La deriva de la universidad pública

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M. Engracia Martín Valdunciel (AbolicionistasAragón)

Probablemente, muchas personas se pregunten por qué no se percibe en el medio académico una clara posición de defensa de derechos democráticos básicos —libertad de expresión, pensamiento o cátedra— frente a actitudes sectarias que, de forma directa o menos clara en otras ocasiones, estamos viendo últimamente en diferentes universidades, como los casos de las profesoras Juana Gallego, Silvia Carrasco o Marcela Lagarde, hostigadas en su actividad académica por parte de huestes más o menos autónomas e ignaras. Apuntamos  a continuación algunas causas que, a nuestro entender, pueden ayudar a comprender y contextualizar la situación.

Habría que apuntar, en primer lugar que, como otras instituciones culturales y educativas, la universidad no ha sido ni es ajena a la lógica paradójica del dominio y la liberación, parafraseando de forma libre al sociólogo Carlos Lerena. La academia es un espacio de saber pero ha tenido dueño a lo largo de su historia y ha servido a la reproducción simbólica de diferentes formas de dominación. Por tanto, no podía quedar indemne en el marco de hegemonía neoliberal, de una economía política que, por una parte, privatiza recursos y profundiza, desde arriba, las desigualdades en todo el planeta y, al mismo tiempo, pone en marcha, desde abajo, procesos de subjetivación —de individualismo narcisista— funcionales a los intereses del capitalismo y del sistema de poder patriarcal.

La institución que conocemos como universidad tiene su precedente en Estudios medievales siendo Salamanca, París o Bolonia ejemplos muy conocidos de las asociaciones de maestros y alumnos (en masculino). En aquel tiempo los Estudios dependían principalmente de la Iglesia, poderosa institución misógina, y abastecían de eclesiásticos, juristas, teólogos, etc., la sociedad estamental del Antiguo Régimen. Con la Modernidad las instituciones pasaron a depender de los Estados liberales y se pusieron al servicio de la burguesía. No obstante, siguieron siendo establecimientos eminentemente patriarcales, vedados a la mitad de la sociedad. La universidad humboldtiana o la napoleónica fueron algunos de sus productos más brillantes que incluyeron estudios de las ciencias emergentes a lo largo del XIX, todas ellas de sesgo marcadamente androcéntrico. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX la universidad de élites pasó por un complejo proceso de extensión a todas las capas sociales. Y también fue cambiando de amo: progresivamente, a medida que se propagaba el nuevo espíritu del capitalismo y la reacción patriarcal, las universidades se inclinaron por rendir culto y pleitesía al mercado.

El proceso de privatización de la academia, en sentido tanto endógeno como exógeno, lleva varias décadas fraguando: mediante el aterrizaje de empresas (cátedras) o a través de la adopción de medidas de gestión privada, como el New Public Management o el discurso de la calidad —que viene a ser una clara impugnación del sentido de lo público en la universidad—. Desde el acortamiento de las titulaciones y el aumento de tasas a la instauración del negocio de los másteres o la asunción de principios manifiestamente ventajosos para la empresa, como las prácticas de estudiantes. Amén de la adopción de medidas que han devenido en una preocupante jibarización de contenidos y en una lamentable falta de exigencia al estudiantado en un contexto en el que la cacharrería tecnológica y sus mistificaciones, entre ellas, el culto a la innovación por la innovación, sustituye demasiado a menudo planteamientos científicos rigurosos y comprometidos socialmente. Obviamente, en este marco, el sentido de lo público, la concepción del acceso, producción y difusión del conocimiento como medio, si no de emancipación, al menos de cohesión social, parece quedar postergado; el estímulo de ideas que propicien el fermento de conciencia ciudadana democrática, la defensa de la libertad de expresión, la atención a la exposición y contraste de ideas o la promoción del pensamiento crítico se muestran ajenas al medio universitario.

