Claustro

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CAPÍTULO 28

   Radu Udar ascendió por unas escaleras desgastadas y poco cuidadas hasta la torre del antiguo Senado. Un majestuoso recuerdo de un pasado de gloria se abría ante sus ojos. Era una torre de más de cien metros de altura con innumerables ventanas y que, en su día, tenía inscripciones con los artículos de todas las constituciones imaginables, en todos los idiomas que han existido, con dibujos que representaban lo mejor de la raza humana. La memoria era lo que dibujaba esa gran torre. Ascendiendo al cielo de forma desafiante. Radu recordó la columna de Trajano en el foro de Roma como lo único que podía competir con esa arrebatadora belleza. No obstante, el actual tirano había recortado aquí y allá las inscripciones más democráticas y había dejado irreconocible la famosa torre. 

   Radu miró por todos los sitios y no logró ver a nadie. Intentó abrir la enorme puerta de la torre y, para su sorpresa, estaba abierta. Le dio mal fario pero no tenía otro remedio si quería cumplir su misión. Fue subiendo de piso en piso y allí encontró un auténtico museo de la gobernanza humana, bibliotecas, pinacotecas, grabados e inscripciones, constituciones y cartas de diversa índole, instrumentos de autoridad, armas, vestidos de distinción senatorial y arriba del todo, tras treinta pisos un espacio en forma de hemiciclo con las filas muy juntas y empinadas donde debían caber más de quinientas personas. Entró en aquel lugar y se puso a pasar entre los escaños vacíos. No había encontrado ni un sólo lugar donde hubiera una celda o una sala que pudiera hacer esa función. Se sentó en el sillón de la presidencia y se puso a recapacitar sobre lo que le habían dicho los habitantes del lugar. ¿Le habrían dicho la verdad? ¿Estarían tan asustados por la visita de un extranjero que habían dejado volar su imaginación? Cuando se decidió a levantarse se percató de que le estaban observando.

   —Los caballos no suelen visitar este antiguo y solícito lugar. 

   —¿Quién anda ahí? —dijo asustado Radu.—

   —¡Oh! Ruego disculpe mi entrometida entrada en su soledad. Soy Tomás, Tomás Moro.

   Radu se levantó del escaño como un rayo y fue a abrazar a la persona que debía convencer para llevar a cabo sus propósitos. Lo cierto es que Tomás no difería mucho de los cuadros que todos conocemos de este sujeto. Parecía que Hans Holbein el joven lo acabara de pintar. Un sombrero negro típico del siglo XVI británico le tapaba la cabeza, unos ojos muy indiscretos, inteligentes pero serviles disfrutaban de la prodigalidad lingüística con que sometió a Radu. Preguntas y más preguntas. Las ricas telas y adornos de su magnífico porte y el mismo collar cadena en forma de múltiples “S” que indicaba la sumisión voluntaria del que lo portaba le indicaron a Radu que Tomás no vivía tan mal después de todo.

   —Bueno, Hythlodaeus no es tan malo conmigo. Tan sólo desea paz y orden, que es lo que todo el mundo desea. Y, a veces, es preferible la mano de hierro que errar sin manos. —esbozó lo que parecía una carcajada aunque sin duda no quedaba muy bien con su condición.

   Radu comenzó a sospechar que, o bien le habían hecho algo a Tomás Moro, o bien ese no era Tomás Moro. 

   —Desde luego el ejercicio del poder es un acto de fe luego a veces es menester dejar hacer a quien detenta el poder aunque se equivoque. —dejó caer Radu.—

   —Bueno, quien ejerce el poder no debe equivocarse pero si lo hiciera será necesario saber por qué lo hace. De todas formas hay que ser prácticos y más vale seguir vivo aún teniendo la constancia de que yerras a morir sabiendo que tienes razón.

   No era la respuesta que esperaba ya que por todos es sabido que Tomás Moro fue ejecutado porque se negaba a aceptar la validez del nuevo matrimonio del rey Enrique VIII. Radu miró a Tomás y este se percató de que, en efecto, no había podido engañar a Radu. 

   El caballo salió espantado y antes de salir del hemiciclo observó cómo caía la falsa cabeza de Tomás Moro mientras esta reía a carcajada limpia, esta sí encajaba con su voz y con su tono, y la cabeza rebotaba en los respaldos de los escaños hasta caer en el centro mismo del Senado. Radu se llevó sus cascos a la cabeza en una mueca de horror caballuno cuando escuchó que la cabeza no dejaba de decir: —¡No podrás salir nunca de aquí! ¡No podrás salir nunca de aquí! 

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