Yo conocí a un putero

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Por Karina Castelao

Yo conocí a un putero.

Bueno, en realidad a lo largo de mi vida estoy segura que he conocido a cientos aunque no supiera a ciencia cierta que lo eran. Pero el putero éste que conocí era alguien con el que mis padres tenían una relación de confianza hasta que descubrieron, precisamente por mí, que iba de putas.

La época de Franco tenía una gran ventaja para los padres y madres, y era que en la crianza y educación de los niños y adolescentes los límites entre lo moral e inmoral estaban muy bien definidos, algo comprensible en una sociedad ultracatólica y reaccionaria. Y ser putero era de lo más indigno que podía ser un hombre (solo superado por ser marica). Porque un hombre decente no iba de putas ya que las putas eran lo peor de lo peor. Un pozo de depravación, enfermedades y vicio, o sea, la escoria social. Y un amoroso padre de familia no metía la polla en un agujero que vete tú a saber por lo que ya había pasado en esta vida.

Otra cosa es que siempre hubiera «señoritas de compañía» con las que compartir eventos a los que, obviamente, no podían acudir las esposas, como acuerdos de negocios, congresos o reuniones, y que se acostumbraban a celebrar en clubes muy legales, eso sí, o en fiestas privadas en las que corrían por igual cataratas de alcohol que guapas «modelos» también llamadas «chicas de imagen».

Atrás quedaban los años preguerra en los que, como decía mi padre, el caballero que no tenía “querida” no era nadie. La precariedad y la posguerra vinieron a democratizar aquello del fornicio y el crecimiento de las ciudades trajo como consecuencia la «emigración» de muchas chicas guapas y sanas del rural que, viniendo a la capital en busca de fortuna, veían abocado su destino a ser chica de alterne en un club y a su novio a ser su chulo, como nos contaba entre risas Mariano Ozores en sus películas.

Pero las putas de la calle o las de los puticlubs cutres de carretera no tenían categoría suficiente para ser llamadas chicas de compañía, y a esas solo acudían los pobres desgraciados que no tenían «can» que les mirara a la cara (protoincels del siglo pasado) o los maridos degenerados y en la mayoría de los casos maltratadores para quienes sus mujeres eran solo un utensilio doméstico que solo servía para fregar y cocinar.

De estos últimos era el putero que yo conocí. Estaba casado con una amiga de mi madre, una mujer que había venido a servir a Coruña y donde conoció a esa piltrafa humana con quien contrajo matrimonio. Yo recuerdo de niña ir muchas veces con mi familia a comer a su casa y, al no tener hijos, como solían llevabarnos a fiestas de verano como Los Caneiros o el Globo de Betanzos. Pero con el paso de los años, Pepe, que así se llamaba el putero, se volvió cada vez más impertinente y grosero, primero con mi hermana, y posteriormente y a medida que iba creciendo, también conmigo, motivo por el cual a mí dejó de apetecerme ir con ellos.

Un día Pepe nos vino a buscar para llevarnos a no recuerdo que fiesta veraniega. Un poco a regañadientes accedimos a ir mi hermana y yo pensando que también vendría su mujer, pero cual sería nuestra sorpresa cuando en el asiento del copiloto había una chica joven totalmente desconocida para nosotras y a quien Pepe nos presentó como una «amiga». No tengo muy claro qué hicimos, supongo que iríamos a cenar a algún mesón y luego a dar una vuelta por alguna verbena. Solo tengo la imagen de aquella chica joven que no hablaba y el recuerdo de la incomodidad mía y de mi hermana. Cuando llegamos a casa le dijimos a mi madre que no volvíamos con él nunca más. Unas semanas más tarde, pasando con mis amigas por la Calle de La Florida, allí estaba la chica apoyada en la puerta de un local. Corrí a contárselo a mi madre, quien horrorizada cogió el teléfono rápidamente y llamó a su amiga. Desconozco cómo se desarrolló la conversación. Solo sé que a Pepe nunca más lo volví a ver. A ella sí. Siguió siendo amiga de mi madre hasta el fin de sus días. 

Cuando se estrenó, fui a ver con unas amigas feministas el documental “El Proxeneta. Paso corto, mala leche” a una sesión de cineforum en el Teatro Colón de A Coruña en la que estaba la propia Mabel Lozano.

