¿Por qué, si eres tú quien trabaja, es otro el que se enriquece?

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Andrés Montero, editor.

«¿Por qué, si eres tú quien trabaja, es otro el que se enriquece?» es una pregunta que está en la raíz de la explotación especulativa del capitalismo. La editorial Insensata la expone en la portada de su último libro. Pueden apuntarse múltiples respuestas a esa pregunta, pero todas nos van a remitir al mismo lugar: la náusea moral. Lo difícil de asimilar es que muchos nos hemos dejado de hacer esa pregunta, y lo peor es que la mayoría tenemos interiorizado como normal que unos pocos se enriquezcan con el trabajo de los muchos y las muchas, del pueblo.

En el fondo de esa disonancia, inherente a la historia, está la precariedad a la que las castas detentadoras de privilegios siempre han abocado al tejido de lo común. Los individuos y familias que han venido apropiándose de los medios de producción, que dirigen los sistemas financieros, y por tanto poseen el capital, y que desde hace al menos medio siglo llevan construyendo un ecosistema cerrado para poseer y monetizar, nada menos, que la información del mundo, han impedido por todos los medios posibles, desde la violencia física, pasando por la violencia simbólica, y terminando por la manipulación constante de la realidad percibida, que los pueblos edificaran el procomún.

Es paradójico, porque las clases sociales, el concepto de clases sociales, la experiencia de las clases sociales, son a su vez la única defensa que los trabajadores han articulado para despojar de algunos privilegios a los usurpadores de lo común pero, por otro lado, la adherencia a esas mismas clases sociales ha contribuido a conformar sentidos de pertenencia que facilitan que nos vengamos socializando en unas lógicas que naturalizan la opresión, el expolio. Al albur de la “tranquilidad” fraudulenta de las clases medias, por ejemplo, hemos normalizado que haya personas que acumulen más capital que algunos países, o que un broker financiero en cualquier lugar del mundo pueda ejecutar agresivas operaciones especulativas que provoquen, directamente, que millones de personas vivan en la indigencia a causa de una crisis financiera en las superestructuras. Alguien decía que parece que las clases medias son un invento de la retórica capitalista para servir de cortafuegos entre las clases populares y las castas dominantes y privilegiadas.

El concepto de clases trabajadoras crea nuestro sentido de la comunidad y de lo común, pero a su vez implica adopta implícitamente la retórica del adversario, según la cual la clase trabajadora es pobre por defecto; las clases medias logran un equilibrio inestable a través de una propiedad y un puesto laboral prestados por el capital, que puede confiscárselos en cualquier momento; y la riqueza colectiva está en manos de quienes la han expoliado, de quienes se la han apropiado. Por expresarlo de otra forma: la porción del pastel de lo común que queda a los comunes es inversamente proporcional al numero de personas que lo tienen que compartir: un 10% para el 90%, mientras el 10% se queda con el 90%, esos que se enriquecen mientras tú trabajas. Las clases sociales definen un sentido de pertenencia, pero son contenedores que compartimentan, y tienden a perpetuar, la desigualdad. Hete aquí su paradoja.

Díganme si no cómo es tan natural que la mayoría pensáramos, casi instintivamente, impulsivamente, que era muy mala idea que Irene Montero y Pablo Iglesias cambiaran sus respectivos pisos proletarios por un chalet de campo, hábitat que en nuestro subconsciente colectivo está identificado con clases sociales privilegiadas. ¿De dónde ha salido esa repulsa visceral que en su momento aplicamos, la mayoría, al caso de Pablo e Irene? Es un síntoma de que el concepto de las clases sociales, inicialmente un potente aglutinador para la conciencia emancipadora de trabajadoras y trabajadores, ha sido con el tiempo infectado y secuestrado por el capitalismo, que es y ha venido siendo el modelo de socialización de las generaciones que nos han antecedido en el siglo precedente. Esa infección capitalista del relato de las clases sociales las ha convertido en un instrumento más de supremacismo, consolidando a unas por encima, y a otras por debajo.

Ese virus capitalista, que es cultural y por tanto mental, es el responsable de que veamos como anomalía grave que Irene y Pablo hayan formado una familia en un chalet en el campo, que nos sintamos conformes con comer jamón envasado con aglutinantes transgénicos, mientras nos parece coherente que (ese concepto también capitalista de) «los ricos» desayunen con jamón de bellota, o nos repugnen las marcas Porsche o Ferrari por mucho que representen a máquinas creadas por manos artesanas de cuyo trabajo se enriquecen, de nuevo, unos pocos.

De ninguna manera nos planteamos que un obrero conduzca un objeto de diseño, que llegue siguiera a degustar platos de gastronomía creativa o que viva en algo que no sea una precaria una solución habitacional. Entre otras cosas, no nos lo imaginamos porque nos produce verdadero rechazo, por obsceno, que un trabajador pueda acceder a «lujos» mientras el resto sufre escasez, y esa repulsa natural se alimenta de que tampoco somos capaces de vislumbrar que todos los trabajadores y trabajadoras podrían, en algún momento, comer jamón de bellota: nos parece imposible, entre otras cosas porque es un bien escaso… y en el universo capitalista lo escaso es, por sistema, para quien pueda pagarlo.

