Claustro 

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CAPÍTULO 6

   Existen ciertos lugares, remotos y olvidados por los poetas y por los contadores de cuentos, que semejan verdaderos paraísos. Los árboles estaban con sus frutos maduros rebosando en un difícil equilibrio. Ovidio, que desde hacía un tiempo disfrutaba de su autofilia infligida, que era capaz de aprender en soledad aquellas cosas que únicamente se aprenden leyendo y en comunicación con su interior, fue capaz de defenderse de su propia responsabilidad. Se sentía bien consigo mismo. Recordó algo que leyó, vete tú a saber dónde, el saludo sabuwona de los zulús que se expresa cuando alguien ha hecho algo malo o perjudicial y es llevado al centro de la aldea para que la comunidad le pueda decir, mirándole a los ojos, las cosas buenas que ha hecho a lo largo de su vida. Para que no olvide que es un ser humano y que los errores tienen una importancia relativa. Quiere decir: yo te respeto, te valoro, eres importante para mí. Y se responde, shikoba, que es, algo así como, entonces soy bueno y existo para ti. Ovidio se dijo a si mismo que era bueno, que todo lo que había hecho a lo largo de su azarosa vida vivida a toda velocidad, era intentar el bien, pero que no había tenido la oportunidad de conseguirlo. —Shikoba, —se dijo.—

   Entonces una lechuza nació del árbol y salió volando en dirección al planeta rojizo que ya apenas se veía. 

   Siguió caminando por una pradera inmensa donde, de vez en cuando veía cosas extrañas. Vio brazos salir de algo parecido a una duna y pedir socorro, pero no le dio buena espina. Vio un árbol enorme que parecía estar lejísimos. Vio un desierto de granos de café que olía de maravilla y, como no había desayunado, se dirigió hacia él. 

   — ¡Aupa pues!, ¿no tendría usted, buena mujer, un café con leche con un bollo de mantequilla, verdad?

   — Mejor un rododendro dentado con un poco de filigrana amarilla entre ralladuras de óxido de hierro. 

   — Gracias, prefiero leer el periódico.

Ovidio leyó el periódico sentado en una silla de siete patas. Era El Intestinal de Oriforn, curioso nombre para un periódico, pensó. En la portada se veía una foto de Gronfgold asestando una coz a un hombre. Ese soy yo, pensó Ovidio. Leyó la noticia entera.

   “El gran despilfarrador de guantes de boxeo salió de su palacio pocilga y ordenó ejecutar a diez mil ratas paranoicas dado su excesivo rencor hacia el todopoderoso Gronfgold. De camino a la ciudad amurallada de Exégesis Fariseica se topó con un espécimen desabrido y desconsiderado que osó no prestar atención a lo que el grandioso le pedía. Un ser inferior proveniente de un lugar que se está extinguiendo y cuyo propósito es devastarlo todo hasta sus cimientos, si es que esas cosas existen en Oriforn…”

   Entonces fue cuando notó que alguien le estaba encañonando por la espalda. Se levantó de su silla de siete patas con el periódico enrollado como si fuera a correr un encierro de San Fermín y al darse la vuelta se llevó un gran susto.

Un enorme ciervo con una cornamenta florida y lustrosa vestido de cazador le apuntaba con su rifle último modelo. 

   — Tú debes de ser el que llaman el genio, ¿no?

Ovidio trataba de articular palabra pero por mucho que pensara solo le salió un sonoro y rotundo, No.

   El ciervo le llevó por el desierto de café a un trineo tirado por pulgas gigantes que desprendían un hedor terrible.

   — Huele a catástrofe intrínseca. —esputó irremediablemente Ovidio.—

Una vez dentro del destartalado trineo el ciervo emprendió la marcha por el cielo despejado de ese caluroso desierto. Antes de recibir un culatazo del fusil del ciervo pudo escuchar cómo este se comunicaba con alguien. Solo entendió una palabra antes de desvanecerse en un doloroso sueño: Gronfgold.

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