El aprendizaje de la desigualdad a través del cine

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Ramón González-Piñal Pacheco, Profesor de Sociología, Instituto Universitario Tecnológico Robert Schuman (Universidad de Estrasburgo).

Aunque seguro que lo han oído en pingües ocasiones, una rápida búsqueda en Internet permite corroborar que son, como poco, bastantes, quienes entienden que el cine es un mero reflejo de la sociedad que somos, de la realidad que vivimos. Y, en cierto modo, desde un punto de vista descriptivo, y como sucede en este sentido yo diría que con cualquier otra manifestación artística, una película, aunque escenifique una acción en un imaginario rincón del espacio exterior, acabará por mostrar los rasgos principales, no sólo de la sociedad en la que se produjo sino también de aquéllas a las que se dirige. Desde luego, algo se estará haciendo mal cuando de entre estos rasgos sigue sobresaliendo con alarmante frecuencia uno frente a los demás: el machismo.

Por mucho que los últimos tiempos, por mantenernos en el género de la aventura espacial, se vean marcados por la aparición de roles femeninos en papeles vedados hasta hace poco a las mujeres, valgan como ejemplos la científica Amelia en Interstellar (2014), la piloto Cassie y la ingeniero Corazón que acompañaban a seis hombres como miembros de la tripulación del Ícarus II en Sunshine (2007) o Rosa Dasque, Katya Petrovna y la Dra. Unger de la misión Europa (Europa One, 2013), sorprende que nadie entre la abundante crítica cinematográfica profesional o aficionada, conservadora o progresista, parezca reparar en que la vida extraterrestre, incluidos los artefactos animados que la suelen rodear tales como robots, aparece tan sexualmente neutral como lo son las representaciones de ángeles de la Madonna Sixtina, por mucho que esta obra se sustente sobre un paradigma científico que data de cinco siglos.

De ello nos serviremos para tratar de poner de manifiesto la propiedad que hace del patriarcado el principal enemigo de toda sociedad democrática: su capacidad de atentar contra el principio constitucional de igualdad al tiempo que pasa por completo inadvertido. Algo que ejemplifica a la perfección el cine, pues la realidad es que ni profesionales ni amantes sin mayor ambición del séptimo arte suelen ver machismo en Toy Story 3 (2010), Paddington (2014) o Parque Jurásico (1993), por citar sólo algunos títulos poco sospechosos de atentar contra nadie (coincidirán conmigo en que ver machismo en Pretty Woman o en la última de Jackie Chan no tiene demasiado mérito).

Es justamente esa capacidad del patriarcado para pasar desapercibido lo que dificulta principalmente que se pueda legislar en su contra. Ello encuentra a su aliada perfecta en una sociedad del riesgo del todo consolidada como la actual, marcada por el despliegue definitivo del liberalismo económico y la consecuente canalización hacia el consumo (por ejemplo de cine) de la capacidad reflexiva de las personas, siendo esta última precisamente una de las características fundamentales de la modernidad tardía. El liberalismo económico se afana en justificarse parapetándose tras un principio de libertad torticeramente imparcial en lo ideológico, en tanto en cuanto fomenta de forma abusiva la atribución de responsabilidades a la persona, lo que suele desembocar en descargos del estado sobre éstas (libertad para aceptar un trabajo precario, libertad para ser pobre, libertad para ser objeto de la explotación sexual…) que tienden a amortizarse bien por géneros cinematográficos como el de superación personal.

La invisibilidad del patriarcado en este particular contexto acarrea como consecuencia una inclinación casi exclusiva de las políticas de igualdad hacia las manifestaciones más ostensivas y semánticamente unidireccionales de la desigualdad (por ejemplo, la violencia explícita), privilegiando para combatirlas propuestas de orientación disuasiva o compensatoria, lo que mantiene bajo tierra los factores cualitativos, que son los que verdaderamente perpetúan un sistema de organización social que discrimina a las mujeres.

En este sentido, una mirada intimidadora en un ascensor por parte de un hombre hacia una mujer no sólo es sin discusión una agresión sexista, además supone la afirmación de la impunidad del varón desde el acaparamiento de los mecanismos culturales para dotar de significado a las acciones. En efecto, cualquier intento de la víctima por hacer pública la agresión quedaría neutralizado desde la simple alusión del agresor a un malentendido, pareciendo aquélla imaginaria e instalándose de vuelta en la propia víctima, esta vez con forma de culpa. El resultado habitual de estas acciones, por desgracia sufridas con enorme asiduidad por las mujeres, es que éstas aprenden a gestionar estas experiencias anteponiendo un sentimiento de culpa. Ello introduce de lleno el problema de la desigualdad de género en las así llamadas políticas emocionales, las cuales, fuera del alcance  del estado, quedan a merced de relatos unidireccionales de terceros con gran capacidad de difusión, como aquéllos cinematográficos. De hecho, diversos trabajos han señalado a los lenguajes (como el cinematográfico) como herramienta fundamental para su establecimiento y puesta en práctica.

Las políticas emocionales tienen que ver con los procedimientos sutiles por los que una sociedad asigna significados a distintos niveles. Entre los procedimientos favoritos del patriarcado destaca el de la discriminación semántica en dos tiempos: primero se produce el significado estático, por ejemplo por medio de la estadística; y luego se realiza la asignación del mismo, lo que tiene lugar por canales que pueden ser empleados unidireccionalmente, por ejemplo aquéllos audiovisuales. De este modo, son los canales de difusión los que quedan sujetos a cuestionamiento a modo de testaferros, quedando a salvo de debate las condiciones en que un significado es producido. Dicho proceso de petrificación semántica queda resumido en sentencias de tanto calado como la que sigue: “los hombres presentan mayor capacidad para entender la informática [asignación] dado que éstos son amplia mayoría en las facultades de informática [producción]”. Por este motivo, nadie tacharía de spoiler que yo desvelara aquí que quien comete los asesinatos en Seven (1995) no es mujer, que los atracos son cosa de hombres (y si ellas participan es porque van bien flanqueadas), o que lo de impartir discursos aleccionadores con moraleja ya al final de la cinta no va con las hembras (total, nunca van dirigidos a ellas).

Cuando se traducen literalmente estas ideas al lenguaje cinematográfico nos percatamos de que la capacidad de infinita representación que presenta este y cualquier otro lenguaje queda reducida al mero reflejo de lo que quienes dirigen, realizan, producen y guionizan entienden por realidad social, lo que nos escupe de vuelta con forma de pregunta retórica nuestro enunciado inicial: ¿seguro que lo deseable es que el cine sea un reflejo de la sociedad?

5 COMENTARIOS

  1. Efectivamente, el cine refleja a la perfección la sociedad actual, marcada por un machismo cada vez más diluido, difícil de reconocer a simple vista. Lo de Interestelar es un buen ejemplo; el rol importante lo tiene el machito que pilota la nave, no la científica.
    Muy buen artículo

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