El capitalismo trata continuamente de persuadirnos, sin darnos tiempo (secuestrando nuestra atención mediante el hiperconsumismo) para que pensemos alternativamente, sobre que no hay un mundo posible en que la riqueza sea colectiva, porque siempre ha legitimado la depredación sobre lo limitado (la tierra, los combustibles fósiles, los minerales, el agua), dejando la puerta casi herméticamente cerrada a nuestra percepción respecto de la eventualidad de que esos bienes limitados sean necesariamente comunes, de modo que nunca seamos capaces de concentrar nuestra inventiva en crear fuentes de riqueza no especulativa que redunden en el bienestar de todos los pueblos. No sólo se depreda lo colectivo, sino que, en una vuelta de tuerca perversa, el victimario devuelve a la víctima lo depredado dosificándoselo lentamente desde posiciones dominantes, como si nunca la víctima hubiera tenido un derecho precedente sobre aquello, sobre lo común. Alguien tomó una vez por la fuerza un río público e hizo creer a todos que el agua era suya, y que si esos todos querían beber, tenían que pagar.

Como muestra de este laberinto sádico incrustado en nuestras mentes por la apologética capitalista están las energías limpias basadas en fuentes inagotables: en vez de haber nacido y ser desarrolladas como una parte del procomún, el embudo ultracapitalista se encarga de que, poco a poco, sin prisa y en cohabitación con la explotación de los combustibles fósiles, sean gestionadas y distribuidas por los mismos oligopolios energéticos de siempre. No cabe la oportunidad de pensar en una energía común y pública, pues se nos dice, reitera, y perjura hasta la saciedad que eso es imposible… obviamente lo es si unos pocos pretenden enriquecerse mediante el feudalismo sobre bienes menguantes, a expensas de agotar al planeta con ello.

Dejando aparte, en aras de destacar lo que pretendemos de la infección capitalista de nuestras mentes, cuestiones como la supuesta (in)oportunidad electoralista en la decisión personal de Irene y Pablo, o las fuerzas del capitalismo especulativo tras el jamón de bellota o las máquinas de 450 caballos de potencia en las carreteras, es evidente que en alguna parte del camino dimos por bueno -al menos en gran parte- el relato supremacista del capitalismo. Y no es por casualidad, pues el capitalismo es la ideología tóxica con el aparato de propaganda masiva más potente e insidioso de la historia humana. Incluso mucho más, en órdenes de magnitud y alcance, que las diferentes religiones institucionalizadas o que las monarquías. Decimos tóxica por venenosa y parásita, por su capacidad de inocularse en una víctima para la que es nociva haciendo de esa víctima su propio huésped defensivo frente a los intentos de ser desarraigada esa ideología.

La pobreza, las estrecheces, las privaciones, no son una condición intrínseca de la clase trabajadora, sino una imposición estructural del capitalismo sobre la mayoría de los pueblos para crear y mantener privilegios supremacistas como patrimonio de unas pocas familias. Hasta tal punto el parásito capitalista es insidioso que nos parece inaudito que todos tengamos bienestar: nos han inoculado que siempre ha de existir una cierta «pobreza estructural» para que la mayoría, es decir, las clases medias, consiga una vida con mínimas holguras. Sin embargo, por definición, debería ser al revés: trabajadoras y trabajadores, que son quienes aportan el valor social, tendrían que ser quienes vivieran en condiciones de bienestar, mientras los especuladores, que se dedican a la ingeniería de la sustracción del esfuerzo ajeno en detrimento de lo común, encontraran complicado el acomodo.

No sugerimos que haya que abandonar la conciencia de clase que tantos avances ha propiciado para trabajadoras y trabajadores, sino que hay que desinfectarla, desparasitarla de los implantes del relato ultracapitalista. Hay que reformularla con una nueva retórica moderna, igual que hizo el marxismo en su momento, un innovado relato emancipador que, basado en aquél, llegue a recuperar del interior del movimiento obrero la capacidad de discernir que nos están contando el relato a la inversa… y cabrearse por ello, antes de que el metaverso de los sistemas de información controlados por el capitalismo dé la puntilla a cualquier visión revolucionaria de la realidad.

¿Es que no hay posibilidades de que la riqueza que crean trabajadoras y trabajadores redunde, primero, en la construcción de un procomún que asegure bienestar y dignidad a todos y, segundo, se materialice en condiciones de progreso para cada familia? Al parecer las hay, pero hay que tener la osadía de imaginárselas. En otro libro, <<Comunismo de Lujo Totalmente Automatizado>>, editado en español por Antipersona, Aaron Bastani nos propone un futurible en que la tecnología y los procesos de automatización podría acabar trabajando para el bienestar de los humanos, y lo único que haría falta sería que la pusiéramos al servicio de lo común. ¿Una utopía irrealizable ante la realidad de que las tecnologías son el nuevo buque insignia del ultracapitalismo? En su momento, también parecían utopías impracticables la sanidad universal o las vacaciones laborales. Hubo que conquistar esas utopías.

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