A quién miraba con esos ojos huecos? 

   Ovidio se subió a la barandilla y se lanzó como esperando salvar a una princesa de las garras de un dragón. Se sumergió entre el ocre y la purpurina de esas aguas y contempló en los pocos segundos que aguantó bajo el agua una procesión de sirenas que lloraba a moco tendido por la inesperada muerte de un tritón. Cuando sacó la cabeza y contempló la enormidad de la otra cabeza, que medio sobresalía de las aguas impuras de aquel infecto lugar, se zambulló de nuevo y se metió en la hueca cabeza que estaba haciendo las delicias de los transeúntes e incluso de una cámara de televisión. Una vez dentro accionó una serie de mecanismos y aquella gran cabeza anunció ante la gente el próximo prodigio que iba a ocurrir apenas a unos metros de allí. Brotó una voz como de ultratumba y dijo algo así como que iban a llover mariposas sobre Bilbao. 

   Ovidio salió del agua e inició el ascenso hacia la explanada del Guggenheim. Subió de diez en diez las escaleras que se dirigen al Puente La Salve y una vez en su centro exacto escaló la valla y se lanzó al vacío. 

   A Ovidio le pareció que estaba tardando mucho en caer al agua de nuevo así que pensó profundamente en aquel funesto día y en cómo había llegado sin querer a ese espantoso lugar. Era como si hubiera saltado desde Verona Rupes, el abismo de la luna de Urano, Miranda, donde tardarías más de diez minutos en caer. Pero lo que Ovidio no pudo observar, tal vez porque a veces el observado no intuye aquello que le está ocurriendo a él, fue la extraordinaria profusión de mariposas que habían salido de la nada y que sujetaban con una intención oculta a aquel gracioso ser humano que había decidido acabar con su vida. Las miles de millones de mariposas de mil y un colores se extendieron por el horizonte y depositaron levemente a Ovidio en medio de la campa de los ingleses. Ovidio creía que estaba nadando y movía sus brazos de forma ostentosa queriendo dar una brazada y luego otra e intentando meter la cabeza bajo los adoquines de la plaza. Cuando se dio cuenta se levantó de un salto y se dispuso a mirar la lluvia de mariposas de todos los colores que estaba sucediendo en Bilbao. 

   Lepidópteros enormes con las alas dibujadas por Dalí, temblorosas en cada golpe de ala y que cambiaban sus dibujos en una especie de función sobre la historia de la pintura occidental. Otros insectos holometábolos adquirían la profusión de un millar de nubes en el cielo y caían sutilmente en el suelo para después desaparecer emitiendo una nota musical. Así la lluvia de mariposas se transformaba en multitud de canciones reconocibles por el público que aplaudía entusiasmado y después seguía con los ojos los dorados, los tonos pastel, los carmines exagerados como los labios pintados por doncellas púberes. Pronto hicieron su aparición polillas verdes, esfinges de alas escandalosas, pavones color almizcle y olor cielo desnudo. Las calles rebosaban de mujeres y hombres que emitían gritos de acróbata y niños que traían consigo miles de larvas que nacían de los árboles y de los tubos de escape de los coches parados en las aceras. Las orugas recién nacidas estallaban en el suelo como petardos y muchas personas empezaron a ser llevadas por las mariposas hacia quién sabe qué lugar y quién sabe cómo. 

Pronto algunas mariposas se posaron sobre la superficie y en una danza ritual se pusieron a abrir y cerrar sus alas de múltiples colores. A veces, entre aleteo y aleteo, una letra salía de su cuerpo y se quedaba un tiempo sobre el aire. Si mirabas en conjunto una línea de esas exóticas mariposas entonces podías leer versos de Neruda, canciones de Bob Dylan o definiciones groseras de diccionario. Después se quedaban pegadas al suelo y como toda la superficie se quedó alfombrada de mariposas mientras otras seguían su aparatosa caída, las personas se dedicaron a pisarlas y la sangre era tan azul que muchos creyeron que eran los espíritus ancianos de príncipes y reyes, de caballeros y prelados, de infantas y descubridoras. 

   Ovidio García se despertó de improviso entre los gritos de Maddalen y los rostros divertidos de sus compañeros de claustro que desviaban ahora todo el peso de la ley hacia aquel que se había dormido en medio de una reunión importante.

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.