Claustro 

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CAPÍTULO 4

   —Siempre hemos estado aquí, al alcance de la vista de todos los mortales. Tú, Ovidio, no eres más que uno entre ocho mil millones. Es decir, el único que puede vernos, lo cual te convierte a la vez en un loco y en un privilegiado. Bueno, qué despistado soy, había olvidado presentarme, mi nombre es Erik Kire, soy uno de los treinta y seis sabios del trono. Se puede decir que manejo el cotarro, como decís vosotros allí. 

   La cuestión es que nuestro mundo se alimenta, en cierto modo, de vuestros sueños. Vuestra imaginación nos ha proporcionado siglos de grandeza y prosperidad pero desde un tiempo a esta parte algo extraño está ocurriendo, las creaciones de vuestra portentosa imaginación se están empezando a extinguir y, con ellas, nosotros mismos nos estamos empezando a agostar, por decirlo de alguna manera.

   En ese instante se escuchó un gran estruendo y muchos gritaron, Gronfgold, viene Gronfgold. La algarabía fue tal que en pocos segundos el gran gentío de ese lugar se esfumó de repente. 

   Ovidio se preguntaba que dónde se había metido todo el mundo, parecían haberse volatilizado en un santiamén. Sin saber porqué se quedó ahí parado, totalmente solo, a merced de quien fuera ese Gronfgold de quien todo el mundo parecía huir. 

   Ensayó en un minuto la mirada más estoica y despreocupada que pudo pero lo cierto es que estaba aterrorizado, ¿le matarían?, ¿le apresarían? No lo podía averiguar porque ese lugar había resultado ser una caja de sorpresas.

   Según se iban acercando podía distinguir la figura del ser que iba en cabeza de esa singular procesión. Lo que parecía un ser humano cabalgando a cuatro patas que era montado por un caballo resultó ser un humano caballizado montado por un caballo humanizado. 

   — ¡Addodíllate zzzabandija! —enfatizó con un medio relincho Gronfgold.—

   — ¡Ante un equino, ni de coña, papanatas! 

   El ser del que habían huido todos los habitantes de ese lugar se quedó perplejo y Ovidio recibió una coz del humano caballizado quien parecía comprender perfectamente la conversación. ¡Qué barbaridad! —pensó Ovidio— aquí deben hablar hasta las piedras y, en efecto, las piedras del suelo comenzaron a levantarse una a una, muy despacio, como si las hubieran despertado de un largo sueño. Ovidio miró a una de las piedras desde el suelo y la tendió su mano mientras esta se desperezaba. La pequeña piedra, apenas un guijarro, se ruborizó y después llamó a todas las demás que, en un segundo se lanzaron sin cuidado sobre todos los caballos humanizados y todos los humanos caballizados. Aprovechando el desconcierto de los mil jinetes acosados por las piedras Ovidio se esfumó sin saber cómo.

   Reapareció unos segundos después en un bosque donde crecían lechuzas de los árboles. Era noche cerrada y la luna campaba a sus anchas por el cielo. Se fijó en que había muchas más estrellas de las que él podía recordar en casa. Se podían distinguir varios planetas cercanos que daban un color rojizo a la noche. Miró por todos los lados y no lograba comprender qué demonios hacía en ese lugar, cuál era el propósito de todo aquello. Creía que se había vuelto loco y estaba viviendo en uno de esos sueños tan vívidos y extravagantes de los que disfrutaba en el claustro de profesores cada vez que había una discusión.

   Pero no vivía en ningún sueño, no estaba loco, todo aquello era real, palpable, como la coz que acababa de recibir y la sangre que le caía de la nariz. Sus gotas cayeron al suelo y de cada una de ellas comenzó a germinar una espiga que pronto crecería y se convertiría en un árbol lechuza. Pero eso no podía aún saberlo. 

   Continuó su trayecto por aquel magnífico lugar de una belleza cautivadora y observó cómo nacían las lechuzas de aquellos árboles. Pronto emprendían el vuelo hacia ese planeta rojizo que competía con la luna en tamaño y colorido porque eso que parecía una luna era algo más grande que la luna y poseía ciertos tonos rosados y azulones que le hacían parecer una gema perdida en el espacio. 

   Se echó bajo la sombra de un árbol y soñó con que estaba dando clase a sus alumnos.

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