El fin de la abundancia

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Pilar Alberdi. Escritora. Licenciada en Psicología (UOC); Graduada en Filosofía (UNED). @pilaralberdi

Nos amenazan con el fin de la abundancia. Insectos en vez de carne. Reducción de la conducción vial; pago de peajes en las autovías. Ciudades cerradas. Videovigilancia constante. Crédito social. Pero la pregunta es: ¿quién vigila al vigilante? Los que nos lo dicen se mueven en aviones privados, viven en mansiones y pertenecen a la élite económica más rica del mundo.

Mientras esto escribo me pregunto: ¿cuántos miles de millones de personas no han conocido en su vida, la abundancia? Esta puede representar distintas calificaciones según quién y cómo la viva. Quizá, quien más abundancia posea, menos la reconozca, porque acostumbrado a ella, rápidamente parece perder su valor.

Estaba yo dándole vueltas a estos temas cuando de repente recordé haber visto esta cuestión en las cartas de Tolstoi, escritas desde Yásnaia Poliana, allá por el siglo XIX. Resultan reveladoras. Él sí tenía conciencia de la abundancia. Supongo que su creencia cristiana le ayudó a encontrar claridad en su camino.

En la primera que paso a comentar refiere que ha comprado un bosque: «brotan allí las hojas y cantan los ruiseñores; y no quieren saber que ya no son del fisco, sino míos». El bosque recién comprado que ni siquiera sabe qué es un bosque o que le llaman «bosque» desconoce ser parte de la vanidad humana. Después de un primer instante de euforia porque los árboles eran suyos, Tolstoi, recapacita, se siente un miserable y concluye escribiendo: «el hombre no tiene nada de qué jactarse, nada».

En 1884, Tolstoi ha madurado y comprendido. La vida le ha dado unos cuantos golpes. Llega incluso a renegar de haber escrito Guerra y Paz, la cual, en ese momento, le parece una novelucha. Ya no tolera la visión de los siervos vendidos con la tierra, viviendo peor que los animales en las fincas de los grandes terratenientes, aunque él sí tenga piedad de ellos y quiera otorgarles la libertad, algo que ni su familia acepta.

La carta que comentaré a continuación fue escrita a finales de marzo de 1884, a su amigo Chertkov. Relata una escena familiar de la que siente vergüenza ajena debido a la actitud de sus hijos. Explica: «Volví a casa. El plato de esturión, quinto por orden, no lo encontraron fresco». Ante su recriminación a los hijos por la queja, ellos tienen todo mientras otros no tienen nada para llevarse a la boca, su familia parece no comprenderle. Y pide, por ello en su Diario razones para seguir viviendo.

No hay verdadera abundancia cuando la moral escasea. No la hay cuando pierdes a los tuyos. Recuerdo haber contado los familiares (padres, hermanos, hijos…) que Tolstoi perdió en el transcurso de su vida, fueron catorce. ¿Cómo se soportan todas esas pérdidas sin la comprensión a la vez de lo efímero y lo sublime de una vida?

En esas cartas se aprecia la dura lucha de Tolstoi contra la indiferencia. Tanto contra la suya como contra la de los demás. Nadie lo entiende ya, cuando él escribe a su esposa (los dos escribían sus respectivos Diarios y tenían permiso para leerlos aunque entre ellos no se hablasen) para decirle: «Sonia, créeme, sin esta norma [la norma por la que el niño sepa de dónde y cómo vienen las cosas a él] no hay posibilidad alguna de educación moral». Los niños ―exige― deben comprender que los sirvientes no los atienden por amor sino por otras circunstancias.

Tolstoi no cambiará. Su mujer no cambiará. Sus hijos no cambiarán. La vanidad de los muchos no cambiará… La vanidad de los pocos, tampoco. La abundancia cuando es una verdadera abundancia solo para algunos (una élite), no cambiará, y la pobreza, tampoco.

A nosotros nos corresponde exigir una moral que esté por encima de la escasez y la abundancia y, sobre todo, por encima de construcciones teóricas que no se ajustan a la verdad.

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