Elsa Plaza, blog El magnetismo del viento nocturno
La invitación a salir a la calle subía hasta el balcón. Retumbe de tambores y coros apagados ritmaban la urgencia por bajar, ver y participar de ese día del otoño porteño. Cielo azul y calor de un verano que se resistía a irse. Día de la Memoria: 24 de marzo: «Nunca Más».
Nunca más una dictadura militar. Nunca más desapariciones. Nunca más robos de bebés. Nunca más torturas. Juicio a todos los culpables… Las diferentes agrupaciones de las Madres de Plaza de Mayo, de las Abuelas, de las diferentes organizaciones de las izquierdas y todos los matices del peronismo. Y sindicatos: de estudiantes, de escuelas secundaria, universitarios, organizaciones feministas de todos los barrios y de todas las comunidades de inmigrantes afincadas en el país, trabajadores y trabajadoras de todas las ramas. Mucha gente llegada desde los barrios más empobrecidos que rodean el cinturón capitalino; y los del otro lado de la General Paz, que divide la Capital (Ciudad Autónoma), de la provincia de Buenos Aires. Miles, cientos de miles, desfilando el día entero. Madres de rostros aindiados, llevando criaturas en los brazos o dándoles de comer en los pic-nics improvisados al borde de las aceras. Llevan las fotos de sus desaparecidos encoladas sobre metros de telas de plástico. Más allá, otros sostienen, a la vez que el «Nunca Más», la denuncia a la entrega al Fondo Monetario Internacional que ha empobrecido a la clase trabajadora de este país de manera escandalosa y totalmente visible.
Organizaciones y activistas de todas las edades se dan cita ocupando desde la Avenida Belgrano hasta la Avenida de Mayo, se reivindican anticapitalistas. Todos los coloridos que componen esta tierra llamada Argentina, esta mezcla de personas que las veo con el entusiasmo y la empatía que los caracteriza, y que es lo mejor de este país. Me sonríen cuando los fotografío y posan encantados de que recoja su consigna, la foto de su familiar, de su amigo, de ese ser desaparecido, que cada 24 de marzo regresa en imagen a pasearse por las calles de todo el país. Hay emoción y guiños de complicidad entre los que están allí, unidos en la construcción de una ética de la igualdad a partir del deseo del «Nunca Más». Y viendo la cantidad de personas que siguen y siguen desfilando, me digo que ese deseo será algún día realidad.
Pasados ya cuatro días del chute emocional, regreso al recuerdo de tantas manifestaciones multitudinarias que desearon cosas buenas (y también de aquellas en las que sus participantes se regodeaban en su mismidad segregando al «Otro»). Y pienso que las multitudes, aunque como la del 24 de marzo pasado estén colmadas de buenos deseos, no determinan el fluir de la historia hacia la justicia deseada.
Sí, Argentina, ¡que país tan lleno de contradicciones!, que país que me interroga a cada paso. Cada vez que un chico se levanta, de inmediato, para cederme el asiento o me deja pasar antes en la cola para subir al colectivo; o al preguntar por cómo llegar a un determinado lugar me indican, perfectamente y con una sonrisa, el camino a recorrer, nombrando cada calle por la que debería pasar o el autobús a tomar para llegar allí, entre los cientos de autobuses que se bambolean inmersos en el tráfico porteño.
Las baldosas quebradas de las aceras, los agujeros del asfalto como pequeñas bocas abiertas hacia túneles secretos, los edificios señoriales, cubiertos de polvo sus enormes portales y donde espío, a través de ventanas cerradas, sótanos y pasillos sin fin, repletos de estanterías vacías. Remontes de un piso o cerramientos de puertas o ventanas que destruyen las arquitecturas originales de las antiguas casas; hechos de cualquier manera, sobre edificios de una elegancia de molduras gastadas o yacientes en la acera ¿Por qué y cuándo desaparecieron los que ocupaban esos edificios hoy vacíos u ocupados por nuevos moradores, nuevos indigentes y cada vez más numerosos, que exhiben sus ropas maltrechas en balcones a punto de estrellarse en la vereda, o se alojan y guardan sus carritos cartoneros debajo de esa terrible avenida, en forma de scalextric, que cortó el pleno centro de Buenos Aires, obra de una empresa española, en plena dictadura militar .
