Asesinan en Colombia a alcaldesa indígena y a su nieta de un año

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El genocidio silencioso de líderes sociales en Colombia alarga su triste cuenta con la matanza producida ayer en el departamento de Putumayo, en la que fueron acribilladas a balazos la lideresa indígena y alcaldesa María Bernarda Juajibioy y su nieta, una bebé de apenas un año de edad.

El terrible atentado se produjo en la madrugada colombiana del miércoles, cuando unos sicarios interceptaron el vehículo en el que se desplazaban María Bernarda Juajibioy, alcaldesa de uno de los pueblos indígenas de la zona, junto a unos familiares. Los hombres armados balearon el vehículo y María Bernarda y su pequeña nieta corrieron la peor suerte.

Con ella ascienden a 34 el número de líderes sociales activistas que han sido asesinados sólo en lo que va de año. El hecho fue confirmado inicialmente por el congresista Feliciano Valencia, también indígena, a través de su cuenta de Twitter: «“El asesinato de mamá Bernarda Juajibioy y su nieta de tan solo un año, produce tanto dolor como impotencia. ¿Cuántas denuncias y alertas tempranas no escuchadas ni atendidas en el Putumayo? Colombia bañada en sangre ante un gobierno indiferente. #QuePareLaMatanza”.

Asimismo otras entidades del país, como la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic) se hicieron eco del crimen. “Las mujeres indígenas son las guardianas de la pervivencia de los Pueblos”, denunció esta organización en el mismo medio, y exigió la detención de los responsables. En los últimos meses reportaron en estos territorios la presencia de grupos armados que crean el terror entre las comunidades locales. “Nos están exterminando ante el silencio cómplice del Gobierno de Iván Duque”, manifiesta la Onic. A través de redes sociales se publicaron videos tomados por ciudadanos de Putumayo en los que se confirma la presencia de grupos armados que patrullan estos territorios ostentando impunemente armas de gran potencia, acosando e intimidando a personas como si se tratasen de una autoridad.

No es inusual que a este tipo de sicarios no les importe llevarse por delante la vida de niños en sus atentados. Hace apenas unos meses, a finales del año pasado, eran asesinados cinco miembros de una misma familia, la de la joven Rosa Amalia Mendoza, de 25 años, fundadora de una asociación de vivienda agraria y excombatiente de las FARC en proceso de reincorporación a la vida civil; junto a ella fue asesinada su hija, que contaba pocos meses meses de vida.

Según los datos que maneja el Indepaz (Instituto para la paz en Colombia) son un total de 1.091 personas las que fueron asesinadas en Colombia por haber realizado labores de defensa de los derechos humanos y desarrollar acciones por el bien común en su territorio desde finales de 2016, año de la firma del Acuerdo de Paz realizado entre el gobierno colombiano del presidente Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP). Desde ese año fueron asesinados unos 250 firmantes del Acuerdo, todos ellos excombatientes en proceso de incorporación a la vida civil.

Se trata por tanto de un verdadero genocidio silenciado, un genocidio consistente en el exterminio sistemático de líderes sociales ignorado y negado por los sucesivos gobiernos de Santos y Duque. Según el informe sobre agresiones a líderes sociales y defensores de los acuerdos de paz, desarrollado por el instituto Indepaz y que puede verse en este enlace, cuya metodología recoge los datos aportados por entidades oficiales como la Defensoría del Pueblo y la Policía y Ejército Nacional, fueron asesinados desde el 24 de noviembre de 2016 -fecha de la firma definitiva del acuerdo- hasta el pasado 15 de diciembre un total de 1.091 líderes sociales, entendiendo por ello toda persona que defiende los derechos de la colectividad y desarrolla una acción por el bien común reconocida en su comunidad, organización o territorio, y en favor de los derechos humanos. Aproximadamente una media de 270 homicidios por año, 292 en este 2020.

Los sectores sociales a los que pertenecían las víctimas incluyen mayoritariamente orígenes indígenas, campesinos, afrodescendientes, mineros y asociaciones de participación ciudadana o comunales. Por tanto puede deducirse que la causa de la mayor parte de homicidios tienen una motivación en los conflictos por la tierra, intereses agrícolas o de recursos naturales. No se sostiene, por tanto, la teoría que el Gobierno colombiano esgrime para justificar las matanzas y que se excusa en supuestas riñas de narcotráfico o ajustes de cuentas entre presuntos disidentes de las Farc. Este tipo de sucesos no ocurre en todos los departamentos cocaleros, como se esperaría en todas las regiones de alta producción de coca de ser cierta esa teoría. De hecho, en el 63% de 179 municipios con áreas de coca no se registraron homicidios de desmovilizados.

Sin embargo, las zonas más críticas (Cauca, Antioquía, Nariño) son territorios donde sigue la disputa por el control de la minería de oro, tráfico de madera, apropiación de tierras y control político de los intereses suscitados por las grandes obras de infraestructura. Las organizaciones que promueven esa violencia son redes de criminalidad a gran escala que se mueven en negocios que oscilan entre la legalidad y la ilegalidad mediante el apoyo de empresas que blanquean el enriquecimiento ilícito con la ayuda de socios en instituciones estatales. El brazo armado son agrupaciones paramilitares y sicarios sin identificar al servicio de las mafias locales.

Puede afirmarse en definitiva que las masacres se convirtieron en Colombia en «parte de un sistema de control de poblaciones, territorios, riqueza y poder mediante el terror criminal», concluye este informe. Es decir, la acumulación de capital por parte de intereses empresariales mediante el terrorismo vía ejecuciones a manos de sicarios de las personas que eran molestas o incomodaban el acopio de los recursos que generaban ese capital.

De todos estos datos se deduce que en Colombia el Acuerdo de Paz ha iniciado una nueva fase tras décadas de conflicto armado hacia una nueva era sin armas, supuestamente, y de convivencia que no conviene a ciertos intereses económicos que aprovechan la tesitura para ejercer otro tipo de conflicto, este de carácter mafioso, afanado en la estigmatización de las personas reincorporadas a la vida civil. Estos intereses tienen su objetivo en el control de los recursos mineros, agrícolas o de infraestructuras. Frente a ellos son crecientes los movimientos por la vida, la democracia, los derechos territoriales y la paz, como las marchas del paro nacional o la Minga indígena, y un creciente movimiento de conciencia e indignación ante los asesinatos, pese a que, como vemos, ejercer el activismo social en Colombia supone un riesgo mortal y pese a que los medios informativos de países como el nuestro, España, eluden estos flagrantes crímenes mientas que aumentan, con la lupa de la vileza mercenaria, hasta el menor suceso que tenga lugar en la vecina Venezuela.

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