Claustro

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CAPÍTULO 24

   Tras explicarles a cada uno de los 36 sabios del trono lo que debían hacer para salvar todos los mundos, Ovidio se dispuso a volver a su mundo original. 

Se acordó de la forma tan especial que tuvo de regresar la última vez y se preparó mentalmente para lo peor. 

   —¡Bien, sólo tengo que pensar en regresar a Bilbao! —consideró—.

   Cerró los ojos y se concentró. Y lo hizo de tal manera, de tal forma alejó de sí otros pensamientos, tan grande fue su meditación que cayó en un profundo letargo. No se fue a ningún sitio. Simplemente se quedó dormido. Soñó que estaba solo en medio del mar sobre una pequeña barca. Era como una cáscara de nuez sobre la inmensidad. Se sintió tan pequeño, tan poca cosa que descubrió con verdadero estupor que su tamaño iba disminuyendo poco a poco. La barca se movía levemente pero él parecía percibir un auténtico vaivén. Era como si se hubiese desencadenado una terrible tormenta. De repente se dio cuenta de que lo que le molestaba tanto no era una tormenta sino un gigantesco insecto que se había parado junto a él y que batía sus alas con fruición. 

   Ovidio se echó las manos a la cabeza y se cubrió como pudo mientras el terrible animal se acercaba a su presa. Sintió cómo era devorado y cómo se introducía de golpe, sin daños aparentes, en el estómago del animal. Era una polilla. 

   Luchó todo lo que pudo para salir de ese pegajoso lugar. Dio puñetazos, patadas, arañó, mordió y, al fin, pudo salir de ese asqueroso lugar. Pero había un problema, la polilla estaba volando y al resultar tan dañada comenzó a escorarse y a caer en picado. Se aproximaban al mar y Ovidio cerró los ojos y sintió la caída. Pero no fue nada fuerte. Se estrelló sobre un lugar nada líquido. Era como una pasta informe formada por miles de millones de lepidópteros. Polillas sin fin parecían cubrir todo el mar hasta donde llegaba la vista. Un mar que bullía cada vez que las polillas batían sus alas. Eran todos los representantes de los tinéidos, los pirálidos, los geléquidos y los tortrícidos moviendo sus diminutas-gigantes alas mientras se desprendía de ellas una lluvia de una especie de polen que caía como si fueran nubes tóxicas sobre ese lugar absurdo de la fantasía de Ovidio. En realidad no era polen, ni polvillo de colores, sino que eran escamas, estructuras que componen el entramado de las alas de estos lepidópteros y que se queda en las manos si los tocas. Se desprendían como si fueran semillas que fuesen a germinar sobre ese lugar. Eso pensaba Ovidio. Y cuando dejó de llover escamas de polilla sobre ese mar repleto de polillas entonces sucedió otro hecho asombroso. Una gran ballena abrió sus fauces y devoró de un titánico bocado todas las polillas que alfombraban el mar y a Ovidio mismo. 

   Dentro del estómago de la ballena Ovidio escuchó los zumbidos de las polillas que permanecían vivas. Era como una nota interpretada por todas las polillas a la vez. Un tono constante que martilleaba los oídos de Ovidio y le hicieron volverse literalmente loco. No podía soportarlo. Cerraba los ojos y se veía dentro de un trombón, golpeado por las baquetas de un tambor, atravesado por el arco de un violín, aporreado por los martillos de un piano, soplado como la boquilla de una trompeta, retenido dentro de unas maracas, ensordecido por el grito de una soprano… y entonces ocurrió. 

   Se despertó dentro de una ballena. Pero no era la ballena de su sueño, era la ballena que todos los años desfila el día de la ballena de las fiestas de Bilbao. Se sintió perturbado por el aire que inflaba la ballena. Respiraba pero sentía que, de un modo u otro, le faltaba el aire. Se movió deprisa por el coloso de plástico e intentó por todos los medios salir de ahí. Ahora se daba cuenta de que todos esos sonidos que escuchara no eran más que el ruido del populacho. Miles de gargantas saludaban y reían mientras desfilaban todos los animales marinos que podías imaginar. Ese tributo a la que fue una villa marinera y que, ahora, en la era del Guggenheim, se había olvidado de su origen aunque siguiera viviendo a las orillas del Nervión. 

   Logró asirse con mucha paciencia a una de las protuberancias del poderoso animal y tiró con todas sus fuerzas para rasgar la tela o el plástico que lo componía. Logró rasgar la ballena y notó cómo salía el aire por el agujero. Sacó la cabeza y después el resto del cuerpo y comenzó a notar el aire de nuevo en sus pulmones. Miles de infantes con sus respectivos acompañantes corrieron aterrados y él no se podía explicar por qué razón. Se quedó solo en medio de la Gran Vía bilbaína y pensó que si eso era el desfile de la ballena es que era la Aste Nagusia, es decir, era agosto. ¿De qué año? ¿Por qué huía despavorida la gente? ¿Es que no habían visto nunca a un hombre salir de dentro de una ballena? ¿Es que no iba de eso esa fiesta? Se palpó la piel. Se miró las manos y pudo notar un polvillo que manchaba sus dedos. ¿Dedos? ¿Dónde estaban sus dedos? Ovidio se había transformado en polilla. Una enorme polilla de dimensiones colosales. Así que no le quedó otra que volar. 

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