Lobna ya no está con nosotras: salvemos a otras víctimas de la violencia machista de la muerte

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Amelia Franas Stropa.

Quiero dedicar este escrito no solo a las personas afectadas por el último asesinato machista en Pozuelo, sino a todas las instituciones, autoridades policiales, judiciales, trabajadores sociales, educadores psicólogos y cualquier persona involucrada profesionalmente en la atención a las víctimas de la violencia machista. Todos los datos que he conseguido recuperar de los escasos reportajes de la prensa y, sobre todo, hablando con todos aquellos que podían conocer de cerca la situación, los he utilizado para valorar con la ayuda de mi formación como antropóloga, pero, sobre todo, como una persona y madre que vive en una comunidad compuesta por personas de muchos países del mundo. Los inmigrantes, y sobre todo los marroquíes, viven al lado, pero no se les conoce. Esta comunidad, aunque viva en pleno centro de la ciudad, no guarda vínculos cercanos, vitales o familiares con la mayoría de la población de origen español de la ciudad de Pozuelo, cuyo ayuntamiento es famoso por dos facetas contradictorias: tener el nivel de renta per cápita más alta en el país y apenas invertir en unos buenos servicios sociales. Es el ayuntamiento que estaba entre los que recibieron el infame premio “Corazón de piedra”, donde se constata que está a la cola en los gastos sociales por habitante.

El terrible desenlace que le ocurrió a Lobna se dio porque han fallado demasiadas cosas en el sistema, como incluso la alcaldesa de la ciudad ha reconocido.

Desde mi posición, persona que conocía a la víctima y – en diferente grado – a su entorno, aquí pido para que todos los agentes involucrados en el trabajo de prevención de la violencia machista, hagan el trabajo de reflexión, re-consideración y corrección de los mecanismos vigentes, claramente insuficientes e incluso desacertados para salvar las vidas de las mujeres. Creo que ustedes, igual que yo, no quieren seguir llorando tantas muertes que, con un esfuerzo unido de todas y todos, podríamos evitar. La directora del Instituto de la Mujer, tras conocer el asesinato de Lobna y de María Isabel en Maqueda pidió un esfuerzo para que la próxima vez “llegáramos a tiempo” y yo trataré de explicar aquí cómo, en el caso de Lobna, algunos tal vez podrían haber llegado y otros, ni siquiera han hecho un esfuerzo de ver por dónde caminar para seguir teniendo a Lobna con nosotros.

Lobna era una mujer fuerte, alegre y valiente. Fue asesinada el pasado miércoles en su casa, por la mano de su expareja, un hombre que, según ella misma nos contó, la ha maltratado durante los catorce años de su matrimonio. Lobna se casó con 17 años en Tánger con aquel hombre, que, según ella, nunca estaba feliz ni contento y cuando su frustración crecía, lo pagaba con ella. Tuvieron cuatro hijos. La menor, de seis años, había pasado un cáncer y no pudo acudir al colegio durante un año cuando tenía apenas tres añitos. Aquel año la madre viajaba a La Paz a menudo para acompañar a su pequeña a todos los tratamientos, sin dejar de cuidar a los otros tres niños que tenía. Después, pasó mucho tiempo visitando a su marido enfermo en el 12 de Octubre. En Pozuelo no tenía ningún familiar que le echara una mano. Estaba muy sola y siempre ocupada con sus tareas de madre, con la lengua fuera a todos los sitios… Eso sí: nunca se olvidaba de enviarnos miles de sonrisas, que no dejaban de asombrarnos y alegrarnos por igual. Pensábamos: qué vida tan difícil tiene y qué bien la lleva, bastaba ver su cara.

