Presentamos esta semana en nuestra sección de formación, el tercer capítulo del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Polemizar ante el Manifiesto es casi una liturgia cíclica en el campo de la izquierda. Desde su publicación ha recibido críticas por parte de los más inconsecuentes caracterizándolo como esquemático o simplista. Posteriormente ha tratado de ser dulcificado y adocenado desposeyéndolo de su impulso revolucionario. Alejado de la realidad actual, abierto a múltiples interpretaciones o que no considera cuestiones accesorias al desarrollo del capitalismo son otros de los lugares comunes de sus críticos.
Marx y Engels combatieron durante su vida contra contra inumerables oponentes teóricos. El enfrentamiento con Bakunin, las criticas a los programas de Gotha o Erfurt o la polémica con Ernst During, así lo atestiguan. No eran textos fraternales, ni abiertos a múltiples interpretaciones.
Como muestra os dejamos el capítulo III del Manifiesto Comunista, una feroz crítica de Marx y Engels a las diversas corrientes socialistas y reformistas de su época.
LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA
1. El socialismo reaccionario
a) El socialismo feudal
La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no pudo hacer otra cosa, a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En la revolución francesa de julio de 1830, en el movimiento reformista inglés, volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso. Y no pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba más arma que la pluma. Mas también en la palestra literaria habían cambiado los tiempos; ya no era posible seguir empleando el lenguaje de la época de la Restauración. Para ganarse simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses y acusar a la burguesía, sin tener presente más interés que el de la clase obrera explotada. De este modo, se daba el gusto de provocar a su adversario y vencedor con amenazas y de musitarle al oído profecías más o menos catastróficas.
Nació así, el socialismo feudal, una mezcla de lamento, eco del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo que de vez en cuando asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón con sus juicios sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a risa por su total incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.
Con el fin de atraer hacia sí al pueblo, tremolaba el saco del mendigo proletario por bandera. Pero cuantas veces lo seguía, el pueblo veía brillar en las espaldas de los caudillos las viejas armas feudales y se dispersaba con una risotada nada contenida y bastante irrespetuosa.
Una parte de los legitimistas franceses y la joven Inglaterra, fueron los más perfectos organizadores de este espectáculo.
Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar que sus modos de explotación no se parecían en nada a los de la burguesía, se olvidan de una cosa, y es de que las circunstancias y condiciones en que ellos llevaban a cabo su explotación han desaparecido. Y, al enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no advierten que esta burguesía moderna que tanto abominan, es un producto históricamente necesario de su orden social.
Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello reaccionario de sus doctrinas, y así se explica que su más rabiosa acusación contra la burguesía sea precisamente el crear y fomentar bajo su régimen una clase que está llamada a derruir todo el orden social heredado.
Lo que más reprochan a la burguesía no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.
Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar parte en todas las violencias y represiones contra la clase obrera, y en la prosaica realidad se resignan, pese a todas las retóricas ampulosas, a recolectar también los huevos de oro y a trocar la nobleza, el amor y el honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha y aguardiente.
Como los curas van siempre del brazo de los señores feudales, no es extraño que con este socialismo feudal venga a confluir el socialismo clerical.
Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz socialista. ¿No combatió también el cristianismo contra la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó frente a las instituciones la caridad y la limosna, el celibato y el castigo de la carne, la vida monástica y la Iglesia? El socialismo cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho del aristócrata.
b) El socialismo pequeñoburgués
La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la burguesía, la única clase cuyas condiciones de vida ha venido a oprimir y matar la sociedad burguesa moderna. Los villanos medievales y los pequeños labriegos fueron los precursores de la moderna burguesía. Y en los países en que la industria y el comercio no han alcanzado un nivel suficiente de desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la burguesía ascensional.
En aquellos otros países en que la civilización moderna alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse una nueva clase pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado y que, si bien gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como satélite suyo, no hace más que brindar nuevos elementos al proletariado, precipitados a éste por la concurrencia; al desarrollarse la gran industria llega un momento en que esta parte de la sociedad moderna pierde su substantividad y se ve suplantada en el comercio, en la manufactura, en la agricultura por los capataces y los domésticos.
En países como Francia, en que la clase labradora representa mucho más de la mitad de la población, era natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la burguesía, tomasen por norma, para criticar el régimen burgués, los intereses de los pequeños burgueses y los campesinos, simpatizando por la causa obrera con el ideario de la pequeña burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. Su representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra, es Sismondi.
Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las contradicciones del moderno régimen de producción. Ha desenmascarado las argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas. Ha puesto de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del maquinismo y la división del trabajo, la concentración de los capitales y la propiedad inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman en la distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras, la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional, de las viejas nacionalidades.
Pero en lo que atañe ya a sus fórmulas positivas, este socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la sociedad tradicional, cuando no pretende volver a encajar por la fuerza los modernos medios de producción y de cambio dentro del marco del régimen de propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer saltar. En uno y otro caso peca, a la par, de reaccionario y de utópico.
