Carta a esa madre

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Esta carta es para esa madre. Para ella, y para todas las demás madres. De niñas y mujeres violadas, agredidas y violentadas. Asesinadas, en el peor de los casos.

No estáis solas. Ni vosotras, ni vuestras hijas. Las demás mujeres estamos con vosotras. Yo estoy con vosotras. Y os siento. Siento vuestro dolor. En mis carnes. Y lloro. Lloro cada día. Cada noche. Al pensar en vuestras pequeñas. En vuestras hijas. Niñas y mujeres valientes, decididas a comerse el mundo y a disfrutar de sus vidas. Pero frenadas en seco por un sistema, el patriarcal, incapaz de sostener la libertad de las mujeres.

Y tiemblo. Tiemblo cada vez que pienso en lo que les han hecho. En lo que les espera. Y es que lo peor de una agresión sexual no son las secuelas físicas, sino las emocionales. Las que no se ven, ni dejan marcas. Ocultas. Invisibles. Intangibles. De sobra es sabido que, en estos casos, las lesiones que más cuesta curar son las que afectan a nuestra capacidad para confiar. En los demás. En nosotras mismas. En los hombres. En la humanidad.

Y me siento mal. Solo de pensarlo. Por permitir un pensamiento así en mi cabeza. Pero hay momentos en los que pienso que algunas heridas son incurables. Y me entra la desesperanza. A veces, en lo peor de la espiral de tristeza, incluso llego a pensar que la muerte es mejor. Mejor que algunos traumas. Y es que no sé. De verdad que no lo sé. Lo confieso. No sé cómo alguien se recupera de algo así. No sé cómo es posible superar semejante daño. Semejante humillación. Semejante abuso. No lo sé como persona, como mujer, pero tampoco como profesional. Porque una cosa es la teoría, lo que nos enseñan. Lo que aprendemos en la facultad o en los libros. Pero, la práctica, la práctica es algo totalmente distinto. Y es que la realidad siempre supera a la ficción. Siempre. Y algunos casos superan todas las expectativas. Todos los miedos. Y nos dejan absolutamente paralizadas ante la brutalidad, como ha ocurrido con la agresión de Igualada. La brutalidad de la que son capaces algunos hombres. Y repito que no me refiero únicamente a los daños físicos. Me refiero al daño irreparable que Tomás Gimeno ha infligido sobre la madre de las niñas asesinadas hace pocos meses en Tenerife. Me refiero al daño imborrable causado a la familia de Marta del Castillo. A sus padres y a sus hermanas. Cuyas vidas nunca volvieron a ser igual. Al daño que el secuestro y asesinato de las niñas de Alcasser provocaron en toda una generación de niñas —hoy mujeres— que crecieron con el miedo metido en el cuerpo. Miedo a andar solas por la calle. Miedo a divertirse y salir de fiesta. Miedo a disfrutar de la libertad que muchas de nuestras madres y abuelas no tuvieron. Y a la que, por fin, nosotras parecía que teníamos acceso.

Y es que yo no sé cuánto más daño hemos de tener que soportar las mujeres, para que alguien haga algo. Para que las autoridades pongan medios. Para que los hombres dejen de matarnos. Y violarnos. Para que la violencia machista acabe. Porque esto es violencia machista. Violencia contra las mujeres. Violencia sobre nuestros cuerpos. Sobre nuestro espíritu. Es un aviso. Una lección. Para mantenernos atadas. Al miedo. Al «por si acaso». Al «ten cuidado». Al «he llegado bien». Y yo ya estoy harta. Como creo que estamos todas las demás mujeres. Todas las jóvenes. Y todas las madres. Estamos hartas. Hartas de tener que hacer frente a todo tipo de violencias por el mero hecho de haber nacido mujer. Por el mero hecho de haber nacido con un agujero entre las piernas. Porque es así, dejemos de negarlo de una vez. Nos violan. Y nos matan. Porque somos mujeres. Porque el patriarcado nos ha construido como objetos. Objetos sexuales de usar y tirar.

violencia contra las mujeres
Campaña #hartas lanzada por la Plataforma 7N contra las violencias machistas con motivo de la celebración del 25N de 2021.

Pero déjame decirte que, si no hemos salido a las calles a manifestarnos, si no hemos paralizado el país con una nueva huelga feminista, no es porque no nos importe lo que le ha sucedido a tu hija. No es porque su agresión sea menos importante, ni menos grave. Créeme que no es ese el caso. De hecho, te garantizo que estamos todas consternadas. Y muchas llevamos semanas haciéndonos la misma pregunta: «¿por qué nadie hace nada?» Pero no tenemos respuesta. Lo siento. De verdad que lo siento. No tengo una respuesta para ti. Ni para la madre de Marta. Para justificar que no hayamos podido encontrar el cuerpo de su hija. Ni para la mamá de aquellas niñas. Porque no fuimos capaces de protegerlas. De garantizarles una vida buena y libre. Tampoco sé qué decirle a Juana. Que me avergüenzo. Cada vez que escucho una nueva sentencia contra ella. Y la pienso encerrada en una cárcel. Separada de sus hijos. De verdad que se me cae la cara de vergüenza. Por ingenua. Por imbécil. Por creerme esa patraña de la libertad. Por pensar que ya lo habíamos conseguido todo. O casi todo. Que ya solo nos quedaba disfrutar. Que el feminismo era como ese hobby al que recurres en las tardes de domingo, cuando no hay nada más que hacer. Me lo creí. Nos lo creímos. O, mejor dicho, quisimos creerlo. Quisimos creerlo cuando nos dieron la oportunidad de estudiar. Cuando cogimos ese avión rumbo a lo desconocido. Cuando nos dijeron que podíamos viajar solas. Reír solas. Vivir solas. Ser. Solas. Sin necesidad de un hombre. Un padre. Un novio. O un marido. A nuestro lado. Y nos aferramos a esa ilusión de libertad. Cuando salíamos de fiesta por la noche y nos emborrachábamos. Cuando ligábamos con uno y con otro. Cuando follábamos sin compromiso. Cuando nos pensábamos modernas. Libres. Y transgresoras.

Pero resulta que no. Que ni somos tan libres. Ni tan modernas. Ni mucho menos, transgresoras. Seguimos siendo lo mismo que fueron nuestras madres. Y nuestras abuelas. Seguimos siendo las marionetas de un sistema que nos manipula y se aprovecha de nosotras. No somos sino objetos. Recursos. Capital (en términos del opresor). Capital para un sistema construido sobre nuestros cuerpos. Sin vida. Sobre nuestro sudor. Nuestra sangre. Nuestro dolor. Un sistema rapaz y capaz. De eso y más. Ya lo estamos viendo. Una sociedad que continúa su avance feroz e impasible frente a atrocidades como la que le ha tocado vivir a tu hija. Y que pasa página del periódico. Cambia el canal de noticias en la tele. Y se olvida a los cuatro días porque ya hay veinte noticias más que se rifan nuestra atención.

Sinceramente, creo que no hemos salido a la calle porque estamos sobrepasadas. Desbordadas. De rabia. De dolor. De tristeza. De salir para volver a entrar. De gritar para volver a callar. De pelear para volver a aguantar.

No hemos salido a la calle. Pero no te quepa duda. Que nos han tocado a todas. Nos han violado a todas. Otra. Vez. Más.

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