Por contra, uno de los principios del capitalismo y de una universidad cada vez más pacata a su servicio, es que el cliente tiene razón, presupuesto abiertamente contradictorio con cualquier proyecto educativo. Sin embargo, en la universidad del XXI los y las estudiantes son halagadas como clientes. Consumidores a quienes se les inquiere por su nivel de satisfacción personal, como si fueran consumidores de un supermercado, no una parte de la sociedad. Como ocurre en otros ámbitos, se adoba la subjetividad y los deseos individuales —“qué hay de lo mio”—  por tanto no puede extrañarnos que generaciones de estudiantes crezcan ajenos a proyectos colectivos de ciudadanía. En esa universidad desfinanciada por Estados privatizadores, los gestores rectorales, departamentales, de centros, etc., viven en realidades burocráticas paralelas, elaborando planes estratégicos, contabilizando outpus o rellenando dossieres para obtener sellos de calidad o patrocinio ante instancias locales, nacionales o internacionales no necesariamente versadas en temas culturales o educativos. Hablamos de una institución eminentemente patriarcal que limita las expectativas de académicas brillantes y en la que el acoso sexual carece de respuestas eficaces ; sin embargo, atenta a los discursos en boga, ha sustituido con asombrosa rapidez los observatorios de igualdad, que tanto costó implementar, por los de diversidad, lo que supone una vuelta atrás para las mujeres.

Por su parte, en el nuevo contexto neotaylorista, el profesorado se encuentra absorto certificando méritos, cumpliendo con una necia burocracia en progresivo crecimiento o publicando papers que nadie leerá (engrosando el negocio de las revistas de impacto, que cuestan una pasta a las universidades) o intentando promocionar su carrera en redes para que sus papers sean citados por otros autores o autoras, probablemente igual de inoperantes para el conjunto social.  Añadamos que, no por casualidad, las bases epistemológicas han sido copadas progresivamente, de modo general en ciencias sociales y humanidades, por perspectivas constructivistas que apenas contemplan la intervención y el peso de las estructuras sociales en la vida de la gente e incapaces, por tanto, de problematizar, e impugnar, las relaciones de poder en nuestras sociedades, sean las de sexo, las de clase o las raciales… En general, la necesaria visión humanista es progresivamente relegada considerada carente de sentido ante el embate de la tecnociencia y la racionalidad económica. Por supuesto, aunque desde la perspectiva feminista se lleva produciendo conocimiento valioso desde hace varias décadas, este resulta marginal en un contexto se saber-poder patriarcal …Grosso modo, salvo honrosas excepciones, el panorama de la universidad del siglo XXI no parece ciertamente alentador.

No es insólito, entonces, aunque sí desasosegante, que corporaciones o grupos de presión poderosos y discursos ad hoc hayan encontrado acomodo en esa academia a través de formas más o menos sutiles: desde la formación de redes de poder a ofertas al profesorado para publicar en revistas estratégicamente situadas o formar parte de congresos, seminarios, etc., eficazmente financiados por empresas o lobbys de diferente tipo.  Así, asistimos a procesos y discursos que, bajo la idea de inclusividad,  llegan a admitir perspectivas pedagógicas ajenas a criterios mínimos de validez científica, a incluir principios encontrados y contradictorios o derivas que llevan a asumir creencias, como que la especie humana no es sexuada. Vemos, con inquietud, en el espacio público universitario campañas de “donación de óvulos” dirigidas a las estudiantes, prácticas nada inocentes que forman parte del macronegocio de la “maternidad subrogada” ; o departamentos universitarios que promueven workshops sobre “trabajo sexual”,es decir, el discurso del lobby proxeneta para blanquear la explotación y deshumanización de mujeres y niñas  —conculcando de forma flagrante derechos humanos—.

En este marco, los casos más o menos excepcionales de profesores o profesoras que  creen en su trabajo, que se aprestan a exponer con rigor a los y las estudiantes los principios de la materia que estudian, que quizá investigan en el campo de conocimiento de su incumbencia para ir más allá de la tiranía de los índices de citas y poder desarrollar una investigación que les parezca interesante, oportuna y quizá de utilidad social (aunque no contabilice como mérito) son quienes pueden encontrar falta de promoción de su currículum —ante la devaluada actividad docente frente al prestigio de la nueva casta de gestores— o, directamente, toparse con problemas ante la lógica neoliberal actual. Profesorado que quizá es capaz de implicarse en la marcha de los centros para establecer redes con otros profesores/as y alumnado, que se comprometen con el deber de formar espíritus críticos, que asumen un diálogo enriquecedor con ellos y ellas sin recurrir al alago al cliente; que no juegan al fraude de elevar notas o dar aprobados generales para que la encuesta de satisfacción de los consumidores les resulte favorable …  En definitiva, ese profesorado es el que puede tropezar con cortapisas en una universidad cada vez más enfocada al mercado.