En la manufactura, la restauración de los viejos gremios, y en el campo, la implantación de un régimen patriarcal: he ahí sus dos magnas aspiraciones.
Hoy, esta corriente socialista ha venido a caer en una cobarde modorra.
c) El socialismo alemán o «verdadero» socialismo
La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía gobernante y expresión literaria de la lucha librada contra su avasallamiento, fue importada en Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo del absolutismo feudal.
Los filósofos, pseudofilósofos y grandes ingenios del país se asimilaron codiciosamente aquella literatura, pero olvidando que con las doctrinas no habían pasado la frontera también las condiciones sociales a que respondían. Al enfrentarse con la situación alemana, la literatura socialista francesa perdió toda su importancia práctica directa, para asumir una fisonomía puramente literaria y convertirse en una ociosa especulación acerca del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la realidad. Y así, mientras que los postulados de la primera revolución francesa eran, para los filósofos alemanes del siglo XVIII, los postulados de la “razón práctica” en general, las aspiraciones de la burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente humana.
La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica, o, por mejor decir, asimilarse desde su punto de vista filosófico aquellas ideas.
Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento con que se asimila uno una lengua extranjera: traduciéndola.
Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a recamar los manuscritos que atesoraban las obras clásicas del paganismo con todo género de insubstanciales historias de santos de la Iglesia católica. Los literatos alemanes procedieron con la literatura francesa profana de un modo inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos filosóficos a los originales franceses. Y así, donde el original desarrollaba la crítica del dinero, ellos pusieron: “expropiación del ser humano”; donde se criticaba el Estado burgués: “abolición del imperio de lo general abstracto”, y así por el estilo.
Esta interpelación de locuciones y galimatías filosóficos en las doctrinas francesas, fue bautizada con los nombres de “filosofía del hecho”, “verdadero socialismo”, “ciencia alemana del socialismo”, “fundamentación filosófica del socialismo”, y otros semejantes.
De este modo, la literatura socialista y comunista francesa perdía toda su virilidad. Y como, en manos de los alemanes, no expresaba ya la lucha de una clase contra otra clase, el profesor germano se hacía la ilusión de haber superado el “parcialismo francés”; a falta de verdaderas necesidades pregonaba la de la verdad, y a falta de los intereses del proletariado mantenía los intereses del ser humano, del hombre en general, de ese hombre que no reconoce clases, que ha dejado de vivir en la realidad para transportarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.
Sin embargo, este socialismo alemán, que tomaba tan en serio sus desmayados ejercicios escolares y que tanto y tan solemnemente trompeteaba, fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.
En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente, de la prusiana, contra el régimen feudal y la monarquía absoluta, el movimiento liberal fue tomando un cariz más serio.
Esto deparaba al “verdadero” socialismo la ocasión apetecida para oponer al movimiento político las reivindicaciones socialistas, para fulminar los consabidos anatemas contra el liberalismo, contra el Estado representativo, contra la libre concurrencia burguesa, contra la libertad de Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses, predicando ante la masa del pueblo que con este movimiento burgués no saldría ganando nada y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán se cuidaba de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de la que no era más que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa moderna, con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política adecuada, supuestos previos ambos en torno a los cuales giraba precisamente la lucha en Alemania.
Este “verdadero” socialismo les venía al dedillo a los gobiernos absolutos alemanes, con toda su cohorte de clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía de espantapájaros contra la amenazadora burguesía. Era una especie de melifluo complemento a los feroces latigazos y a las balas de fusil con que esos gobiernos recibían los levantamientos obreros.
Pero el “verdadero” socialismo, además de ser, como vemos, un arma en manos de los gobiernos contra la burguesía alemana, encarnaba de una manera directa un interés reaccionario, el interés de la baja burguesía del país. La pequeña burguesía, heredada del siglo XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar bajo diversas formas y modalidades, constituye en Alemania la verdadera base social del orden vigente.
Conservar esta clase es conservar el orden social imperante. Del predominio industrial y político de la burguesía teme la ruina segura, tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque entraña la formación de un proletariado revolucionario. El “verdadero” socialismo venía a cortar de un tijeretazo -así se lo imaginaba ella- las dos alas de este peligro. Por eso, se extendió por todo el país como una verdadera epidemia.
El ropaje ampuloso en que los socialistas alemanes envolvían el puñado de huesos de sus “verdades eternas”, un ropaje tejido con hebras especulativas, bordado con las flores retóricas de su ingenio, empapado de nieblas melancólicas y románticas, hacía todavía más gustosa la mercancía para ese público.
Por su parte, el socialismo alemán comprendía más claramente cada vez que su misión era la de ser el alto representante y abanderado de esa baja burguesía.
Proclamó a la nación alemana como nación modelo y al súbdito alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a todos sus servilismos y vilezas un hondo y oculto sentido socialista, tornándolos en lo contrario de lo que en realidad eran. Y al alzarse curiosamente contra las tendencias “barbaras y destructivas” del comunismo, subrayando como contraste la imparcialidad sublime de sus propias doctrinas, ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar la última consecuencia lógica de su sistema. Toda la pretendida literatura socialista y comunista que circula por Alemania, con poquísimas excepciones, profesa estas doctrinas repugnantes y castradas.