Han pasado varios días sin ella, largos días en los que estamos desoladas, abatidas y rabiosas. ¿Estamos sorprendidas? Pues resulta que no todo el mundo, y eso duele aún más. Sabíamos que Lobna había denunciado y estaba a punto de divorciarse de su marido (solamente le quedaba la última vista judicial para certificarlo, esa cita que nunca llegó a producirse) quien no solo la había agredido brutalmente un mes y medio antes, sino que la había maltratado durante esos largos catorce años. El marido tenía una orden de alejamiento de 500 metros. Ahora se sabe que nunca la había guardado (vivía a 350 metros de ella, en casa de un familiar, al lado del súper en el que Lobna hacía la compra habitualmente y a escasos metros de la carnicería marroquí). Ahora sabemos mucho más, porque hablamos, nos preguntamos y buscamos respuestas. ¿Por qué no lo habíamos hecho antes de que fuera asesinada? Respondo por mí misma: porque confié en que ella estaba protegida. Le aseguraron que no tuviera miedo porque él tenía orden de alejamiento y aunque él no estuviera de acuerdo, el divorcio se le daría igual. A Lobna eso le daba mucho optimismo y tranquilidad. Yo le pregunté: “No tienes miedo que vuelva?”. Me dijo: “No, tiene orden de alejamiento y no puede ni contactarme”.

Lobna tenía una vitalidad y optimismo excepcional, a pesar de la mala vida que le daba su marido quien parecía ser más bien lo contrario: con aspecto depresivo, muy serio y asocial. Ahora, a posteriori, cuando pregunto por él, me dicen que no era buena gente, que era “tonto”, que era “loco”, que no compartía mucho con los demás. Muy controlador con su mujer, celoso, le hubiera gustado que Lobna se quedara encerrada en casa, como una buena esposa, pero aquello era claramente inviable: primero porque Lobna era muy abierta, sociable y habladora, segundo, porque el cuidado de los niños lo asumía ella en exclusiva. Solo ese hecho requería salir de casa a menudo. Ella misma contaba que su marido nunca estaba contento y descargaba su frustración sobre ella con malos tratos. Los niños tampoco le parecían un consuelo. Juntos, como pareja, en la calle no los hemos visto nunca.

Ella, tras la denuncia y con una orden de alejamiento, comenzaba a respirar libertad. Esta fue mi principal sensación cuando me contó cómo sobrevivió a la paliza que recibió aquel día de enero. “Tuve que esquivar un cuchillo”, confesó. “Casi me mata” – repitió varias veces, agradeciendo a su vecina que la salvó, llamando a la policía. Fue la misma vecina que, preocupada por los gritos, volvió a llamar el dos de marzo a las 16.30. Esa vez la policía no llegó a tiempo, a pesar de que tanto la comisaría de la Policía Municipal, como de la Nacional estaban a una distancia muy corta. Lobna estaba muerta y su asesino, también.

Ahora también sabemos que antes del asesinato había amenazas. Lobna trataba de no mostrar su preocupación a los que no éramos marroquíes. Solo sabíamos lo que nos contaba ella, tan contenta de haber dado el paso a una nueva vida, mientras su comunidad y la propia policía podía ver como la orden de alejamiento nunca se había cumplido. La última semana antes de la fecha del divorcio era clave: las amenazas de su expareja empezaron a sucederse. Las recibía la hija mayor en su teléfono o incluso ella misma desde su ventana. No se podían ignorar palabras como: “te mataré”. Sin embargo, no hubo consecuencias. Un día antes de su muerte Lobna me decía, con un alivio en la voz, que su pesadilla estaba a punto de acabar, ya que el día del juicio final del divorcio estaba cerca. Pero sus comadres recuerdan que en los últimos días la veían triste, apagada y preocupada, sin esa chispa que tanto la caracterizaba, como si presagiara lo que le esperaba. Incluso llegó a confesar que vivía en un miedo constante de que su marido andase detrás de ella por las calles. ¿Lo habrá contado también al agente de la Policía Municipal que tenía asignado para su seguridad y quien comprobaba su estado periódicamente? ¿O a su psicóloga?

Según su propio relato, la policía le aseguraba que él no volvería a molestarle, al final tenía la orden de alejamiento. Ahora sabemos que la protección asignada por la policía era “baja”, porque el riesgo, según el auto del juez era “casi inapreciable”. ¿Qué argumentos han llevado al juez a esa valoración, originada en aquel fatídico día en el que él “casi la mataba”? Tener el simple contacto directo por teléfono con el agente no parece ninguna disuasión para un asesino en potencia que vive a trescientos metros.

