En memoria de Mark Ashton y en defensa del sector primario

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Marina Pibernat Vila, antropóloga y licenciada en Historia, investigadora social del grupo EMIGRA de la Universitat Autònoma de Barcelona, España.

Hoy, día 11 de febrero, se cumplen 37 años desde que el sida se llevó a Mark Ashton, con tan sólo 25 años. Su figura se hizo popular en el año 2014 gracias al filme Pride (Orgullo), del cineasta inglés Matthew Warchus. Basada en hechos reales, la película cuenta la historia del grupo de jóvenes lesbianas y gays que, liderados por el comunista Mark Ahston, apoyaron activamente las huelgas y movilizaciones masivas de las comunidades mineras inglesas contra el plan de reestructuración del sector del carbón durante el gobierno conservador de Margaret Thatcher, a mediados de los años 80 del siglo pasado.

Mark Ashton y sus camaradas de Lesbians & Gays Support de Miners (Lesbianas y gays apoyan a los mineros) entendieron algo que la obra de Warchus es capaz de reflejar y transmitirnos a través de la ficción. En un momento de la cinta, por ejemplo, cuando el personaje de Ashton propone crear el grupo de apoyo a los mineros, comunidad tan maltratada por la policía como la homosexual, uno de los chicos gays se niega a participar esgrimiendo que él creció en un pueblo minero donde le pegaba cada día de camino a la escuela, y a la vuelta de ella, por su orientación sexual. Ashton lo observa salir por la puerta con una mezcla de comprensión y pesar. Acto seguido, continúa arengando al resto con la necesidad apoyar las huelgas mineras. En otra secuencia, un periodista que entrevista a Ashton le pregunta por qué deberían los gays y lesbianas apoyar a los mineros, a lo que Ashton responde que gracias a ellos se puede producir la energía que les permite estar bailando a Donna Summer hasta la madrugada.

Pride, en resumen, nos presenta una amable historia de superación de los prejuicios, que existen por ambas partes, gracias a la solidaridad entre dos colectivos muy distintos en todos los sentidos. Pero más allá de la ficción, y de vuelta a la realidad, lo que enseñó la experiencia de Ashton y sus camaradas fue la necesidad de implicarse en las luchas legítimas y necesarias más allá de si sus protagonistas nos parecen buenas o malas personas, de si encajan con nuestros valores, nuestras filias o fobias, nuestra moral o nuestro estilo de vida.

Han pasado casi cuatro décadas de aquello, y las cosas han cambiado mucho. Ahora cualquier protesta, movilización o causa debe pasar unos estrictos controles de la sociedad y moral posmodernas. Ahora resulta que protestar para mejorar tus condiciones laborales y de vida al producir bienes o servicios de primera necesidad para todo el mundo no es suficiente para que alguien se solidarice contigo. Eso es lo de menos. Tiene que ser una protesta a la última moda, ecológica, pacifista, transinclusiva y hacer un flashmob o algo con el sufijo “-ing”. Lo importante es que se note que no eres homófobo ni machista, y mejor que tampoco profeses ninguna religión, ni portes ninguna bandera que tenga más de una semana de historia.

¿Quién puede pasar tan maravillosos filtros? Pues la cosa está difícil. Entre los obreros, por ejemplo, hay machistas y homófobos, y encima votan fatal o se abstienen porque prefieren ir a la playa. No merecen nada. Y ya no digamos el pueblo palestino o sus combatientes de Hamás, que además tienen la poca vergüenza de tener arraigadas creencias religiosas y han decidido tomar las armas. A mucha gente le resulta molesto oponerse al genocidio al que lo ha sometido la entidad sionista de Israel desde hace 75 años. Pero en los últimos días hemos visto que hay un sector que ha hecho estallar todos los detectores ranciedad: el sector primario.

La gente del sector primario se dedica a cosas tan antiguas y desagradables como criar ganado, trabajar entre estiércol o ensuciarse de tierra sin que sea por hacer trekking, antes llamado senderismo. Según nos los pintan, esa gente que sale a manifestarse con algo tan poco ecológico y típico de ricos como un tractor son muy de extrema derecha, homófobos, machistas, agentes Putin apoyados por hackers rusos y, si pudieran, votarían a Trump. Son enemigos del planeta a los que les gusta contaminar al máximo sus propias tierras con pesticidas, siendo unos pre-digitales anacronismos vivientes cuyo principal problema es la burocracia y que hablan como paletos. Además, son sobre todo gente vieja, es decir, que sobra en este mundo ya demasiado concurrido en opinión del eco-fascismo misántropo.

Sarcasmos aparte, una cosa así es la imagen que se presenta en los medios de comunicación y las redes sociales de la gente del sector primario a raíz de sus protestas de las últimas semanas por todo el viejo continente, que han hecho que el Parlamento Europeo tuviese que ser vallado con alambre de espino. Esa imagen está creada para ocultar que el campo europeo está protestando por su desesperada situación. En el caso de España, un sector primario principalmente compuesto por minifundistas y pequeñas explotaciones familiares se queja de la imposibilidad de que su producción sea rentable, de la falta de acceso a la tierra, de que tienen que trabajar según los dictados de la Unión Europea que los han hecho dependientes de subvenciones, con unos requisitos cada vez más imposibles de cumplir y que han acabado con su competitividad de nivel internacional. En definitiva, denuncian que el sector de la agricultura y la ganadería españolas está siendo desmantelado por completo.

También Thatcher desmanteló la minería de su país, destruyendo aquellas comunidades que se articulaban alrededor de la mina. La destrucción de las pequeñas explotaciones agrícolas y ganaderas supone también la destrucción de las comunidades rurales que todavía subsisten en la llamada España vaciada, de unos vínculos sociales que en cierto modo resisten al individualismo y anonimidad de las ciudades, donde la mayoría de las personas somos empleadas en el sector servicios en un país cuya economía se ha tercializado. El abandono del campo a manos de grandes fondos de inversión y propietarios monopolistas auguran un negro futuro para los trabajadores y trabajadoras de todos los sectores y para la soberanía alimentaria del país.

Si agricultores y ganaderos no pueden producir, ¿qué vamos a comer? ¿Quién lo producirá y cómo? ¿Vamos a importarlo todo? ¿A qué precio? Increíblemente, preguntas como estas no parecen estar en la mente de quienes llevan días denigrando, en los medios y las redes, las más que legítimas protestas del sector primario, cuya precaria situación afecta a toda la sociedad. Hablan como si se alimentasen del aire, como si la producción de alimentos fuese un tema menor, como si lo importante no fuesen las condiciones laborales y de vida de quienes trabajan cada día del año para darnos de comer, sino que coincidan con las elevadas ideas y formas más en boga.

A 37 años de su triste y tan temprana muerte, cuánta falta nos hacen personas como Mark Ashton, que fue capaz de ver más allá de sus propias narices, de no erigirse en juez de quienes luchaban por su propia subsistencia y por la del resto, brindándoles su apoyo simplemente porque su causa era justa y beneficiosa, sin importarle quiénes eran ni lo que fueran a pensar de él. Estas son cualidades de un revolucionario, y Mark Ashton lo era. Casi cuatro décadas después, haríamos bien en recuperar su ejemplo y su memoria para enfrentar las batallas que nos aguardan. Porque los enemigos de mineros, agricultores, ganaderos, de toda la clase trabajadora en general y en todas partes, son exactamente los mismos que entonces.

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