La ubicuidad como don, ser Gobierno y oposición

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¿Qué opinión tienen ustedes acerca de este fascinante juego de ser y no ser? Ese en el que los ministros o ex ministros de Sumar y/o Podemos son desde hace años simultáneamente parte del Ejecutivo y opositores indignados. Aquí propongo una explicación al enigma, ustedes valoren si es más o menos correcta.

Colma la paciencia del espectador neutro observar que, sin solución de continuidad, exigen el fin del genocidio para poco después vender nuevas armas a los genocidas, o advierten de los recortes neoliberales y al día siguiente se vanaglorian de ser los más eficaces ejecutores de las exigencias de la UE.

Señalo que esto irrita al espectador neutro, porque parece ser que no es así para el espectador partidista (believers, disciplinadísimos militantes, liberados y malmenoristas), que no sólo no aprecia la incoherencia sino que la vive con entusiasmo.

Si la Nueva Política fuese una serie con varias temporadas desde 2014 (no descartemos), podría decirse que los guionistas han llegado ya a agotar todas las situaciones posibles de un argumento que alguna vez logró ser viral, pero que ya no da más de sí, y acaba necesitando un Deus ex machina, que en este caso consiste en conceder el don de la ubicuidad.

El don divino de la ubicuidad -poder estar en varias localizaciones de manera simultánea- les permitiría así estar en un lado y en otro, en el de la Patronal y en el de los trabajadores, en el de los rentistas y los desahuciados, en el de los intereses privados y los públicos.

Como digo, vengo a proponerles una sencilla explicación a este aparente desatino. La incoherencia de ser Gobierno y oposición no es una especie de licencia idealista, en el sentido de anti materialista. No es tampoco una disociación cognitiva, producida por la tensión del debate político. No son tontos, recordemos que son preparados.

Tanto PSOE como sus satélites, Sumar/Podemos, lo que hacen es simplemente validar el bipartidismo de la democracia capitalista, apuntalarlo, resignificarlo. Un sistema en el que la pequeña burguesía se siente cómoda, porque saben que allí la clase trabajadora nunca estará representada.

De lo que se trata principalmente es de ocultar la contradicción principal del capitalismo: que la riqueza y los recursos se generan de manera socializada, pero son unos pocos los que se apropian de sus beneficios. Y, como consecuencia de esa contradicción principal, se perpetúa un esquema social en el que muchos son dominados y unos cuantos ejercen el control.

No sólo se escamotea esa realidad. Además, nos presentan un esquema político ensanchado, que abre un amplio abanico de posibilidades a las que se pueden votar. Pero ese margen nos lo ofrecen como mirado a través de una lupa, aunque en realidad la tesitura que representa es muy estrecha. De ese modo, lo que llaman «políticas útiles» aparecen como innovadores y transgresores avances, que en verdad ni siquiera inquietan a los sacrosantos pilares del sistema.

Así, esos enfants terribles, transgresores posmodernos, pueden convivir en perfecta simbiosis con los más rancios conservadores, dentro del ecosistema parlamentario, donde se vive de maravilla y no hay conflicto más allá de las riñas parlamentarias de datos y zaskas.

Solo de este modo podría explicarse que nos traten como a imbéciles. Que nos digan que un salario medio dé para elegir entre comer o tener vivienda propia, es «estrés financiero». O que se ha «cambiado el paradigma de la vivienda» cuando personas de 40 y 50 años, que deberían tener ya la vida enjaretada, se ven obligadas a vivir en habitaciones compartidas, mientras los especuladores rentistas planean las vacaciones de verano.

Todos estos salvapatrias posmodernos me recuerdan a Viridiana. Por cierto, única película española ganadora del festival de Cannes. En esta sensacional película, el maestro Buñuel retrata de una forma impactante ese asqueante buenismo burgués, así como haría en posteriores cintas.

Viridiana, que cuenta con un elenco irrepetible (Paco Rabal, Silvia Pinal, Fernando Rey, Lola Gaos, María Isbert y otros muchos) está basada en un relato de Galdós, Halma, una aristócrata que pretende realizar una gran obra de caridad hacia los pobres pero sin molestar a la sociedad burguesa. Buñuel lleva al extremo a su Viridiana, paseando por el escenario surrealista a la caridad cristiana. La bienintencionada Viridiana aprovecha los recursos de su tío para acoger en una finca a un grupo de vagabundos y pordioseros. Pero estos se toman demasiadas libertades y, aprovechando una ausencia de los señores, realizan una bacanal que acaba en un destrozo irreverente y vulgar, cuya secuencia nos deja la inolvidable escena que evoca el cuadro de Leonardo Da Vinci.

De un modo semejante actúan nuestros valientes actores del cambio. Sus útiles políticas son como la caridad cristiana, que pretende mitigar las penurias de la clase trabajadora pero siempre que sea la burguesía la que sostenga el mango de la sartén.

La clase trabajadora, para la pequeña burguesía, es ese objeto de remordimiento caritativo, depósito en el que derramar la tranquilidad de su conciencia buenista, igualitaria, ecológica, animalista, todo ese conglomerado de moral sostenible y capitalfriendly. El reposo del guerrero empresarial tras una dura jornada de emprendimiento.

Pero, eso sí, de lejos, como a través de un cristal. Una mampara que impida a la muchedumbre tomarse demasiadas libertades. Porque si la masa atravesara esa barrera, podría cuestionar la propiedad de los medios y recursos, y entonces ya no tendría sentido el orden en el que muchos sufren y unos pocos alivian su espíritu, salvando a unos cuantos de la miseria.

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