La injusta demonización del feminismo como daño colateral

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Silvia Carrasco, profesora de Antropología Social de la UAB.

No dejan de sorprenderme estos tiempos declarativos que vivimos, a menudo hasta la estupefacción. En el apogeo del acoso y la difamación queer, con todos los frentes de la agenda feminista abiertos ante la ofensiva del patriarcado neoliberal, asistimos además estas semanas a una guerra sobre la guerra que ha dado por ensañarse con el feminismo, un injustificable daño colateral que no beneficia a nadie.

Nos sobrepasa la impotencia ante esta nueva y terrorífica fase del genocidio palestino a manos de Israel, en el centro de la competencia por hacerse con el control de los recursos entre países en el mercado global ante el desastre de un modelo extractivista sin límites, sumamente frágil e interdependiente. Estamos inmersos involuntariamente en una guerra de alianzas políticas y enfrentamientos armados abiertos o encubiertos, con potentes disfraces identitarios para canalizar la desesperación, informaciones sesgadas y maniqueas, y represiones de todo tipo y en todas partes. La guerra por el negocio y, en paralelo, el negocio de la guerra, boyantes e imparables.

Los daños, centrales y colaterales, son incalculables y brutales, aunque no sean nuevos. Y resultaría una frivolidad ocuparse del juicio sumarísimo al feminismo como teoría política y como movimiento social en su conjunto durante estos días si no tuviera un impacto en el debilitamiento de las fuerzas progresistas y nuestra capacidad de articulación. Lo tiene, porque es injusto y porque es destructivo.

El feminismo existe porque cada generación de mujeres toma conciencia tarde o temprano de la injusticia que nos define como inferiores y de la subordinación que nos sujeta, también en este rincón del mundo, a pesar de las leyes. Se renueva y se mueve solo por el compromiso de las mujeres. No hay una voz ni una portavoz, porque carece de líderes infalibles objeto de culto; su genealogía y contribuciones se preservan con dificultades porque no cuenta con una tradición organizativa sólida, estable y financiada para defender su agenda, como los sindicatos. Tampoco tiene una experiencia de institucionalización real, puesto que no hay ni ha habido gobiernos feministas -otra cosa es que se sientan y se proclamen feministas. El feminismo tampoco tiene una sola corriente, aunque sea uno y de larga duración, pero si tiene un único objetivo: la emancipación de las mujeres.

A pesar de todo ello, y por eso tiene más mérito, ahí está la dedicación incansable de muchas mujeres señalando el brutal retroceso en derechos a través del proceso de resignificación total de la agenda feminista, y luchando contra el entrismo perpetrado por el lobby transhumanista a través del adoctrinamiento político queer. Ahí están múltiples grupos de mujeres en todas partes que se dejan la piel, educando, investigando, escribiendo, litigando, sensibilizando y pateando las calles en este largo camino para construir un mundo más justo.

Todavía se espera que la izquierda entienda la penetración cultural del neoliberalismo incluso cuando ya está causando estragos inauditos que saltan a los titulares de los periódicos. Véase el aumento de la violencia sexual y su negacionismo en la generación más joven via porno, tras la aceptación generalizada de la cosificación y la mercantilización de las mujeres en el conjunto de la sociedad. El feminismo toma conciencia y denuncia y resiste mucho antes que la izquierda.

De la igualdad formal a la emancipación real media nada más y nada menos que una profunda transformación sociocultural, que garantice una vida digna, libre y segura para todas las mujeres y las niñas del mundo y para toda la humanidad. Y como dicen las compañeras supervivientes del sistema prostitucional, es imprescindible luchar por cualquier avance que permita rescatar a las mujeres. Pero los pequeños avances no son nuestro horizonte, ni en este ni en ningún ámbito de nuestra lucha, por ello no se nos puede tildar de reformistas. Y recordemos que en el “cuanto peor, mejor”, no ganan nunca quienes están a merced de la estrategia.

Ante este ingente trabajo, ha habido quienes no solamente interpelan al feminismo entero por las opiniones de algunas mujeres, sino que quieren dictar los comunicados de nuestras organizaciones porque desde sus posiciones definen de otra forma los fines y los medios de la guerra. Tienen todo el derecho a que les parezca poca cosa, una bobada pacifista, exigir el alto el fuego inmediato, la ayuda humanitaria real y el apoyo de nuestro país y de la Unión Europea al pueblo palestino y su derecho inalienable a aquella misma vida digna, libre y segura. Pero no tienen derecho a reducir el feminismo a la nada irrelevante en la historia. Es inaceptable que casi nos acusen como a las brujas de yacer con el macho cabrío por condenar también el insólito ataque de Hamás y toda violencia contra la población civil. O de envenenar el agua y malograr las cosechas -se ha llegado a decir que somos un brazo infiltrado de la CIA. No entremos ya en las tesis que circulan sobre el patriarcado como una menudencia frente al capitalismo.

Sin embargo, de las acusaciones e insultos recibidos me preocupan sobremanera dos cosas. La primera es que no sean solamente fruto de la más que comprensible y asfixiante impotencia ante la barbarie y el mal absoluto que presenciamos, inertes, desde la distancia. Es decir, me preocupa que alguien crea que hacemos algo más que declaraciones cuando nos pronunciamos, y que las declaraciones definen y agotan el componente moral de nuestra humanidad. No, en realidad, solo nos consuelan, poco y mal, aunque las nuestras parezcan más radicales y comprometidas, o más solemnes que las de los demás. La segunda es que en el mundo simbólico de las declaraciones cualquier coma discrepante pueda llevarte a la hoguera. Se parece a confundir la discrepancia con el odio, del que se nos acusa mucho a las feministas cuando señalamos la operación que fabrica “infancias trans” en masa y destruye los derechos de las mujeres desde una ideología subjetivista, narcisista e intolerante al servicio, precisamente, de oscuros fines políticos del capital.

Así que, digamos la verdad: ninguna mujer deja de ser feminista, aunque se sienta ajena y rechace profundamente lo que hagan otras feministas y sus organizaciones a veces, a menudo o permanentemente, para lograrlo. Quienes realmente quieren socavar al feminismo y no pierden ocasión son otros, aquellos a los que nunca vemos entrar en un burdel para señalar, perseguir y condenar a proxenetas y puteros, esos criminales de guerra que actúan en la casa de al lado.

Mal vamos si no reiniciamos los circuitos y reparamos la interfaz. La unidad y la solidaridad son las bases de cualquier revolución. Escuchar nuestras razones sin romper todos los puentes es lo único que nos puede ayudar a construir nuevas utopías compartidas en este mundo tan incierto e inquietante del siglo XXI. A todas y a todos, aquí y en todo el mundo.

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