Claustro

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CAPÍTULO 30

   ¡Domingo, domingo! Era domingo. Una mañana espléndida de principios de septiembre. Los pocos pájaros de Bilbao estaban reunidos encima de un pequeño templete sobre la calle María Díaz de Haro. Pugnaban por ocupar el mejor sitio para su más excelsa ocupación cotidiana: ver lo que hacían las mujeres y los hombres. En medio de tal follón un pequeño gorrión se coló delante de las más fulleras gaviotas, que en ese instante estaban a la gresca entre ellas. En ese momento del año aún no habían venido los estorninos y por eso las gaviotas ocupaban el Olimpo de los pájaros que en esa ciudad de Bilbao se representaba en el templete que coronaba ese edificio. De repente las gaviotas se percataron de que el lugar más gustoso, al filo del vacío, lugar prominente ocupado por los mejores ejemplares de gaviotas, estaba ocupado por un pequeño gorrión desplumado que disfrutaba del paso de coches y furgonetas, de las trifulcas entre el quiosquero y el que no encontraba el tabaco que buscaba, de las caras tristes de quienes entraban en la oficina bancaria a sacar en el cajero el poco dinero del que disponían, de quien salía de la pastelería comiéndose un bollo de mantequilla con el rostro de culpa de aquel que había prometido no volverlo a hacer, de la rapidez de esos seres tan ensimismados, del coche de policía que distorsionaba el sonido de toda la ciudad y que salía desde la comisaría de esa misma calle, del rostro de los aficionados al futbol que se paraban frente al escudo del Athletic de Bilbao para sacarse una foto y de muchas cosas que divertían a esas rapaces tan díscolas y rabiosas al mismo tiempo. 

   La gaviota que solía ganarse ese lugar se acercó al pequeño gorrión y le miró como sólo lo saben hacer las gaviotas.

   —¿Es que no ves que ese es mi sitio pequeño desplumado?

  El gorrión no se dio por aludido y siguió disfrutando de las vistas del lugar. La gaviota echó la vista atrás y elevó las alas en señal de que no parecía entender nada. Así que se decidió a darle un toquecito al gorrión para desalojarlo del lugar de los campeones. Cuando lo hizo se convenció de que ese no era un gorrión cualquiera. Ni se inmutó.

   Todas las aves del lugar comenzaron a increparle y se armó un escándalo que, incluso, llegó a los oídos de los hombres que pasaban por el lugar.

   —¡Ya están estas aves desquiciadas! ¡Si me dan una escopeta acabo con todas las fabricantes de cagarrutas, por mis muertos, joder! —decía uno de los viandantes.

   Todas las aves se dispusieron a intentar apartar al gorrión de un empujón y todas fracasaron. Al fin el gorrión se dio la vuelta y miró al griterío que no le dejaba disfrutar de las vistas. Su rostro cambió de repente, primero pareció convertirse en un mochuelo con grandes ojos interrogantes, después decidió convertirse en un tigre de piedra y fue ahí cuando Ovidio, porque resultó ser Ovidio, se zampó a una de las gaviotas. Al fin quedó sólo pero cuando volvió a mirar el espectáculo de su ciudad ya había alguien grabándole con un móvil así que decidió volverse otra vez humano y salió decidido a votar.

   Desde que ocurriera el suceso de la rueda de prensa no se había mostrado en público. Esta vez lo iba a hacer. Se preparó para acercarse al colegio electoral. Su propio colegio. La gente le reconocía y le sacaba fotos. Había quien llamaba sin ningún rubor a la policía porque el ser humano es, a veces, tan ruin que prefiere ser el altavoz de la autoridad antes que pensar por sí mismo. No importaba. Ovidio sabía lo que iba a hacer.

   Cuando llegó al colegio se paró un instante para comprobar cómo su nombre había sido descolgado del colegio. ¡Qué poco le había durado la fama! Daba igual. Saludó a los policías que estaban fuera del colegio comprobando que la jornada electoral de desenvolvía sin incidentes y pronto se percataron de quién era. Antes de subir al segundo piso, donde tenía que ejercer su derecho al voto, ya tenía a varios agentes con él.

   —Soy un ciudadano que desea ejercer su derecho al voto, si ustedes fueran tan amables de detenerme después, se lo agradecería. —espetó con un gesto tan amable Olvido que los dos policías se miraron y asintieron. 

   Cuando llegaron había en el aula un amplio despliegue de medios de comunicación que comenzaron a fotografiar a Ovidio, iniciaron conexiones en directo y empezaron a preguntarle a cerca de a quién iba a votar.

   —Mis queridos compatriotas. Gentes del mundo maravilloso que tenemos aún. Habéis de saber que estamos en un peligro muy real. Todo lo que pareciera un paso adelante de nuestra democracia, este grandioso espectáculo en que se han convertido las elecciones mundiales, puede impulsar a un tirano al dominio del mundo y al recorte de los derechos más fundamentales además de cercenar para siempre nuestra paz y nuestra cultura o, sin embargo,  proyectar hacia las más altas cotas de la condición humana a todos nosotros de la mano de unas mujeres que han hecho de los derechos de la mitad de la población su eje de campaña. Yo les pido que lo piensen y que dejen que la imaginación humana se imponga al deseo de poder. Yo voy a votar a las Musas, yo voy a votar por las Mujeres. Enseñó su papeleta y votó.

   Después, el presidente de la mesa se levantó sin pensárselo dos veces y abrió de par en par las ventanas de la clase porque, en efecto, tanta gente en el aula había subido alarmantemente la temperatura del lugar. En un abrir y cerrar de ojos un montón de gaviotas y gorriones entraron con gran algarabía dentro del templo simbólico de aquella frágil democracia y llevaron gran trastorno a todos cuantos se encontraban allí. Los periodistas se tiraron al suelo y varias papeletas salieron volando en medio de la confusión general. Alguien tuvo la idea de cerrar la puerta de la clase para que los pájaros salieran volando por la ventana y no armaran otro escándalo en otra aula y en menos de treinta segundos todas las aves habían tomado esa opción. ¿Pero dónde estaba Ovidio? ¿Qué había pasado con él? 

   Una bandada de gaviotas pasó a vuelo rasante por la Gran Vía de Bilbao, ascendieron rápidamente y se pararon encima de la cabeza de la estatua de don Diego López de Haro. El portador de la carta puebla sonrió con su sonrisa  áurea y acarició a las gaviotas mientras divisaba la vida de la ciudad, que era ya el símbolo del mundo, y que se desenvolvía frenéticamente y que ,por otra parte, no era consciente de que la suerte, porque aquello era sólo suerte, ya estaba echada.

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