La honestidad de Gorbachov

Resultan inquietantes las alabanzas y las lágrimas a la muerte de Mijaíl Gorbachov, fallecido en la noche del pasado 30 de agosto, por parte de quienes siempre ignoraron la mayor aportación del último presidente soviético a la diplomacia internacional: la idea de la casa común europea. Del Atlántico a Vladivostok, así era como Gorbachov concebía Europa, convencido de que Rusia pertenece histórica y culturalmente a Europa, y en esto era un continuador de los planteamientos bolcheviques de principios del pasado siglo. Rusia es parte de Europa, por eso Gorbachov pedía que la Comunidad Europea le abriera las puertas. Este propósito, este mensaje, daba sentido geopolítico a los acuerdos de desarme entre la Unión Soviética y los Estados Unidos. Esta superpotencia, vencedora de la Guerra Fría, aprovechó la extrema debilidad desde la que se lanzaba ese mensaje europeísta, para prometer benevolencia y respeto a los rusos sin comprometerse por escrito, ya que la victoria estadounidense de 1989-1991 le permitía en la práctica ampliar su radio de influencia por toda la Europa oriental. Que la Comunidad Europea desoyera la propuesta de Gorbachov, acompañando acríticamente a los norteamericanos en la ampliación de sus alianzas militares hasta las fronteras rusas, es una clara muestra de que la Unión Europea se ha desarrollado en las últimas décadas renunciando a adquirir personalidad política propia, más bien como apéndice de Estados Unidos en el viejo continente, frente a los nuevos rivales con los que estos se han ido encontrando. Resulta terrible que Gorbachov haya fallecido precisamente durante la Guerra de Ucrania, algo que siempre quiso evitar con propuestas (ignoradas por Europa) como la de la casa común europea. Con ello, Gorbachov quería terminar definitivamente con la Guerra Fría. Por contra, durante los últimos treinta años, la Guerra Fría se ha mantenido latente, la OTAN se ha mantenido latente, a la espera de un nuevo conglomerado, sucedáneo de los antiguos enemigos soviéticos, a saber: Rusia-China.

Por todo ello, no dejan de provocar asombro muchas de las alabanzas que se lanzan desde Occidente al último presidente de la Unión Soviética. Gorbachov fue un comunista que pretendió salvar el sistema soviético de la única manera posible: reformándolo. A mediados de los años ochenta, con Gorbachov en el poder, hacía ya tiempo que la economía soviética daba muestras de estancamiento. La Perestroika fue el gran intento de resolver los problemas económicos a los que se enfrentaba la URSS desde hacía décadas. Fue la continuación de las oleadas de reformas económicas desarrolladas (y frustradas) en los años cincuenta, sesenta y setenta. Perestroika, reforma, ya estaba en la cabeza de alguien tan encuadrado en la nomenklatura como Yuri Andropov, que fue director del KGB antes que presidente de la URSS, y aupó a Gorbachov en su carrera política a sabiendas del espíritu reformador de este dirigente, por considerar que esas reformas eran imprescindibles. Dadas las circunstancias, Gorbachov pretendió hacer compatible el socialismo real con el momento histórico que le tocó vivir, permitiendo el desarrollo de una economía de mercado que tuviera como punto de referencia el Estado. En esto tampoco se alejó demasiado de los revolucionarios de Octubre, pues cabe interpretar la Perestroika como una suerte de NEP a fines de siglo XX. En un momento histórico de regresión en términos de igualdad social y redistribución de la riqueza, con los sistemas del bienestar en crisis desde los años setenta y la economía soviética al borde del colapso, Gorbachov intentó salvar a su país para mantener las políticas de reparto de la riqueza a favor de la mayoría social. Para ello, emprendió el camino del socialismo con rostro humano que, veinte años antes, habían intentado recorrer los checoslovacos. Gorbachov fue un Dubcek en el Kremlin dos décadas después de la Primavera de Praga, es decir tarde y mal. En todo caso, fue la defensa de la igualdad social en el momento y el lugar que le tocaron. Todo lo contrario del individualismo ultraliberal de muchos de los que le han llorado.

Gorbachov quiso la unidad del socialismo en un mundo, el del último tercio del pasado siglo XX, en el que el individualismo, la indiferencia y el cinismo se abrían paso. Un mundo despojado de ideologías y valores, en el que la vinculación a la clase social era sustituida por los agravios identitarios. Un mundo, una Europa, donde la mayoría social se ha mostrado cada vez más inerme ante las nuevas desigualdades. Gorbachov renunció a apuntalar el socialismo por la fuerza. Lejos de esto, pretendió revitalizarlo mediante la seducción, la palabra y los argumentos. Fue un demócrata que, en momentos realmente difíciles, encarnó la posibilidad de reunir a quienes un siglo antes se habían disgregado, pues buscó la unidad política de todos los socialistas en torno a un proyecto común que entendiera la democracia tal y como se entendió en un principio, desde los jacobinos a Jean Jaurès: en términos de libertad, igualdad y fraternidad.

Lo que pretendió Gorbachov fue la unidad socialista sobre estos principios, frente a los poderosos enemigos de su tiempo, que son los del nuestro: el neoliberalismo populista de un Yeltsin, que acabó resultando la opción más atractiva a ojos de los votantes, y el chovinismo golpista de los militares de agosto de 1991. El neoliberalismo que durante décadas ha privatizado en beneficio de las oligarquías en toda Europa y la reacción nacionalista identitaria, de Vox a Putin, pasando por Le Pen, Meloni y la invasión de Ucrania. Hoy estas dos opciones siguen siendo los dos grandes rivales de una izquierda que no logra unirse en torno a la inmensa y variada herencia socialista.

Por eso, porque supo verlo, porque sufrió al mismo tiempo a ultraliberales y nacionalistas, hace tiempo que convertí a Gorbachov en uno de mis grandes referentes políticos, junto con Alexander Dubcek, Enrico Berlinguer y Olof Palme. Dirigentes que nunca perdieron de vista un horizonte de emancipación y que así defendieron un socialismo en libertad. El gran error de Gorbachov pudo ser la ausencia de leninismo, impropia precisamente de un secretario general comunista. Su incapacidad para interpretar el tiempo histórico en términos de estrategia política. Era obvio que las reformas políticas (Glasnost) eran tan necesarias como las económicas (Perestroika), pero realizarlas al mismo tiempo incrementaba sobremanera el riesgo de despeñar al país entero en el abismo del caos político, social y económico, como acabó ocurriendo en los años noventa. Quizás habría tenido más posibilidades de éxito esperando hasta poder disfrutar de los buenos resultados de la reforma económica, para emprender entonces la reforma política. La ingenuidad lo llevó a cometer estos errores, es cierto. En todo caso, coincido plenamente en la defensa de la ingenuidad que destacados autores como Rafael Poch han subrayado en sus obituarios sobre Gorbachov. Siempre he pensado que, sin esa ingenuidad, sin esa locura, no son posibles las grandes transformaciones sociales. Todo lo contrario del cinismo y la indiferencia actuales. Mucho más allá de esto, Gorbachov demostró en todo momento ser un dirigente político honesto, poniendo la ética siempre por encima del poder personal.

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