Soñar la utopía

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Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía“. Estas palabras de Lenin deberían hacernos recapacitar. 

Desde hace ya demasiado tiempo los sueños de progreso y de justicia social se han topado con el neoliberalismo y dentro de las cabezas de todos nosotros no crece ya la posibilidad de un cambio real, sino que ese pensamiento transformador ha sido sustituido por un razonamiento hiperrealista que cree en un futuro distópico y cruel.

No es baladí que casi todas las elucubraciones acerca del futuro estén impregnadas de ese pensamiento. Lo hemos visto, oído o leído innumerables veces a lo largo de estos años. Y todo ello porque hemos dejado de soñar con la utopía. No creemos que ante las injusticias del mundo se pueda hacer gran cosa. Preferimos pensar que un terrorífico futuro sea inevitable. Nos tienen quietos y atados soltando nuestra rabia y nuestra ira en las redes sociales mientras las calles permanecen semidesiertas. No es que no haya movilizaciones en busca de la tan ansiada justicia social, sino que cuando las hay estas se dividen en multitud de pequeñas e insignificantes reivindicaciones que tomadas de una en una no adquieren fuerza significativa ni calado profundo en la sociedad. Nuestra fuerza reside en nuestro número. Y si no entendemos eso es que, efectivamente, habrán triunfado. 

¿Pero dónde hemos de buscar el inicio de este proceso mental, este lavado de cerebro mundial, esta asunción del mal como algo inevitable? Sin duda alguna en la caída del muro de Berlín. No es que no se fomentase la mirada hacia el futuro como algo terrible, algunas de las obras de ficción, que todos tenemos en mente, son anteriores a este hecho histórico, pero teníamos dos opciones muy claras. Opciones contrarias y con sus cuestiones positivas y negativas. Y existía la esperanza que, con el paso del tiempo, tal como una especie de síntesis dialéctica, se llegara a algún tipo de acuerdo que nos llevara a la humanidad a las más altas cotas de desarrollo humano y científico. Existía una tesis humanista entre el peligro de la extinción global. Es decir, la utopía tenía un lugar en los cerebros de la población mundial. Multitud de producciones artísticas nos advertían del peligro de la imposición de uno de los dos bloques y llamaban a la comunicación y al entendimiento. Hoy eso ha muerto. Las tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia entendida como lucha de sistemas diferentes triunfaron, y aunque luego se demostró su inutilidad y su mentira, quedó ahí como triunfo de una globalidad capitalista. Nosotros, los marxistas, sabemos que es difícil pensar que los procesos históricos no estén sujetos a cambios. Nada pervive para siempre. 

El problema es que el capitalismo neoliberal del siglo XXI ha desarrollado un sistema para intentar acabar con los cambios generacionales. Ha sido capaz, en muy poco tiempo, de implantar en nuestras mentes que sólo existe un modo de hacer las cosas. Y no resulta extraño que estemos viviendo en una época donde los desórdenes mentales estén a la orden del día, que coinciden, además, con la privatización de los sistemas de atención sanitaria y, sobre todo, de salud mental. Esta angustia existencial ha sido implantada, puesta ahí para generar fuerzas contrarias al progreso humano. Vivimos dentro de una película de zombis, pero nosotros somos los zombis porque carecemos de conciencia social y política. El periodo que estamos viviendo, el posmodernismo, es un impasse cultural donde ya no se premia la innovación, sólo triunfa el revival y el pastiche. Vivimos en un presente continuo donde la vinculación al pasado ha desaparecido y la posibilidad de futuros alternativos se va cancelando sine die. Pero, y este es un mensaje para los jóvenes, ¿cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte, el desarrollo y la energía de lo nuevo? ¿Qué le ocurrirá a un mundo donde los jóvenes ya no sean capaces de producir sorpresas y las que produzcan no sean obra suya, sino implantadas desde el poder (léase el mundo Queer)?

El Realismo Capitalista ha dañado la estructura humana más antigua y crucial de nuestro cerebro: la capacidad de innovación. El hecho de que no podamos imaginar un mundo diferente y creer que ya no es posible cambio alguno nos lleva directamente a la extinción. Porque desde el principio de los tiempos resulta evidente que diversas culturas y grupos humanos se han organizado de diferente manera (más diversa de lo que creíamos hace poco tiempo) y en el instante en el que un sistema no funcionaba porque excluía a la mayoría, o alguna u otra razón, el sistema estaba herido de muerte. No quiere decir que viniera un sistema mejor, sino uno distinto. Es decir, había lo que los marxistas llamamos dialéctica. Tesis, antítesis, síntesis. Así el gran triunfo capitalista es la deflación de la conciencia, en palabras del filósofo Mark Fisher, esto es, asumir que no hay alternativa posible al capitalismo. Lo mismo que dijo Thatcher, “No hay alternativa”. 

Y aquí es donde entra en juego el pensamiento de Lenin: soñar. Que no es otra cosa que creer en la utopía. Tomas Moro inventó esta formidable palabra en la obra del mismo nombre. Significa, “lugar en ningún lugar”. Y si echamos un vistazo a las fundaciones utópicas, sabremos que han sido muchas y en muchos lugares. Desarrollar la utopía tiene que ver con la capacidad humana de imaginar dado que son y han sido múltiples las formas de relación social entre las personas a lo largo y ancho del mundo, formas de participación política, formas de contemplar un mismo hecho, objeto o idea. Como decía Victor Hugo, “la utopía es la verdad del mañana”. Salir de ese Realismo Capitalista significa volver a pensar la utopía. Que entre en la imaginación humana, que vuelva al cerebro vertiginoso y creador de la juventud. Que las mujeres y hombres del futuro imaginen otros mundos y dejen de conformarse resulta de vital importancia para que el presente no se obstine con seguir siendo un presente continuo y deje lugar al futuro, a algo nuevo, a la posibilidad y no al augurio de la tragedia repetida y a la frustración que supone ver el mundo como un paraíso perdido. Sólo así esta frase que voy a repetir tendrá sentido: “Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía“.

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