Odio a los indiferentes

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Un sardo veinteañero, pequeño y medio jorobado, que tenía lejanos orígenes albaneses («Crispi, también’, decía, «se educó en un colegio de Albania»), gracias a su ingenio y a su tenacidad, en 1911 ganó una beca del colegio Carlo Alberto de Turín por la que 39 estudiantes sin medios, que recién habían terminado uno de los Licei del Regno, tuvieran la oportunidad de estudiar en la Universidad de Turín.

Con 55 liras en el bolsillo, a las cuales añadió las otras modestísimas 70 de la beca mensual, Antonio Gramsci desde Ales, en provincia de Oristano, apretando los dientes del frío en míseras habitaciones de alquiler, consiguió seguir las clases de los economistas Achille Loria y Luigi Einaudi y del gran historiador del arte Pietro Tirava, hasta convertirse en un líder que cambiaría la manera de pensar de generaciones enteras. En aquella ciudad que por un soplío no pudo ser capital de Italia de manera estable, iba floreciendo un horizonte de alto perfil político, pero sobre todo cultural, entre el socialismo de Gramsci y el liberalismo de Pietro Gobetti.

En 1917, dos años antes que saliera el artículo de este último sobre la necesidad de que la escuela eduque a la resolución de los problemas de la vida, haciendo referencia a los clásicos, Gramsci publica en su revista «La città futura» una magnífica página titulada «Contra los indiferentes», en la cual la misma idea de Gobetti vibra de intensidad moral y civil, pedagógica; y política, juntos.

El gran enemigo contra quien combatir es derrotar la indiferencia, aquella misma que otro dieciochoañero, Alberto Moravia, en su novela de 1929 «exaltará» cual espejo roto de un mundo ya aplastado por el conformismo cínico de quién «no toma partido», porque está ya obligado a ser «parte de un todo» totalitario y sin diferencias internas, sin más vida que la del BIOS enmudecido, inerte. La página de Gramsci es aún hoy en día, una gran lección de ética democrática:

«Odio a los indiferentes. Creo, como Federico Hebbel, que vivir quiere decir ser partisano». No pueden existir solo hombres, los extraños de la ciudad. Quien vive verdaderamente no puede no ser ciudadano y no ser partisano. Indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a lo indiferentes.

La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que se ahogan a menudo los entusiasmos más resplandecientes. […]La indiferencia obra potentemente en la historia. Obra pasivamente, pero obra. […]Lo que ocurre, el mal que recaen sobre todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede generar, no es tanto debido a la iniciativa de pocos que obra, sino a la indiferencia, al absentismo de muchos.

Lo que sucede, no sucede tanto porque unos quieren que ocurra, sino porque la masa de los hombres cede a su voluntad, deja hacer, deja agruparse los nudos que luego solo una espada podrá cortar, deja promulgar las leyes que solo la revuelta podrá abrogar, deja subir al poder a aquellos hombres que solo el enmudecimiento podrá revertir.

La fatalidad que parece dominara historia no es otra cosa pues, que la apariencia de ilusión de esta indiferencia, de este absentismo. […]

Unos lloriquean piadosamente, otros blasfeman obscenamente, pero nadie o pocos se preguntan: si yo también hubiera hecho mi deber, si hubiera buscado de hacer valer mi voluntad, mi consejo, ¿habría pasado lo que ha pasado? […]

Vivo, soy partisano. Por eso odio a quien no toma partido, odio a los indiferentes».

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