Mazan y la cultura de la violación: no todos los hombres pero sí cualquier hombre

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Por Karina Castelao

Mazan es una pequeña localidad francesa de la región de la Provenza de poco más de 5.000 habitantes. Allí, un hombre llamado Dominique Péricot, no tuvo dificultad alguna en encontrar a más de un centenar de individuos dispuestos a violar a su mujer. La mayoría de ellos en solo en un kilómetro a la redonda de su propia casa, lugar donde se consumarían las agresiones sexuales. El plan de Dominique Péricot, que duró casi una década, consistía en ofrecer a su esposa Gìselle (quien al inicio de las agresiones contaba ya con 60 años) en un chat online con cientos de participantes llamado «sin conocimiento», organizar posteriormente encuentros en su domicilio con los interesados, drogar a su mujer hasta dejarla en estado semicomatoso y filmar las violaciones.

No voy a incidir más en este caso que tiene ya la atención mediática de medio planeta. Solo quiero señalar un detalle nada insignificante. De todos hombres que aceptaron la propuesta de Péricot, solo 3 de cada 10 rechazaron mantener «relaciones» sexuales con su esposa al verla inconsciente, pero ninguno puso en conocimiento de las autoridades sus sospechas de que allí se estuviera cometiendo un crimen. Sobre el resto, están documentadas en más de 20.000 imágenes y videos, 92 violaciones cometidas por 81 individuos (alguno de los cuales llegó a violar a la víctima hasta en 6 ocasiones), y de esos 81 individuos, 52 han podido ser identificados.

Estos días ha dado comienzo el juicio de Dominique Péricot junto a esos 52 hombres. Entre los acusados hay abogados, periodistas, enfermeros, bomberos o repartidores. Sus edades van desde los 26 años hasta más de 70. La mayoría vecinos, algunos padres de familia y todos violadores.

Hace un tiempo usé este símil para explicar qué queremos decir las feministas cuando afirmamos que todos los hombres son potenciales violadores:


Imaginemos que tenemos un saco con las grageas de sabores de Harry Potter. Imaginemos ahora que, además de las de sabor a mora, rosbeef o vómito, también las hubiera con algún veneno mortal. Todas iguales, todas indistinguibles. Todas potencialmente mortales porque no podríamos saber cuales llevan veneno y cuales no. Y aunque solo hubiera una venenosa en la bolsa, todas tendrían la posibilidad de serlo a pesar de que la probabilidad de elegir precisamente la única mortal fuera remota.

Pues con los hombres ocurre lo mismo, aunque no todos los hombres son violadores, cualquier hombre podría serlo. Y eso por tres razones:


La primera, porque vivimos en un sistema social, el patriarcado, que se sostiene, entre otros pilares, en la cultura de la violación, es decir, en toda una estructura cultural para normalizar el poder sexual que los hombres ejercen sobre las mujeres incluso mediante la violencia.


La segunda, porque en un mundo que solo concibe la sexualidad desde el punto de vista falocéntrico, se viola principalmente de una sola forma que fisiológicamente es privativa de los hombres (aunque también se consideren violaciones las agresiones sexuales realizadas con objetos aunque son infinitamente menos numerosas).


Y la tercera, porque de la misma manera que no existe un perfil de víctima de violación, pudiendo ser tanto una joven, como una adolescente, una anciana o una mujer en estado vegetativo, tampoco existe un perfil de violador, pudiendo violar tanto un joven de 26 años, un crío de 14, un señor de 70, un médico del Opus, un guardia civil, un bombero o un cura.

La segunda y tercera razones que explican porqué cualquier hombre es potencial violador son obvias y fácilmente comprobables. No hay más que ver los datos y las estadísticas: el 98% de las agresiones sexuales con penetración en el mundo son cometidas por hombres y de entre los condenados por violación hay personajes públicos de lo más variado: políticos, futbolistas, cantantes y arzobispos (bueno, estos últimos condenados no están).

