Las mujeres NO son mercancía. En defensa de la abolición del sistema prostitucional (I)

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Abolicionistas Huesca.

El sistema prostitucional constituye una de las caras más brutales de la violencia que el machismo ejerce sobre las mujeres. La cultura de la violación, la normalización del acoso, las agresiones, los asesinatos, etc., forman parte de las sociedades donde el genérico masculino ejerce poder y violencia sobre el colectivo femenino. Esta cultura lesiva para todas las mujeres está legitimada y promocionada de forma constante, por ejemplo, a través de la cosificación de las mujeres en los media o mediante su objetivación en lo que ya se conoce como el marketing de la prostitución, la industria pornográfica o prostitución filmada.

Buena parte de la sociedad está harta, aburrida e indignada ante los mantras del lobby proxeneta repetidos dócilmente y hasta la saciedad por los vendedores de ideas de segunda mano en sus respectivos espacios de poder e influencia (periodismo, mundo académico y político, influencers, etc.). Cuando hablan de prostitución ponen en marcha el imaginario patriarcal en el que sólo hay mujeres, mujeres que, en función de diferentes épocas, han tenido la consideración de pecadoras, viciosas, seres mentalmente débiles, incluso se les ha negado el status de seres humanos; últimamente, en plena pleamar neoliberal, a partir de la pertinaz propaganda del lobby, se habla de “trabajadoras sexuales”.

El feminismo prefiere utilizar términos como sistema prostitucional porque de esta forma en los análisis de las relaciones de poder que entraña la mercantilización de las mujeres entran los victimarios, los responsables directos de la violencia del sistema. El discurso proxeneta, y el posmoderno, no gusta hablar de “víctimas” porque, desde su perspectiva, víctima sería una apelación que desempodera a las mujeres. Sin embargo, no nombrar a las víctimas (es decir, sujetos con capacidad política que han sido desposeídos objetivamente de sus derechos) resulta muy conveniente porque la estrategia evita preguntarse por los responsables de las agresiones.

¿Quienes? Empezando por la responsabilidad directa de los Estados al no garantizar a todos y todas derechos humanos básicos y siguiendo por los tratantes de seres humanos, proxenetas y puteros, “la demanda”.  Son los varones que agreden y violan a mujeres y niñas, pago mediante, quienes sostienen, en definitiva, el sistema de abuso y violencia sobre las víctimas. Ya lo apuntaba el feminismo del siglo pasado: “El tráfico de mujeres, como el de drogas o como el mercado negro de bebés, depende de la demanda…. Se presta escasa atención a la demanda real que da impulso al tráfico de mujeres” (K. Barry, La esclavitud sexual de la mujer, 1988)

El sistema prostitucional ha sido, y es, legitimado de diferentes formas (mediante su sacralización en la historia, por la “ley de la hospitalidad”, como mal necesario para dar cauce a una, supuesta e irrefrenable, pulsión sexual masculina, por razones de “orden público” etc.) pero hoy, en nuestras sociedades neoliberales, individualistas a ultranza, prevalecen las “lógicas de mercado” en las que las subjetividades narcisistas promovidas por el neoliberalismo asumen que todo puede ser objeto de compraventa, especialmente si la mercancía son mujeres o niñas.

Por otra parte, el business prostitucional, que tanto beneficio genera a los Estados a costa del sufrimiento de las supervivientes del sistema, contribuye a que el fenómeno se blanquee (se hace la vista gorda en diferentes escalas de administración o en colectivos de profesionales) debido a los intereses creados; es decir, el feminismo es consciente de que hay mucho dinero en juego cuyos beneficiarios están entregados a “normalizar” la violencia y la agresión sobre mujeres y niñas en sociedades en las que el relativismo cultural, el buenismo o preceptos como la inclusividad, permiten asumir sin contradicciones una idea y su contraria (por ejemplo, la “igualdad” formal consagrada en las normas cohabita, al parecer sin problema, con la cultura de la violación) en un contexto de desafección crítica y de jibarización del discurso político.

El abolicionismo no hay que inventarlo. Su genealogía está en los textos y prácticas de Josephine Butler, Flora Tristán, Concepción Arenal, Alexandra Kollontai, Mujeres Libres, Clara Campoamor… Tiene una historia y unos principios, unas claves que siguen siendo fundamentales en las propuestas actuales que pretenden erradicar el sistema prostitucional. El movimiento data de la segunda mitad del siglo XIX en Inglaterra, un momento en el que muchas mujeres denunciaron la doble moral y las leyes que atentaban contra la dignidad y la seguridad del colectivo femenino: con la coartada de mantener control sobre las enfermedades de transmisión sexual, se hizo recaer sobre las mujeres (prostituidas o no) un conjunto arbitrario de medidas de tipo sanitario, policial, de seguridad, etc., quedando los responsables, Estados, proxenetas y puteros sin responsabilidad alguna.

La mirada del sufragismo y del feminismo del XIX y XX sobre las mujeres objeto de trata y prostitución supuso un cambio radical porque entendió que eran, son, víctimas de un sistema (el patriarcal) que minusvalora y subordina de múltiples formas al sexo femenino; un colectivo al que ha robado, y sigue escamoteando actualmente, toda suerte de recursos y derechos obstaculizando el logro de su autonomía y libertad mientras potencia su dependencia de los varones o del entorno; en definitiva, hablamos de un sistema que “crea putas”.

Este esfuerzo llevado a cabo por tantas mujeres supuso el inicio de una senda trascendental para construir una sociedad más justa y humana y cuyos ecos y debates llegaron a la España republicana que consiguió abolir el sistema mediante un Decreto en julio de 1935. El feminismo del siglo XXI forma parte de esa larga cadena que ha logrado en este tiempo Declaraciones, ha elaborado protocolos, establecido Convenios… para impedir o penalizar la trata y la prostitución de mujeres y niñas, dos caras de una misma realidad: hay trata porque existe un mercado previo de mujeres. A pesar de que nuestro Estado ha suscrito declaraciones e instrumentos internacionales contra la trata y la prostitución de seres humanos con fines de explotación sexual (entre otras, la Convención clave de 1949), la modificación del Código Penal de 1995 rompió con esta tradición despenalizando el proxenetismo, lo que supuso, de hecho, la expansión de la “industria del sexo” (como puede observarse en El proxeneta de Mabel Lozano).  Ese cambio de la norma posibilitó que, en la actualidad, España sea el primer país de Europa en “consumo” de prostitución, una práctica brutal que el lobby proxeneta ha conseguido asociar en el imaginario social a ocio y entretenimiento, banalizando las agresiones sobre mujeres y niñas, y proponiéndola como jolgorio en beneficio de las (cada vez más jóvenes) reatas de sanos hijos del patriarcado (convenientemente aleccionadas por la pedagogía pornográfica).

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