Claustro

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CAPÍTULO 16

   No sabemos muy bien si, entre la niebla de un mundo que se va y el torbellino atroz de lo que viene, habrá sitio para la humanidad. Una de las cuestiones que más incidían en la mente de Ovidio era, precisamente, la cuestión de la falta de humanidad del mundo. ¿Hasta qué punto podemos denominarnos humanos si postergamos toda nuestra utopía a la esperanza de otros? ¿Somos realmente conscientes de que la revolución hemos de hacerla nosotros mismos? Ovidio se daba cuenta de que entre el pasado y el futuro un vacío sin nombre se le caía encima. Y él tenía la seguridad de que esa sensación se había adueñado de todos los demás. No sabría decir cómo o cuándo pero todos cuantos conocía tenían ese dibujo de miedo escrito en el rostro. Se sabían dentro de un remolino, se dejaban llevar. Ya nada era seguro, nos habían estado convenciendo de que el mundo que venía sería mucho peor que el anterior. Que aquel mundo que, lejos de ser perfecto, al menos tenía el poso de un pasado que lo contenía y la virtud de ciertas reglas que no debían moverse pasara lo que pasara. No obstante, pasó. No sabría decir en qué momento de la historia dejamos de ser partícipes y personajes de la misma para convertirnos en meros observadores. Por eso Ovidio pensaba que la revolución se había hecho imposible. Se necesita humildad y conciencia de fuerza. Se necesita pasión y un horizonte. Se necesita indignación pero también cabeza. En cierto modo, el alma del pueblo había dejado de existir y había sido transmutada mágicamente en un hedonismo individualista de tinte únicamente comercial. El individuo era tan solo para venderse. Habíamos dejado de ser ciudadanos para transformarnos en mercancía viva. Era como esos vagones de tren directos a Auschwitz que iban cargados de miedo y que eran sacrificados en las duchas tras la solución final. En nuestro caso íbamos de motu propio hacia la segura desaparición. Entregábamos gratuitamente nuestra alma desde los dispositivos móviles y fingíamos ser felices mediante una ilusoria fotografía con retoques y letras de neón. La farsa de la individualidad acompañada de la gratificación inmediata de likes, me gustas y retuits. Pero, en el fondo, latía una soledad perpetua encabalgada a la falta de perspectivas y a una visión del futuro totalmente incierta, inverosímil, acabada, dirigida por los poderes que nunca son elegidos democráticamente. Y, además, era vacía, sin alma, todo artificio, difusión de la pantomima, creatividad para nada, aire con un fondo de photoshop. 

   Ya nadie buscaba la virtud, ya nadie se comprometía con una idea hasta el final. Ya nadie se sabía acompañado en una lucha larga para conseguir un fin. El propósito de una vida era solo quemar etapas. Encontrar una novia, casarse, tener hijos, pagar la hipoteca, comprar un buen coche y aspirar a morir sin deudas dejando algo a los tuyos. Nada más. La sociedad había muerto. La política era mera comedia. El futuro se escribía con letras de corchopán y de hojalata. Y gracias a que no nos matan de hambre. Sobre todo gracias a los que nos llevan hacia ninguna parte del brazo de otros poderes que someten nuestra soberanía y que humillan así nuestra propia historia. ¿Era, en verdad, para suicidarse, o no?

   Todo esto pensaba Ovidio mientras hojeaba el libro que le había tirado Morgana desde aquella ventana vestida con un ridículo pijama y aún con legañas en los ojos. 

   Ovidio abrió el libro de Herodoto y comenzó a hojearlo. La única relación entre las musas y el libro era que el padre de la historia, o ni tan siquiera él sino alguno de los que copiaron su estudio mucho después, había dividido la obra en nueve partes dándole a cada una el nombre de una de las nueve musas. El libro primero estaba dedicado a Clío, el segundo a Euterpe, el tercero a Talía, después a Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Urania y para acabar, el libro noveno a Calíope. 

   Comenzó a leer: “…que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres…”. Pensó un momento y se dio cuenta de que sus pensamientos estaban bastante ligados a esta frase. Pensó que, efectivamente, la historia parecía haberse detenido. No había propósito en el mundo, no había imaginación, no había futuro y, por supuesto que todo parecía provenir de la estupidez del mundo posmoderno que él representaba y que impedía el conocimiento, su transmisión y el nacimiento de nuevos puntos de vista, de nuevas utopías, de nuevos horizontes en su afán por dominarlo todo, por controlarlo todo, por transformar a las personas en seres monstruosos. En cuanto se desvaneció de su cerebro este pensamiento cogió el libro, de casi ochocientas páginas, por las solapas e intentó pasar todas las páginas rápidamente. Observó cómo caía una tarjeta del libro, que parecía que estaba ahí ejerciendo como marcador del mismo. Se agachó y cogió la tarjeta. 

                          Las Nueve Musas S.L.

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—¡Madre mía! Las cosas están peor de lo que pensaba. —dijo cabizbajo, Ovidio—.

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