En el documental y posterior tertulia con la directora descubrí un par de cosas y confirmé muchas que ya sospechaba:

Que el modelo prostitucional había cambiado por completo con la llegada del nuevo siglo

Que los proxenetas ya no eran los novios de las chicas de provincias que llegaban a la capital en busca de fortuna sino auténticos empresarios sin escrúpulos, como el propio protagonista del documental, Miguel “El Músico” que usaban prácticas mafiosas para sus negocios

Que las mujeres prostituidas eran mayoritariamente importadas porque tenían mayor demanda que las nacionales

Que eran consideradas mercancía con menos derechos que el ganado

Que las víctimas del sistema prostituyente acababan todas mal

Que para nadie del negocio eran seres humanos sino objetos que explotar

Y descubrí lo sencillo que era ser tratante de mujeres (tanto que hasta se hacían apuestas entre los proxenetas sobre quién era capaz de traer a España el mayor número de mujeres para ser prostituidas), y sobre todo descubrí sorprendida el grado de impunidad, complicidad y permisividad social hacia los puteros, quienes no son ya hombres cuasi marginales o maridos degenerados, sino jóvenes normales y corrientes, agraciados en muchos casos, a los que les resulta muy latoso y costoso buscar ligue nuevo cada fin de semana. Porque la prostitución ahora es parte del ocio masculino.

Y todo esto que confirmé y descubrí lo contaba uno de los protagonistas de esta pesadilla misógina. Un hombre que se jactaba de haber explotado sexualmente a más de 2.000 mujeres a las que consideraba menos que a animales y que, sin sorpresa alguna, ha retomado actualmente el negocio.

La normalización de la prostitución ya se ha producido entre los demandantes. Ahora son hombres jóvenes que se van de putas después de las copas de los sábados porque así saben que follan fijo, o que directamente combinan ambos modos de esparcimiento en los macroburdeles discoteca: el “copeteo” primero y el “folleteo” después.


Hoy en día los puteros van ya a calzón quitado confesando sin pudor lo que pagan por tener sexo, intercambiando impresiones sobre las habilidades de las escorts o puntuándolas en foros de internet como si fueran un “TripAdvisor puteril”.

Sin embargo, pese a los infructuosos intentos de periodistas afines al entorno del mal llamado feminismo “prosex” de normalizar el ejercicio de la prostitución, todas las mujeres sabemos que ser prostituída no es una actividad comparable con ninguna otra, como bien demostró una de esas mercenarias del sistema prostituyente, Samanta Villar, no teniendo reparos en su momento en meterse en una mina o en dormir entre cartones durante 21 días, pero no dejándose penetrar por todos los orificos de su cuerpo por hombres desconocidos. Que mucho acusar a las feministas de prejuícios morales y mojigatería, pero el ejercicio de la prostitución siempre es una estrategia de supervivencia o un trabajo digno para las demás, no para una misma.

Los puteros han pasado de ser de lo más marginal de la sociedad, ese hombre que no querías cerca de tus hijas, a ser tu vecino, tu amigo, tu primo, tu compañero de trabajo. Si en España uno de cada tres hombres es consumidor de prostitución, por probabilidad estadística en tu entorno más cercano hay como mínimo un par de puteros.

Solo queda convencer a la opinión pública, descartados los convencionalismos morales, de que las mujeres prostituidas lo están por gusto, que son unas “putas felices” alejadas del cliché de subhumano depravado de la época franquista, porque han elegido libremente ser contenedores humanos de los fluídos corporales de los hombres en vez de dedicarse, por ejemplo, al muy «degradante» oficio de cuidar personas o limpiar váteres, ya que la prostitución no solo es más cómoda, sino que se gana infinitamente más.

Logrado ya el blanqueamiento del putero, la empresa actual del proxenetismo es conseguir que la sociedad se crea que ser prostituta es, no solo una profesión como cualquier otra, sino incluso “empoderante”. Sería su triunfo total sobre cualquier cuestionamiento a su modelo de negocio. Ya hay medios, periodistas, partidos e incluso instituciones oficiales que se están empecinado en «demostrarlo». Y mucho dinero en juego.  

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