Y bordeando el río de la Plata, o pasando por el barrio Norte hacia Recoleta, las calles más limpias, menos rotas, peinadas y maquilladas para que los turistas las fotografíen, donde la miseria pasa como una luciérnaga encartonada. Una luciérnaga que avisa que ese país, que está allí, es una escenografía. Que se descubre detrás de los brillos de metal de los timbres y los pomos de las puertas de los edificios que aún conservan sus porteros, quienes, metódicamente cada mañana, con sus trapos de gamuza, se afanan por sacar brillo a esos trozos de metal. Un ritual que intenta revivir a esa clase media porteña de la que apenas queda la figura del portero que saluda obsecuente al «señor arquitecto», a la «licenciada» o a la «doctora»; sonriente, gamuza en mano. Comentando, quizá, la nueva manifestación que llena la vereda de gente de otros barrios, de morochos que vienen de «otro lugar», de esos que tienen hijos para que el gobierno los mantenga: los planeros.
Una escenografía a punto de derrumbarse también, porque sus hijos son los que, a su vez, llenan las calles de Barcelona o Madrid con su acento porteño, sus ropas de marcas truchas, sus tatuajes diseminados por sus cuerpos jóvenes. Y de este lado del planeta, saltando el charco se estrellan con la ilusión de que tocando la guitarra en el metro , disfrazándose de estatua o sirviendo mojitos en la Rambla ganan, en una semana, lo que cobra papá o mamá en un mes. Ilusiones, que pronto se desharán en la agonía de un piso compartido – porque el alquiler es imposible- de un trabajo de mierda que nunca reconocerá el título universitario que llevan bajo el brazo.
Pero, ya se darán cuenta que son ellos, en Europa, los gallegos y los tanos que fueron sus abuelos en Argentina, aunque con ese orgullo aún de creerse los europeos de América del Sur.
Una clase media que envía a sus hijos a Europa para que se salven de la debacle cotidiana de ese mundo que les resulta peligroso, de la violencia de la miseria, de los asaltos, de las muertes y que convive con la gente que ocupa las aceras con sus reivindicaciones.
Y en los trenes la miseria se amontona y se va repartiendo hacia las zonas donde crecen los barrios y las villas miserias. Van subiendo uno tras otra, de todas las edades: niños, niñas, cojos, ciegos, entusiastas vendedores, que ofrecen el producto que venden detallando sus virtudes y baratura con un monólogo digno de un escenario teatral. Y lo increíble es que van vendiendo, Venden, a precios irrisorios, todo lo que una pueda imaginar: agujas e hilos de colores, biromes y lápices, libretas escolares, diminutos aparatos para coser, libros para colorear, estampitas de santos, comida, bebidas, y los típicos turrones del tren: pasta de ostias acartonada regado de maní. Desde arriba han ido empujándolos y estirando la cuerda floja por donde se deslizan estos funambulistas de la vida que hacen equilibrio en los trenes.
No son ellos los que frecuentan las decenas de museos, muchos gratis, que existen en la gran Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se multiplican al ritmo de la miseria que aumenta. Como si esos miserabilizados -por las sucesivas oligarquías que han depredado territorios y personas- formaran la fantasmagórica troupe de extras de las películas que pasan en esos museos, que ellos nunca pisan. Sirven para inspirar todo tipo de obras: performances, collages, instalaciones, que se venderán a precio dólar. Los carritos que empujan, repletos de cartones esquivando el tráfico asesino de las grandes avenidas, previa «descontextualización» a través de la mirada de un artista, pasarán a formar parte de una colección en Nueva York. La mierda de los charcos que inundan sus barrios, será ilustración de otra obra vendida a un coleccionista suizo. Los artistas mencionados se exhiben en el MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) sito en las alturas del barrio más finolis, allá donde, por las tardes, sus vecinos corretean con zapatillas que cuestan lo que los funámbulos consiguen en un mes o dos. Y los seguratas de las embajadas miran de reojo a los que bajan de los colectivos para ir a limpiar a casa de sus señores. Estos, los y las que limpian vienen de lejos, Buenos Aires es inmenso, una o dos horas de viaje zarandeándose en los colectivos que surcan la ciudad a velocidades insólitas, esquivándose unos a otros en la dura competencia, también ellos han de cumplir unos horarios imposibles.