¿Por qué parece que ni Lobna ni su agresor llevaban la pulsera que pudiera alertar del peligro inminente? La policía, al parecer, había visto al agresor cerca de casa algún día y ese incumplimiento no resultó en ningún castigo. ¿Acaso esta inacción de los agentes y el sistema judicial no podría animarle a seguir con su plan final, viendo que Lobna no estaba protegida? Recordemos también que Lobna vivía sola en su piso con los niños; tampoco contaba con ningún familiar que pudiera acompañarla en sus tareas diarias –que no olvidemos– se le multiplicaron tras la denuncia, ya que los servicios sociales desplegaron un extenso seguimiento psicológico y social, tanto para ella, como para sus hijos.

Ese paraguas de los servicios sociales en efecto aportaba un gran cambio en la vida de la mujer que quería romper con la violencia y empezarlo todo de nuevo. Siempre hablaba muy bien de su psicóloga. No me cabe duda que los servicios sociales se implicaron a fondo, sin embargo, ¿en qué quedan esos esfuerzos, si la seguridad e integridad física de la víctima resultaba tan endeble? Quiero decir – y hacer también la necesaria autocrítica – que el exceso de confianza resumido en que “todo iba a ir mejor”, una frase que yo también seguía repitiendo a Lobna para darle el ánimo, nos llevó a no comprobar qué efecto surgía esa nueva realidad en el hombre acostumbrado a maltratar a una mujer durante tantos años. ¿Existe algún canal de comunicación entre los servicios sociales y la policía para averiguar si realmente hay base real para esa tranquilidad en el periodo más delicado de todo el proceso, que es el tiempo que transcurre entre la denuncia por malos tratos y el divorcio? Cuando tras la denuncia y separación, comienza un nuevo periodo de empoderamiento y recuperación de la autoestima de la mujer, ¿tal vez su agresor, lejos de aceptarlo, esté radicalizándose y tramando un crimen porque no le cabe en la cabeza que su ex-mujer sea libre?

Ahora quiero hacer un esfuerzo por imaginar cuál era su situación: un hombre marginado, sin medios para sobrevivir, pero con mucho rencor hacia alguien que, según él, no debería disfrutar de una vida nueva y menos, divorciada de él. No conocemos ninguna mujer marroquí divorciada y sospechamos que no resulta nada fácil hacerlo en esa comunidad, sobre todo si hay una denuncia por malos tratos de por medio. Me parece un hecho más que relevante para poder estimar el grado de acomodo a un divorcio sin el sí del agresor. ¿No deberían también los psicólogos valorar al agresor y su grado de aceptación de la nueva situación para poder finalmente decretar si el riesgo era “alto” o “bajo”?

En este caso hubo otro factor relevante: el agresor padecía leucemia y según lo que él mismo contaba a sus conocidos, le quedaban cuatro meses de vida. Parece que ese hecho le eximió de ingresar en prisión, pese a que se comenta en el pueblo que se le sentenció a 1 año de prisión, por la agresión previa a Lobna, ya que alegaba acudir a tratamientos. Me pregunto si fue por eso que el juez no apreciaba riesgos, pensando que un enfermo terminal no sería capaz de hechos violentos. Si se hubiese indagado a Lobna un poco más, se habría sabido que el agresor, incluso estando muy enfermo, seguía pegándola en su casa cuando aún vivían juntos. De hecho, cuánto peor estaba, más violento era.  Estar mal de salud no le hacía detener su comportamiento violento y, sin embargo, posiblemente resultó ser un factor de alivio de la pena de prisión impuesta en el juicio por malos tratos, puesto que la ley prevé una enfermedad grave como un supuesto “especial” de suspensión de penas privativas de libertad. Ahora: si la ley no permitía el ingreso del condenado, es difícil explicar que su vigilancia en libertad no se reforzase, quedándose valorada como de “riesgo inapreciable”.

Otro elemento de gran malestar en el agresor que confesó a sus allegados fue que, según él, la madre “no le dejaba ver a los niños”. Evidentemente, no comprendía –o no quería aceptar- lo que significaba la orden de alejamiento. ¿Quién debería habérselo explicado? La ley de violencia de género protege no solo a la propia mujer, sino también a sus hijos según la enmienda a la ley de septiembre de 2021. No olvidemos que los niños estaban presentes en la mayoría de las veces que Lobna recibía los malos tratos. La reciente reforma a la Ley de Violencia de Género suspende automáticamente el régimen de visitas del condenado a sus hijos, salvo excepciones dictadas por el juez. Todo apunta a que no se aplicaron esas excepciones y efectivamente, el agresor fue separado también de sus hijos, pero no fue la madre la que le “cortó” ese contacto, como mantenía él en sus conversaciones con los conocidos. Les decía que “era lo peor para él”.

