La (sin)razón de los trasplantes de útero

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Martín Endara Coll, doctorando en biología molecular

Hace casi un año leíamos que el primer trasplante de útero se había realizado en Cataluña. Esta tecnología ha avanzado en silencio y a una velocidad vertiginosa – ya se han realizado más de 70 en todo el mundo, y al menos 30 bebés han nacido de úteros trasplantados – y se erige como la última obsesión capitalista para explotar a las mujeres, comercializar la reproducción y promover la nociva idea de que se puede cambiar de sexo mediante cirugía. Armados con fotos de bebés recién nacidos, un lenguaje pasteloso de sueños realizados y solidaridad entre mujeres (donantes y receptoras), los defensores del trasplante de útero nos aseguran que su única motivación es mejorar la salud de las mujeres, algo de lo que solo se acuerdan cuando se habla de infertilidad. Entre bastidores, las revistas científicas de bioética publican artículo tras artículo en el que ávidos expertos justifican la necesidad, minimizan los riesgos y apuntalan el trasplante como la «alternativa» socialmente aceptable a la gestación subrogada. Otros se apresuran a mencionar la idoneidad del trasplante de útero para «mujeres trans, quienes al fin y al cabo son solo mujeres con un problema de infertilidad», o incluso dejan caer que las mujeres trans podrían recibir los úteros que los hombres trans ya no quieren.

En su libro La mujer invisible, Caroline Criado Perez documenta con una miríada de ejemplos cómo la ciencia suele ignorar a las mujeres. En la investigación, como en todo lo demás, los hombres son la norma y la prioridad. En un caso muy reciente, los boxeadores masculinos no usaron casco durante los Juegos Olímpicos de Tokyo dado que un estudio reveló que, al llevarlo, aumentaba el riesgo de sufrir una conmoción cerebral. Las mujeres sí que lo llevaron, porque el estudio no había incluído a ninguna mujer y por tanto no sabemos si tiene el mismo efecto. Mención aparte merecen los problemas específicos de las mujeres, como la endometrosis, que sufren de una falta de financiación e investigación crónicas. La salud de las mujeres no es una prioridad, y cosas tan básicas como el ciclo menstrual son consideradas «molestas hormonas» que interfieren con los experimentos. Entonces, ¿qué mueve a hospitales tan prestigiosos como la Cleveland Clinic a empezar ensayos clínicos con una técnica tan nueva, cara y compleja?

El primer trasplante de útero se realizó en Arabia Saudí en el año 2000, un país famoso por tratar a las mujeres como propiedad privada de los hombres. El útero tuvo que ser removido por complicaciones, y no fue hasta 2014 que se realizó el primer trasplante exitoso como parte de un ensayo clínico en el que algunas donantes eran las madres de la receptoras. El investigador principal, el sueco Mats Bränsström, cuenta en una entrevista que cuando una mujer se lo pidió por primera vez descartó la idea como una locura, pero que luego cambió de opinión tomándose una cerveza. Incluso antes de que se publicaran los resultados del ensayo clínico, la Universidad de McGill había redactado el Protocolo de Montreal, una serie de criterios éticos para decidir cuándo realizar un trasplante. Entre otros, la receptora debe ser «genéticamente hembra», tener una clara intención de ser madre y tener una «contraindicación legal o personal» a los vientres de alquiler. Aparentemente el útero existe con el único objetivo de reproducirse, y la salud de las mujeres es solo la salud reproductiva, entendida como ser capaces de tener hijos.

A pesar de la velocidad de los ensayos clínicos y de la promoción del Protocolo de Montreal como el estándar internacional, el debate ético alrededor de los trasplantes de útero no está cerrado. Los riesgos para todas las partes implicadas son serios. En primer lugar, si la receptora del trasplante consigue quedarse embarazada, el embrión no pasará por una gestación normal. Antes, durante y después del embarazo la receptora deberá recibir medicamentos inmunosupresores para evitar que su cuerpo rechace el útero trasplantado, lo que podría afectar al desarrollo del feto. A pesar de los inmunosupresores, existe el riesgo de que el útero sea rechazado en cualquier momento del embarazo, y, en muchos de los casos registrados hasta ahora, los bebés tuvieron que ser extraídos de forma prematura. Además, la receptora deberá someterse a tres operaciones complejas (trasplante, cesárea, histerectomía) con todos los riesgos que conlleva cada una. Finalmente, la donante se sometería a una histerectomía y viviría el resto de su vida sin útero, una condición cuyos efectos a largo plazo aun no conocemos completamente. Incluso en el caso de donantes fallecidas, las particularidades de la donación de útero ponen en riesgo los otros trasplantes que suelen darse cuando una persona es donante. En algunos casos, al extraer el útero de la donante se dañaron órganos que podrían haber salvado la vida de otras pacientes. Incluso si todo va bien, los retrasos necesarios para obtener el consentimiento y el procedimiento quirúrgico para que el útero permanezca viable añaden tiempo de espera a las pacientes que necesitan otros trasplantes de la misma donante, muchas veces de urgencia. Y, recordemos, todos estos riesgos son para una operación que no es de vida o muerte, sino para aliviar el malestar psicológico de la esterilidad.

Los promotores de los trasplantes los plantean como una mejor alternativa a los vientres de alquiler. El trasplante, dicen, evita los problemas legales y éticos de explotar a otra mujer para tener un hijo, y además ofrece «la experiencia real de la gestación». Algunos expertos en bioética, en cambio, dicen que todos los problemas éticos de la gestación subrogada también se encuentran en los trasplantes. Por ejemplo, aunque está prohibido pagar por donaciones de órganos, apuntan que se podría pagar por los gastos de la donante, o que ya que se puede pagar por las donaciones de esperma y óvulos, se podría intentar meter al útero en el mismo saco. Otras incluso advierten de que se podría producir un mercado negro de úteros si el procedimiento llegara a normalizarse.

Son pocos los que se atreven a decir que la única manera de evitar todos los riesgos médicos y escollos éticos es no realizar trasplantes de útero, y que el sufrimiento causado por la esterilidad no justifica poner en juego la vida de dos mujeres y un bebé. La maquinaria de la industria reproductiva trabaja sin descanso, y los expertos en bioética de la academia están construyendo los cimientos de la aceptación social. Su estrategia es que, cuando la tecnología esté disponible, el debate ya esté cerrado, y nuestra respuesta debe ser exactamente la contraria: sacarlo a la luz y exponerlo en la plaza pública.

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