CAPÍTULO 9
Ovidio pensó que lo mejor que podía hacer era dejarse llevar. En el momento en el que descubres que eres no más que un objeto a la deriva comienzas a observar playas donde aposentar tu trasero. No era partícipe de lo que suponía saberse protagonista. A lo largo de su vida jamás lo había sido y ahora se le antojaba que, en esta extraña situación, tampoco lo iba a ser.
“Seamos serios —se decía para sí— yo nunca he sido el protagonista de mi propia vida. Incluso en sueños veía claramente que me estaban soñando. ¿Quién? ¿Acaso una potencia exterior? ¿Un deimón? ¿Un alma en pena? Siempre he pensado que el mayor placer de un hombre es ver pasar las horas sin ninguna responsabilidad. Sin ningún estrés. Me invadía la acedía, la flojera, la vagancia, la ataraxia, la placidez de estirar el cerebro y bostezar. ¡Qué hermosos momentos he pasado yo junto a la nada! ¡Qué desdén! ¡Qué agradable indolencia!”
Pero Ovidio estaba a punto de saber el crucial significado de las cosas. Las palabras se enredan en sí mismas como lianas y nunca dejan de sorprender porque cada palabra contiene en sí misma el dominio de su propia verdad y de su propio sentido. No obstante, también incluye el sentido contrario, es decir, la mentira. ¿Sería una mentira todo lo que estaba sucediendo a su alrededor? ¿A qué mente preclara y atroz se le había ocurrido eso? ¿Sería Maddalen la que estaba detrás del engaño? ¿Era una marioneta con la que experimentar una droga de cuya novedad no tenía noticia? Ya no se creía nada. Estaba experimentando en sí mismo la exposición de un participante de un Gran Hermano universal. Pero él sabía que incluso en el momento en el que las palabras son confusas, estas se manifiestan como una verdad irrefutable. Se resisten a desaparecer del sentido unívoco de las cosas. A veces las palabras disimulan haciendo referencia a otra verdad, esta vez es una verdad absoluta. Verdad incuestionable. Frunció el ceño mientras se presentaba al cónclave y pensó: “la misma mentira de la palabra no podría, entonces, operar o manifestarse como engaño más que instaurando la propia verdad y, así, sosteniéndose como mentira desarrolla la verdad para, a su vez, mantener la verdad de la verdad oculta.”
—Nuestro mundo es una paradoja sensible. —dijo con voz atronadora uno de los sabios del trono—
—¡Loada sea pues esa sensibilidad de los ocultos! —respondieron todos al unísono—
Ovidio, confuso, se pellizcó fuertemente el lóbulo de su oreja derecha. Por si estaba siendo partícipe de una broma. Sintió el dolor que solo se corresponde con la verdad de verdad. Al hacerlo los sabios intuyeron que debían hacer lo mismo por simpatía. ¿Quién sabe? Lo mismo era una costumbre entre salvadores de mundos. Pero resultó que lo hicieron con tal prodigalidad e ímpetu que muchos acabaron arrancándose la oreja. Aquellos que no se habían mostrado tan deseosos de agradar y tan solo imitaron el gesto, al observar la entrega y el sacrificio del resto, acabaron también arrancándose la oreja. Tiras informes de carne macilenta y desabrida, sanguinolenta y pegajosa, se pusieron en el centro del lugar como una ofrenda al salvador.
Ovidio miraba la escena desde la perplejidad y el desasosiego. Se sentía culpable por haber hecho algo que hubiera forzado a sus “amigos” a imitarle. Su frustración era tan grande y tan elevada su sentimiento de culpa que se vio forzado a vomitar todo lo que había en su estómago. A su vez, ese gesto involuntario hizo irremediable que los treinta y seis ancianos y ancianas se levantaran de sus estrambóticos asientos y fueran al círculo de orejas cortadas para vomitar. Y así una fila de ancianos vaciando sus estómagos llenó de verdad la vista de Ovidio. “Eso no puede estar preparado” —pensó y se llevó las manos a la cabeza dándose golpes constantemente—.
Como los ancianos lo vieran siguieron con la retahíla de imitaciones hasta que en poco tiempo todos fallecieron.
—¡Pero qué demonios… Despertad! —gritaba Ovidio. Pero nadie podía ya escucharle.