Es evidente que todo este material que ahora mismo estoy recuperando, con el dolor de haber llegado igual de tarde que la policía, los servicios sociales y toda la comunidad que rodeaba a Lobna, no podía haber sido recogido íntegramente antes del fatal desenlace, pero quiero llamar la atención a otro elemento clave en esa historia: cuando estamos ante un caso de una comunidad de extranjeros, cerrada y con lazos informales muy fuertes, debemos redoblar los esfuerzos por comprender y explicar las decisiones tomadas. Si en una cultura el machismo está muy presente y el miedo se apodera de la mayoría de las personas ante un hecho violento, debemos hacer más para proteger a las personas más vulnerables de esa comunidad. Lobna era la que dio el paso, la que enseñó el camino para liberarse del opresor y pagó el más alto precio por ello. Su protección debería haber tenido el nivel más alto, no el más bajo. Aunque a primera vista no se detectara toda la reacción violenta acumulada en el agresor, es mejor asumir que la aceptación de la norma española no vaya a ser ni fácil, ni automática. Si ya sabemos que en muchas ocasiones la mal entendida “hombría” significa la sumisión de la mujer por el hombre, ¿qué se puede esperar cuando un hombre machista “es divorciado” por el sistema, en base a la ley? Recordemos que Lobna fue asesinada justo horas antes del último trámite del divorcio y ese hecho es significativo, porque nos lleva a pensar que la “infamia” que supondría para el agresor, sería inasumible para él, quien se suicidó segundos después de matar a Lobna. Por supuesto, crímenes machistas ocurren en todas las culturas y sólo horas después de Lobna, una mujer española moría a manos de su marido español en circunstancias similares y de una manera también horrible. Sin embargo, mi argumento es que debemos reforzar la perspectiva antropológica al tratar los casos de violencia machista para obtener una imagen completa de la situación y tomar las decisiones en base a todos los factores concurrentes para aportar las mejores medidas de protección. Sin disponer de todos esos datos –que incluyen los valores colectivos, tipos de vínculos, miedos, prejuicios, normas, modos de resistencia, grado de conocimiento e integración con la población de acogida y demás colectivos de extranjeros– no obtendremos el reconocimiento correcto de la situación de vulnerabilidad de las mujeres y no seremos capaces de protegerlas “para llegar a tiempo”. Es verdad que, con alguien determinado a matar, no es nada fácil prevenirlo y frenarlo, pero hay una diferencia muy grande entre saber lo que puede estar tramando y no saberlo, asumirlo con el conformismo de que la ley funciona y los ciudadanos simplemente acabarán acatándola. En el caso de la violencia machista, se trata de que más que ciudadanos, son unos agresores muy violentos, cuyo modus operandi pasa por infligir el mayor daño posible para generar miedo. Ese miedo resulta ser esencial para que la mayoría de las mujeres sigan sufriendo en silencio. Pero cuando una, como Lobna, da el paso hacia la libertad, deberíamos poner en marcha las medidas más eficaces y asegurar todos los flancos por los que pudiera caer víctima de violencia nuevamente, porque nos jugamos su vida y la de sus hijos. Los cuatro huérfanos que deja Lobna ahora vivirán entre nosotros y les daremos todo el cuidado posible, pero nunca podremos devolverle a la persona que más querían.

En resumen: para proteger realmente a Lobna, se hubiesen tenido que dar las siguientes circunstancias:

una clasificación correcta de riesgo calculada no solo en lo que dice la víctima (quien, como hemos visto, mostraba un gran optimismo y ganas de salir adelante), sino sostenida en una toma de contacto con personas de su entorno, y sobre todo, en un reconocimiento de la situación e ideas del agresor, puesto que, en unas sociedades profundamente machistas, los hombres se apoyan entre sí y no colaboran para alertar a la policía. Es primordial ampliar el espectro y los métodos de obtención de la información sobre la víctima y el agresor; hablar con las mujeres del entorno por cauces menos oficiales, porque obviamente, sienten mucho miedo del castigo. No queremos que al ver el fracaso de la protección a Lobna el mensaje recibido por las demás mujeres que sufren malos tratos sea de miedo a atreverse a denunciar o divorciarse, porque la ira del varón puede mucho más que las patrullas de la policía.