No parece extraño, pero sí indignante, que cuando salen a la luz casos como los citados  anteriormente no se pronuncie no ya resto de colegas sino que ni siquiera los equipos de gobierno de la universidad correspondiente zanjen esos atropellos tomando una clara posición en defensa de fundamentos democráticos. Y no es casual que se hayan intentado acallar discursos y prácticas de profesoras como las mencionadas, académicas con una larga trayectoria profesional y de investigación comprometidas con la teoría crítica feminista. Porque, probablemente, en la actualidad, el feminismo sea el único pensamiento capaz de cuestionar e impugnar el delirio patriarcal y capitalista. Esa falta de responsabilidad de los gobiernos universitarios, ese laissez faire, manda un mensaje muy preocupante al profesorado pero también al conjunto social: quien se mueva no sale en la foto

Frente a este inquietante panorama, hay que agradecer a estas y otras profesoras y profesores, cuyas batallas silenciosas quizá desconocemos, la defensa de su trabajo así como derechos cívicos. Es posible que el silencio cómplice se rompa y que se despierte la capacidad de indignación social frente al sinsentido, porque cuando disponemos de argumentos se pueden y deben debatir diferentes posiciones; cuando se explican y contrastan ideas no sólo se están poniendo las bases de generación de conocimiento, también se está dando pie a un espacio común; en ese proceso ganamos todos y todas las ciudadanas. Sin embargo, cuando ante la arbitrariedad los responsables institucionales hacen dejación de funciones estamos perdiendo, además de soportes de construcción de saber, principios de convivencia, como autonomía, libertad o igualdad, puntos de partida de horizontes de mejora colectiva.

1 COMENTARIO

  1. Estoy de acuerdo con M. Engracia Martín Valdunciel y a la que felicito por su claridad, valentía y fineza al identificar la deriva de la Universidad pública. Mi respuesta es una pregunta: en esa deriva, ¿donde están los más de cien seminarios, centros e institutos universitarios de investigación y docencia sobre las mujeres, la perspectiva feminista de genero, la igualdad sexual…Hasta ahora no he escuchado sus voces condenando los escraches a profesoras como Juana Gallego, Tasia Aranguez, Silvia Carrasco, y ahora Marcela Lagarde. Ya jubilada recuerdo -y disculpen que personalice- cuando junto con Mercedes Vilanova fundamos el Seminario Interdisciplinar Mujeres y Sociedad, SIMS en la Universidad de Barcelona, UB e impartimos el primer doctorado sobre Mujeres de la universidad española, entre otras actividades http://WWW.UB/SIMS.es. El objetivo del SIMS fue introducir desde las teorías feministas el genero como constructo social de un sistema de dominación y opresión patriarcal sobre las mujeres. Y hoy siento que el silencio de los grupos de estudios sobre las mujeres en la universidad es cómplice de los gritos de «transfobia» a la doctora Marcela Lagarde porque el género ya no es un concepto de la crítica feminista en la investigación y docencia universitaria frente al patriarcado si no que ha derivado hacia una «doctrina» basada en «Teorías Cinicas» (ver este libro) de identidad, diversidad, interseccionalidad, que sería pertinente estudiar críticamente porque está borrando a las mujeres y sus estudios. Ahora la universidad es de «todes» y dentro de la preocupación que siento me alegro tanto de haber trabajado y disfrutado de la mejor epoca de la universidad de «todas y todos» donde recibíamos con aplausos a nuestras profesoras invitadas y había espacios para las teorías del conocimiento feminista. Y sí, preocupante…

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