Claustro

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CAPÍTULO 36

   ¿Pero qué fue de los treinta y seis sabios del trono? El gran maestre de la orden, Erik Kire, había viajado a la Atlántida donde, después de muchas aventuras gobernaba un discípulo de Sócrates, Critias, quien había exacerbado el espíritu democrático de la mítica ciudad. Hasta el punto de que cualquier cuestión de índole organizativa se dirimía en las urnas. Si había que arreglar una calzada porque el uso la había desgastado se celebraban comicios para ver quién la arreglaba. Si dos vecinos discutían por un tema de tierras u otra cuestión difícil de dilucidar se celebraban comicios, si alguien se encontraba un animal suelto por la calle y lo acogía en su casa se celebraban comicios para ver si podían quedárselo o no. Así sucedió que con el tiempo ya nadie iba a votar y el espíritu demócrata se fue desvirtuando poco a poco. Se celebraban asambleas para todo y pronto los más dotados para ganar discusiones dialécticas se hicieron con el poder. 

   En el momento en el que apareció Erik Kire, caballizado y nervioso, fue apresado por los correligionarios de Critias y puesto a disposición de las autoridades porque varios ciudadanos reclamaron hacerse cargo de él. Un caballo era un bien preciado en la Atlántida. Así se celebraron comicios y quiso el destino que fuera el propio Critias quien se quedase en propiedad con el relamido caballo humanizado. 

   Todos los sabios del trono fueron cayendo en emboscadas, malentendidos, equívocos, desdichas, accidentes, giros desafortunados, concurriendo en errores, cometiendo fallos garrafales, siendo objeto de persecuciones, iniquidades, descalabros, infortunios, tergiversaciones y un sin fin de catastróficas desdichas que les impidieron, de momento, cumplir con su cometido. Así, Dani-Inad, enviado a la ciudad de Kitezh para contactar con George Vsevolodovich fue confundido con un atracador de bancos e incriminado por varios asesinatos. Estaba preso en una cárcel de máxima seguridad en medio de un islote cercado por un mar embravecido y custodiado por terribles tiburones. Bueno, no era un mar, era un gran lago, el lago Svetloyar. La ciudad invisible se sumergía cada vez que un extranjero se acercaba y todos los que intuían su presencia eran asesinados.

   Mira-Arim apareció en Camelot tan de repente que el rey Arturo pensó que era el mago Merlín, con quien se había enemistado, quien se aparecía ante sus ojos. La dama del lago capturó a Mira y la sumergió con ella para custodiar la espada Excalibur. 

   Cora-Aroc se despertó en Agartha, la ciudad del centro de la tierra y fue engullida por un gran saurio justo en el momento en el que divisaba a lo lejos a Julio Verne.

   Ziro-Oriz fue confundido con un el cacique y nada más aparecer de la nada fue rodeado por los muisca, la tribu que gobernaba la laguna de Guatavita. En una ceremonia ritual Ziro fue embadurnado con polvo de oro y obligado a caer dentro de la laguna recordando a la Cacica que tuvo que ahogarse porque había engañado al Cacique. Un dragón enorme salió a recibir a Ziro y se lo tragó de un solo bocado.

   Por su parte, a Kolo-Olok, le tocó en suerte la mítica ciudad de Trapalanda o  la Ciudad de los Césares. Llegó frente a las murallas de una enorme ciudad de plata. Nada más entrar fue sacrificado en un altar y servido en bandeja de plata al mismísimo capitán Francisco César. 

   Lupo-Opul no llegó a Aztlan porque el dios Huitzilopochtli lo vio acercarse y, transformándose en la serpiente emplumada, devoró al sabio antes de que este pudiera decir amén. 

   Las posibilidades de salvar el mundo se esfumaban en cada intento de los sabios por cumplir con lo propuesto por Ovidio. Pareciera que todo estuviera destinado al fracaso. ¿Todo? NO.

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