2. El socialismo burgués o conservador
Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa.
Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya.
Pero, además, de este socialismo burgués han salido verdaderos sistemas doctrinales. Sirva de ejemplo la Filosofía de la miseria de Proudhon.
Los burgueses socialistas considerarían ideales las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que encierran. Su ideal es la sociedad existente, depurada de los elementos que la corroen y revolucionan: la burguesía sin el proletariado. Es natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora a sistema o semisistema. Y al invitar al proletariado a que lo realice, tomando posesión de la nueva Jerusalén, lo que en realidad exige de él es que se avenga para siempre al actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de él se forma.
Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida. Claro está que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las “condiciones materiales de vida” la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables con el actual régimen de producción y que, por tanto, no tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo -en el mejor de los casos- para abaratar a la burguesía las costas de su reinado y sanearle el presupuesto.
Este socialismo burgués a que nos referimos, sólo encuentra expresión adecuada allí donde se convierte en mera figura retórica.
¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera pedimos aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones celulares en interés de la clase trabajadora! Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración del socialismo burgués.
Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a una tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo… en interés de la clase trabajadora.
3. El socialismo y el comunismo crítico-utópico
No queremos referirnos aquí a las doctrinas que en todas las grandes revoluciones modernas abrazan las aspiraciones del proletariado (obras de Babeuf, etc.).
Las primeras tentativas del proletariado para ahondar directamente en sus intereses de clase, en momentos de conmoción general, en el período de derrumbamiento de la sociedad feudal, tenían que tropezar necesariamente con la falta de desarrollo del propio proletariado, de una parte, y de otra con la ausencia de las condiciones materiales indispensables para su emancipación, que habían de ser el fruto de la época burguesa. La literatura revolucionaria que guía estos primeros pasos vacilantes del proletariado es, y necesariamente tenía que serlo, juzgada por su contenido, reaccionaria. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal y un torpe y vago igualitarismo.
Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc., brotan en la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado y la burguesía, tal como más arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo “Burgueses y proletarios”).
Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en el antagonismo de las clases y en la acción de los elementos disolventes que germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero no aciertan todavía a ver en el proletariado una acción histórica independiente, un movimiento político propio y peculiar.
Y como el antagonismo de clase se desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado, y es en vano que se debatan por crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales. Esos autores pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa, las condiciones históricas que han de determinar la emancipación proletaria por condiciones fantásticas que ellos mismos se forjan, la gradual organización del proletariado como clase por una organización de la sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia que ha de venir se cifra en la propaganda y práctica ejecución de sus planes sociales.
Es cierto que en esos planes tienen la conciencia de defender primordialmente los intereses de la clase trabajadora, pero sólo porque la consideran la clase más sufrida. Es la única función en que existe para ellos el proletariado.
La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases y las condiciones en que se desarrolla la vida de estos autores hace que se consideren ajenos a esa lucha de clases y como situados en un plano muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos los individuos de la sociedad, incluso los mejor acomodados. De aquí que no cesen de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las sociedades posibles.
Por eso, rechazan todo lo que sea acción política, y muy principalmente la revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan siempre.
Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado aún la madurez, en que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas fantásticas acerca de su destino y posición, dejándose llevar por los primeros impulsos, puramente intuitivos, de transformar radicalmente la sociedad.
Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto que atacan las bases todas de la sociedad existente. Por eso, han contribuido notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Mas, fuera de esto, sus doctrinas de carácter positivo acerca de la sociedad futura, las que predican, por ejemplo, que en ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo o las que proclaman la abolición de la familia, de la propiedad privada, del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación del Estado en un simple organismo administrativo de la producción…. giran todas en torno a la desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que empieza a dibujarse y que ellos apenas si conocen en su primera e informe vaguedad. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones tienen un carácter puramente utópico.
La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico está en razón inversa al desarrollo histórico de la sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y acentúa, va perdiendo importancia práctica y sentido teórico esa fantástica posición de superioridad respecto a ella, esa fe fantástica en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de estos sistemas socialistas fueran en muchos respectos verdaderos revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son, pues, consecuentes cuando pugnan por mitigar la lucha de clases y por conciliar lo inconciliable. Y siguen soñando con la fundación de falansterios, con la colonización interior, con la creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén… Y para levantar todos esos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica generosidad de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van resbalando a la categoría de los socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática pedantería y por el fanatismo supersticioso con que comulgan en las milagrerías de su ciencia social. He ahí por qué se enfrentan rabiosamente con todos los movimientos políticos a que se entrega el proletariado, lo bastante ciego para no creer en el nuevo evangelio que ellos le predican.
En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas, y en Francia, los reformistas tienen enfrente a los discípulos de Fourier.