Hace pocos días se montó una airada discusión en Twitter cuando un usuario centrado en asuntos relativos al mundo del cómic y su evolución mostró una historieta de El Jueves donde una joven de nuestros días consideraba que viejos personajes de esa misma publicación reproducían estereotipos machistas, racistas o superados en general. El caso es que lectores de dicho magacín de todas las épocas parecieron sentirse interpelados. En general los de más edad se disculpaban con la clásica apelación al contexto en que se crearon esos personajes y algún lector actual o perteneciente a grupos minoritarios daba la razón en diverso grado a los autores de la página.
Personalmente me cansa ya un poco este tipo de polémicas en las que el público parece no entender que la ficción no está sujeta a las normas morales o de comportamiento de la vida real, pero uno de los casos que se exponían llamó especialmente mi atención: en aquella historieta se aludía al apelativo racista que en las historietas de Maki Navaja, del genial Ramón Tosas Fuentes, más conocido por su apodo de Ivá, dirigía el protagonista a uno de sus compinches, Mohamed, de etnia magrebí: Moromierda. De hecho puede que este apelativo sea el comodín que cualquier detractor actual de El Jueves suele esgrimir cuando quiere desacreditar la revista: El Jueves era y es racista por haber publicado historietas donde se llamaba Moromierda a un norteafricano, suelen decir. Y atrajo mi atención porque creo que la polémica en torno a ello puso de manifiesto la dificultad de buena parte de la izquierda actual para entender contextos y clases y por tanto para conectar con el público al que supuestamente deberían atraer.
Antes de empezar, como siempre hay quien busca las vueltas a todo, quiero aclarar una obviedad: Moromierda es un apodo basado en un insulto étnico que debe ser repudiado. Pero les sorprendería a los actuales cabecillas de la izquierda caniche inclinada a teorías queer, indigenistas y similares ver lo extendidos que están, no ya en los 80 y 90, época en la que se publicaba Maki Navaja, sino ahora mismo, en no pocos lugares, chistes de dudoso gusto sobre homosexuales, otras razas y minorías en general. Por sorprendente que les parezca, un navajero de las Ramblas no se suele dirigir a sus compañeros de correrías llamándolos «personas racializadas». Del mismo modo que su cuñado La Manoli, para Maki Navaja es, de profesión, maricón.
Además, en las historietas de Ivá todo tendía a estar exagerado y sobredimensionado, lo que quiere decir que la jerga barriobajera y ochentera se llevaba al extremo. Creo que esto lo sabrá todo el mundo con sólo ver los bocadillos de una página de Maki Navaja. Ese apelativo se introdujo buscando la palabra más incorrecta, el comportamiento más escandaloso. Para nada Ivá está recomendando utilizar ese mote a quien lo lea.
Por otro lado el trasfondo de esta historieta va mucho más allá, cuando nos muestra que, con todo su cinismo y pasotismo, estos navajeros, estos personajes de clase baja y de los bajos fondos, son con mucha frecuencia superiores ética y moralmente a los señoritos de las clases altas. Cada vez que el Maki o el Popeye —así, con el artículo delante—, timan o despluman a banqueros, obispos, ejecutivos o cualquier otro representante de las clases altas nos dejan siempre la sensación de estar haciendo justicia, de devolver una pequeñísima parte del daño que estos hacen a las otras capas de la sociedad.
Habría que añadir que su compinche el Moromierda muchas veces demuestra ser tan cínico y buscavidas como los pequeños delincuentes autóctonos que aparecían en estas historietas y que Maki y Popeye compartían con él absolutamente todo.
Es, en definitiva, mucho más que ese apodo lo que se veía en las páginas de Maki Navaja, y seguramente comprendiendo a las clases populares mucho mejor que todos esos pijiprogres de pelo teñido de colores e indigenismo de baratillo. Algunas veces incluso el Maki y sus compinches le daban una lección a los tertulianos progres de su momento, que se bajaban a los bajos fondos creyendo conocer todo lo que allí se cocía y salían escaldados.
Podría aducir, por último, en mi defensa, lo que ya Lope de Vega dijo en su Arte Nuevo de hacer Comedias sobre lo que él llamó decoro poético: los personajes de una obra deben hablar un lenguaje acorde con su situación, clase y características.
Sí, señores de la izquierda de colorines: las clases populares son descuidadas, horteras, malhabladas, socarronas, poco instruidas y pícaras. Es la forma de sobrevivir en ciertos estratos y situaciones que son más comunes de lo que muchos licenciados de Malasaña y otros barrios se pueden llegar a creer. Y, a lo mejor, esos habitantes de los barrios bajos, aun llamando Moromierda a los norteafricanos—que, repito para que a nadie le queden dudas, es un mote racista inaceptable—, son más dignos que todos ustedes y puede que más integradores y tolerantes. El mundo de la lucha de clases no es la fantasía Disney que se han inventado. Los problemas y el destino de la clase baja van por derroteros distintos a las asambleas universitarias y a las tertulias de salón.
Acabando este artículo de hecho me pregunto si el chiste de aquella historieta de la que todo partió no era mostrar lo absurdo de exigir un lenguaje políticamente correcto a las obras de ficción. O lo ridículo de que con todos los problemas reales nadie se enzarce a discutir situaciones ficticias. Aunque por otra parte yo mismo estoy haciendo eso. En fin, aquí va mi reflexión que no es más que la de un señor que va entrando en la edad madurita, con lo que todo eso supone. Bueno, no discutamos, pero al menos habrá que entender el cómic, la literatura y la ficción en general para poder disfrutarla. Y conocer mejor al público al que pretendes atraer tampoco estaría de más para cierta izquierda.