– no asumamos que un hombre machista, herido en su ego y despojado de todo lo que constituye su autoestima ante los demás hombres (“tener” una mujer, sometida y obediente, varios hijos, una vivienda, fuentes de ingreso etc.) acepte con serenidad el castigo que supone quedarse sin todos esos atributos. Sería mucho más importante prever que esa pérdida le puede llevar a más comportamientos violentos y, por consiguiente, dar un fuerte empujón a no solo suicidarse, sino antes castigar con la muerte a la persona en la que colocan todo el origen de su lamentable estado. Habría que establecer el nivel de riesgo muy alto o extremo (según la clasificación del sistema VioGén) sobre todo en el caso de las personas con pocos recursos, provenientes de lugares donde la separación o el divorcio son casi inexistentes, porque el miedo a sufrir castigos mayores disuade a cualquier mujer de tomar este tipo de rupturas, por más que duelan los golpes.

revaloremos las excepciones a la puesta en libertad por malos tratos. Tal vez, lejos de lo que pensaba el juez, el dolor físico sufrido por el cáncer en el agresor agrandaba la frustración que sentía con su vida y ya sabemos que siempre la descargaba en Lobna. ¿Por qué se le libra de la cárcel en el peor momento de su estado de ánimo, a las puertas del divorcio y con pocos meses de vida por delante? Seguramente por razones humanitarias, pero habría que consultar con los psicólogos o psiquiatras qué puede ocurrir en esos últimos momentos de vida de una persona que está en una situación tan límite para determinar medidas alternativas a la privación de libertad que podrían imposibilitar efectivamente el acercamiento a la víctima. Una entrevista psicológica con el agresor podría aportar una luz en ese sentido para la deliberación del juez.

– la policía, al tener el seguimiento por riesgo “bajo” no hizo nada más que llamar a Lobna y comprobar su estado. Aunque estuviera cerca del domicilio de la víctima, su presencia era imperceptible y parece que no disuadió al agresor de insistir en sus amenazas y posterior asesinato. En el tiempo crucial que transcurre entre la denuncia y el divorcio (y/o cambio de domicilio de la víctima), la policía debería redoblar sus esfuerzos de protección in situ para mostrar la protección real a la persona en peligro. No sabemos si Lobna confesó al agente sus miedos de los últimos días –puede que su miedo a la venganza le frenase– y eso precisamente deberíamos tenerlo en cuenta a la hora de desplegar las medidas de protección. El miedo puede paralizar, o, como en el caso de Lobna, llevar a afrontarlo con demasiada valentía. Las medidas de toda precaución posible no sobran en esos momentos y aquí se agradecería un trabajo conjunto entre los psicólogos que atienden a la víctima y las fuerzas de seguridad para establecer la mayor coordinación posible ante la amenaza.

Todos esos esfuerzos arriba descritos deberían estar unidos, no solo por una buena comunicación entre todas las instituciones y agentes involucrados en la atención a las víctimas, sino por un principio del objetivo que es de absoluta importancia: salvar las vidas de las mujeres, madres, compañeras, amigas… La soledad que sufren ellas –como hemos visto en el caso de Lobna– es otra injusticia que no hace más que complicar su camino hacia la libertad de la opresión, por ello, la unidad entre todos es necesaria para que la próxima vez “lleguemos a tiempo”. La clave está en dedicarle más tiempo antes, a pensar bien cómo reformar un sistema con fallos, en incluir en nuestros programas y actuaciones a todas las mujeres, con sus dificultades y sus particularidades.

Yo sé que ya nadie nos devolverá a Lobna, pero hago mi propio esfuerzo, tanto de autocrítica, como de apuntar los posibles errores cometidos en este proceso, para que no nos vuelva a pasar más. A nosotras, las mujeres. A nosotros, la sociedad.

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