El barrio donde yo viví desde los seis a los veintiún años, y de donde logré escapar del destino que le deparaba a toda chica nacida por allí, ahora ha tomado el lustroso nombre de Parque Avellaneda, evoca, de forma buscadamente equívoca, el verdor y el orden de calles arboladas y jardines perfumados. Nada tan lejano. Antes, hace varias décadas, lo atravesaba un arroyo, el Cildáñez, ahora cubierto. Pero, sigue discurriendo, como siempre, allá abajo. El Cildáñez que ahora da nombre, menos lustroso, a esa parte que llamábamos «la villa». Un barrio de chabolas, que fue creciendo, y que las reivindicaciones vecinales de la época del kirchnerismo logró arrancar mejoras visibles: calles asfaltadas, desagües, ladrillos en lo que eran paredes de madera o chapas…
Allí, las mujeres, sobre todo, organizadas han abierto comedores donde dan todos los días merienda, que ellas preparan, organizando lo poco que obtienen del reparto de organizaciones estatales y benéficas, y lo que ellas mismas ponen de sus bolsillos y de su trabajo gratuito. Comida y ayuda escolar, juegos, educación sexual y afectiva, ejemplo de solidaridad comunitaria. Son personas admirables, mujeres de todas las edades que luchan día a día por arrancar a las criaturas del destino de miseria y/o de drogas duras, que es lo que está, visiblemente, al acecho para robarles sus vidas. Allí, encontré la esperanza de un mundo un poco mejor, construido por gente que nada tiene, más que el amor solidario hacia su comunidad. Y ellas, si sobre todo ellas -si antes no mueren acribilladas por un balazo perdido disparado por un policía o un narco, o tal vez, de una enfermedad curable pero no diagnosticada -son quienes construyan ese nuevo país que intentan alumbrar con sus manos desnudas , aunque sabias en caricias.
Todo lo anterior, lo escribí hace poco más de un año, regresando de mi viaje a Argentina. Nada presagiaba que la miseria que vi, iría a peor. Ni que intentaran, por decreto, truncar la esperanza que alumbraban esas grandes movilizaciones que gritaban «Nunca más»; esos miles de mujeres que coreaban «Ni una menos» o creaban comedores y espacios de ayuda escolar con pequeñas bibliotecas. Y daban charlas, para ayudar a todas esas criaturas de los barrios más empobrecidos a creer que su futuro estaba más allá del horizonte que que sus padres vislumbraban empujando un carro lleno de cartones. O el de ser madres adolescentes, como sus propias madres; o el de morir joven, tirado en una acera de Buenos Aires, hambriento y drogado o baleado por la policía… La dignidad y el orgullo de clase se daba en aquellos espacios, junto con el tazón de mate cocido con leche y la torta frita recién hecha . Y eso es lo que hoy, a menos de un año después, el nuevo gobierno de la crueldad institucionalizada está destruyendo sistemáticamente. Gobierno encabezada por un personaje creado por la tecnología de los nuevos medios de comunicación, pero, que representa los intereses de la misma oligarquía, aggiornada, de siempre. El personaje y sus secuaces: ministras, ministros, asesores no son sólo perversos polimorfos como él mismo, sino también inteligentes instrumentos de destrucción de una revolución que estaba en ciernes. La que representaban aquellos comedores organizados por mujeres movilizadas por la vida, por las jóvenes feministas que coreaban «Ni una menos», por los familiares de los desparecidos y las abuelas que se unían para reivindicar la necesidad de recordar y de nombrar. Por los organizados en los barrios, que denunciaban la miseria que los préstamos del FMI repartió por igual, enriqueciendo aún más a esa oligarquía que hoy intenta, por decreto, destruir esa otra nueva revolución que estaba en ciernes. Esta vez, no surgida de una élite que creyó en la razón de una vanguardia ilustrada, sino una revolución cuyas armas eran la peligrosísima solidaridad comunal, basada en proyectos que involucraban a todo un barrio, gestionando el acceso a espacios de convivencia, donde el derecho a la cultura y la educación, a la memoria de los orígenes eran los valores que se cultivaban. Confiando, así, en que estaban creando ese porvenir donde la justicia social ya no sería una demanda. Esa es la revolución que hoy, un nuevo y silencioso golpe de la oligarquía financiera y agroexportadora argentina, cómplices y socios de los grandes inversores transnacionales, han diseñado gracias a los votos de esos nuevos jóvenes despolitizados e ignorantes de la historia, que construyen sus vidas y elaboran sus deseos mirando las imágenes de sus móviles. Un mundo virtual que les regala consignas excitantes, aunque vacías de contenido, y que los aloja en receptáculos impermeables al afecto humano. Esos son los esperanzados votantes de esta fórmula que está instaurando una nueva dictadura en Argentina , y esta vez con la complicidad de políticos adormecidos por la droga dura de querer no parecer, lo que son: pura miseria ávida de poder y de riqueza. Tíos gilitos que teorizan impávidos acerca del derecho de vender riñones, alquilar úteros o comerciar con un excedente de hijos y que, finalmente, todos los pobres se mueran si es que no quieren colaborar vendiéndose como esclavos.
Continuar con esa revolución pacífica, transformadora de verdad y multitudinaria, que presentí como única salida hace solo un año, será cada vez más difícil; pero, nos queda la calle, el barrio, los afectos cercanos.