Algo más complicado y difícil de explicar es como funciona la primera razón, como existe toda una cultura cuya única finalidad es perpetuar el poder sexual de los hombres sobre las mujeres de la forma que sea. Pero como los ejemplos son una de las mejores herramientas didácticas, voy a poneros varios de cómo se ha manifestado y se manifiesta la cultura de la violación.

Cultura de la violación es creer que cuando una mujer dice «no», en realidad quiere decir «quizás», que cuando dice «quizás» quiere decir que sí y que cuando dice que sí es una golfa.

Cultura de la violación es todas aquellas escenas «románticas» en la ficción que comienzan con un hombre agarrando por la cintura a una mujer y besándola por la fuerza y que terminan con la mujer rendida y complacida ante el beso forzado (y lo que previsiblemente viene después).

Cultura de la violación es la existencia de una obra maestra de la literatura universal llamada «La fierecilla domada», de William Shakespeare, basada en la creencia de que es un estímulo para los hombres someter la voluntad de las mujeres “difíciles” como si fuera un aliciente que las hace más deseables y atractivas.

Cultura de la violación es el débito conyugal, el «aguanta un poco que ya acabo pronto» tras la cuarentena postparto o el «hoy no me dirás que hoy también te duele la cabeza».

Cultura de la violación es que se presuponga que una mujer que accede a una relación sexual tenga que culminarla sí o sí, aunque le incomode, le duela o simplemente se arrepienta como si el consentimiento sexual fuera inamovible y no se pudiera retirar en cualquier momento.

Cultura de la violación es, por supuesto, que abogados defensores de violadores tengan permitido preguntar a las víctimas de violación sobre el largo de su falda o el tipo de ropa interior, o que los jueces, como en el caso de Mazan, adviertan a la víctima de que no utilice la palabra «violación», que hable en su lugar de «escena sexual», porque hay que salvaguardar la presunción de inocencia de los acusados a pesar de los 20.000 documentos gráficos que los muestran agrediéndola sexualmente.

Obviamente, cultura de la violación es la normalización de que exista un grupo de mujeres al margen de los Derechos Humanos cuya única finalidad es garantizar el poder sexual de los hombres sobre las mujeres, bien sea en forma de prostitución o pornografía.

En definitiva, cultura de la violación es lo que nos lleva a recomendar a las mujeres que sean precavidas, que vistan recatadamente y que no vayan provocando si no quieren ser violadas porque lo asumible y previsible socialmente es que haya siempre algún hombre, cualquiera, con intenciones y disposición a violarlas.

La semana pasada la activista feminista Julia Salander afirmó exactamente lo mismo que yo digo en este artículo y fue insultada y vejada públicamente en varios medios de comunicación y en redes sociales. Una semana más tarde el caso de la violación multitudinaria de una mujer septuagenaria le ha dado la razón: cualquier hombre puede ser un violador porque no existe ningún distintivo ni ningún criterio para diferenciar el que lo es del que no y todos están inmersos en la cultura de la violación.

Gìselle Péricot (lamentable que tenga que ser nombrada por el apellido de su violador) no era una joven alocada que sale de una discoteca de madrugada y se va con un desconocido, o que camina sola y borracha por un callejón oscuro. Sus violadores tampoco eran hombres marginales pertrechados tras unos matorrales y protegidos por la oscuridad de la noche. En una sociedad impregnada por la cultura de la violación los clichés machistas no sirven.

Gìselle Péricot era una mujer mayor que fue violada en su propia casa por el que era su marido de más de 5 décadas y por un centenar de vecinos más.

Porque víctimas de violación podemos ser cualquiera y no nos salvaguarda ni nuestra edad, nuestros hábitos, nuestro aspecto ni nuestro estado. Y porque no todos los hombres que vemos a diario y con los que compartimos tiempo son violadores, pero cualquier hombre de los que vemos a diario o con el que compartimos tiempo podría ser un violador. 

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