Claustro

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CAPÍTULO 10

   Así que estaba solo otra vez. Solo como el ser más solitario sobre las faces de las mil tierras que intuía podrían existir. Solo mientras a su alrededor todo se venía abajo. Sentía que hiciera lo que hiciera todo iba a salir mal. Estaba interactuando consigo mismo a sabiendas de que su propia soledad estaba acompañada de sí. Una sensación absurda se apoderó de Ovidio. Le estaban observando, ¿o era él mismo quien, habiéndose ausentado de su cuerpo, estaba observando el devenir sobre el que se circunscribía la experiencia ya pasada? ¿Estaba, realmente, mirándose? ¿En qué ámbito? ¿Bajo qué tiempo? ¿Por qué absurda razón? ¿Y si era así, por qué no intervenía y le explicaba qué demonios estaba sucediendo? ¿Tenía que pasar inevitablemente por aquello para llegar a algún lado? ¿Hacia dónde? 

   Sin embargo se le ocurrió que si eso era cierto y se sentía observado por él mismo. Entonces seguro que salía airoso de todo acontecimiento, cualquiera que fuera. Daba igual si debía enfrentarse a un ser superior, lo derrotaría, lo destrozaría, saldría victorioso. No obstante su cerebro estaba a punto de estallar. No se sentía con fuerzas para seguir en este absurdo. Una lágrima asomó bajo sus párpados cerrados y al caer al suelo el reguero comenzó a ser tan inmenso que un río se apoderó del lugar. Pronto el cauce se hizo incontrolable y, aunque dejó pronto de llorar, aquel río salvaje ocupó toda la visión de Ovidio y se vio hundiéndose cada vez más. Se sumergía, pero era como llegar a un nuevo mundo. Ovidio ya tenía cierta experiencia en ello. A lo lejos observó una especie de cúpula bajo esas aguas tumultuosas. No podía comprender porqué razón no se estaba ahogando. Se esforzó en llegar y entró por una puerta que parecía de oro macizo.

   —¿Quién osa atravesar los dominios del gran Fielgof de Prietinia? —exhaló una voz amable pero socarrona—.

   —Soy Ovidio que vengo en son de paz.

Ante sus ojos un desfile de seres de agua lograba, tenuemente, vislumbrarse por doquier. Se confundían con el agua porque eran agua. Eran como diminutas olas, como si un rulo extraño hubiera cogido el agua y lo hubiera doblado hacia sí mismo. A lo lejos se intuía una especie de altar y un ser más grande que las olas se levantó y formó una gran corriente que llevó a Ovidio literalmente a sus pies. Si es que las olas pueden tener pies. 

   —Un ahogado en mi presencia y tiene la extraña condición de saber respirar bajo el agua. En verdad sois una criatura extraña. ¿Qué hacéis aquí?

   —Nada, o quizá debería decir, nado. —una húmeda risa le mojó los tobillos—.

   —¡Traedme el báculo de sal! 

Y un ejército de pequeñas olas cogió lo que parecía una sartén doblada que, en efecto, parecía de sal. Fielgof elevó el báculo y Ovidio pudo sentir que ese artilugio se cargaba de quién sabe qué sustancia letal. Se cubrió el rostro y al recibir el impacto de lo que le pareció poco más que un escupitajo, bajó los brazos y abrió los ojos que instintivamente había cerrado esperando recibir un fuerte daño.

   Una gran ovación, que parecía el rugido del mar cuando está a punto de comenzar una tormenta, inundó el lugar. Por decirlo con cierta claridad. Ovidio había salido airoso y entonces fue cuando se acordó de su sensación anterior y no encontró sobre sí esa sensación. Pensó que su yo del futuro se había aburrido y había apagado el televisor de los recuerdos. Muy listo —pensó— siempre hay que apagar el televisor, pero piensa que cuando lo hagas volverás a estar terriblemente solo. Solo como un hombre rodeado de olas bajo un río de lágrimas fabricadas por él mismo. ¿Se puede, acaso, estar más solo?

Pero Ovidio tenía esa cualidad que solo poseen quienes son capaces de autoescindirse y aquellos que saben que la imaginación les podrá salvar del tedio, de la resignación y de todo lo imprevisto. Solo de esos seres puedes fiarte. Seres para los que el misterio no supone ningún problema y que saben que las soluciones pueden inventarse sobre la marcha. Evidentemente Ovidio no lo podía saber, pero estaba en el buen camino. Un camino mil veces trazado, aunque nunca como ahora, en ese preciso instante en el que Ovidio se percató de su propia singularidad se supo capaz de superar las pruebas que le iban a asaltar, literalmente, en  el camino. Cerró los ojos y pensó en el centro de las estrellas. Ovidio se iba calentando y el agua a su alrededor comenzó a evaporarse. Gritos ahogados, ojos saltando de las órbitas de cada pequeña ola que miraban con terror lo que estaba sucediendo, su jefe difuminado entre burbujas y un segundo después Ovidio volvía a estar solo en medio del desierto, como si todo lo que había acontecido hubiese sido fruto de su mente calenturienta. ¡Qué voraz apetito el de su mente activa! Pero todo lo que asciende, inevitablemente tiene que caer y comenzó a llover fuertemente sobre el desierto. Estaba solo y también mojado. 

   Y pensó que si podía hacer todas esas extrañas cosas, también podría regresar a casa.

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