Claustro

0

CAPÍTULO 31

   —¡Tiene cascos, la cosa! —decía Gronfgold mientras miraba las últimas gráficas en un ordenador.

   La vida le había sorprendido y allí, en su cuartel general, estaba a punto de volver a sorprenderle.

   A una hora escasa para que comenzase el conteo, que iba a ser largo por los múltiples usos horarios del planeta, estaba convencido de que iba a ganar. Los sondeos lo predecían pero es que él lo sabía con certeza. A lo largo de los meses anteriores había dedicado mucho tiempo a escudriñar los secretos de todos los sistemas políticos del planeta y dada su locuacidad y su capacidad cognoscitiva había pulsado ya todas y cada una de las teclas que provocan la victoria. Lo que nadie sabía es que la cosa iba a estar un poco más igualada.

   Julio César Rodríguez era un ganadero de Karrantza, en el norte de la península ibérica. Estaba tan atareado con sus vacas y con el pasto que debía llevarles para que pudieran comer que apenas le habían interesado las noticias del mundo. Para Julio César todo era relativo. El poder jamás haría nada por la gente. Estaban ahí sólo para beneficio de unos pocos y todo estaba guiado por los cuatro hilos de siempre, el dinero, el dinero, el dinero y el mayor dinero. A la gente como a él tan sólo le tocaba el trabajo. Levantarse más temprano que nadie. Visitar los prados que tenía. Tal vez llevar el ganado de un sitio a otro. Cuidar a los terneros y a las vacas preñadas. Conseguir pasto. Y poco más. Así día tras día sin festivos ni fines de semana. Aquel día se levantó a las cuatro y media de la mañana y salió antes de la salida del sol. Consumió toda la mañana en llevar con su pequeño remolque a los terneros al pasto de Cezura. A media mañana se paró un momento en el bar del pueblo, Casa Garras, y ahí se dio cuenta de algo de lo que nadie hablaba. En la televisión sólo se hablaba de una cosa. No parecía existir nada más. Y es que no se hablaba ni del Athletic de Bilbao, el equipo de fútbol al que la mayoría del pueblo seguía. Gronfgold y Clío salían constantemente. Múltiples gráficos y encuestas a pie de urna, predicciones país por país, continente a continente y la predicción global. En España costó hacerse a la idea de que no existía para estas elecciones ni la famosa e infantilizante jornada de reflexión ni la prohibición de publicar encuestas, de modo que todo el mundo podía discutirlo todo hasta el último momento. 

   Gronfgold comentó sus ideas acerca de las mujeres y Julio César observó su gesto impenetrable. Todo aquel que había tenido caballos y que los conocía desde niño sabía cómo miente un caballo. Si es que eso puede ser. Sabía la mirada de aquel que no deseaba estar ahí y que imaginaba mil maneras de salir corriendo. Esa peculiar forma de entonar las frases, con múltiples paradas para pensar, le pareció a Julio César que estaba muy cerca de encabritarse y de empezar a dar coces porque su sombra le amenazaba. Nunca se había fijado en él, ni siquiera en los primeros momentos, cuando todo el mundo hablaba de su aparición y de su reaparición posterior como verdadero caballero caballizado. Los “Caballeros”, como se llamaba a los que hacían campaña por él, enfrentados a los “musagetas” los que hacían campaña por las nueve musas. Cómo había cambiado todo en poco tiempo. A Julio César le pareció que ocultaba algo y sintió que ese ser venido de otro mundo era peligroso. No habría sabido decir por qué pero lo sentía como una punzada en su corazón. Él era un antiguo susurrador de caballos, ojalá pudiera seguir teniéndolos pero era muy caro y no tenía dinero, y podía sentir lo que les sucedía. Y lo que le pasaba a ese ser era algo oscuro. Algo de ultratumba, de otro mundo. Sintió un escalofrío y decidió ir a votar. Solo que debía primero acabar sus quehaceres. 

   La tarde se alargó. Se había perdido un ternero y tuvo que ir a buscarlo. Ya estaban dando las ocho así que el corazón le envió una punzada porque iban a cerrar el colegio electoral. Metió al ternero en el transporte y lo dejó sano y salvo con su madre en el campo de Cezura.

   Eran ya casi las nueve cuando se decidió a ir a votar. Tuvo suerte ya que un fallo informático había dificultado las votaciones y la junta electoral del país decidió que las urnas iban a cerrarse a las nueve y no a las ocho como estaba estipulado. 

   Julio César entró y todos sus vecinos le aplaudieron porque jamás le habían visto ahí. Él, con un gesto de ganadero, se olió por si su hedor era fruto de comentario. No olía mal, se acababa de echar una buena cantidad de desodorante. Le aplaudían también porque Julio César era, oficialmente, el último ser en votar en todo el mundo. 

   Se acercó a la mesa y dudó entre coger una papeleta de una agrupación local o competir entre los dos grandes favoritos. Cogió la papeleta de las musas y eso lo cambió todo.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.