Dejar de hacer el idiota

Realizar una gran obra de cine político es realmente difícil, pues se trata de sintetizar en una película la naturaleza de un conflicto, conjugando sus matices fundamentales, que aparecen en clave de entendimiento o enfrentamiento. Además, en el caso de una gran obra, su autor o autores deben partir del hecho concreto, el acontecimiento, para llevar a los espectadores a la universalidad, a la esencia de las relaciones humanas en sociedad.

Es lo que consigue Elia Kazan en ¡Viva Zapata!, Gillo Pontecorvo en La batalla de Argel, Warren Beatty en Rojos o Andrzej Wajda en Danton. Trabajar con los hechos históricos permite seleccionar el acontecimiento del que extraer la lectura política o filosófica sobre la que se pretende profundizar. Hacer esto trabajando con el tiempo presente, obviamente, resulta mucho más difícil. Pues nos obliga a un análisis certero de la realidad política actual, compensando con altas dosis de lucidez la ausencia del amplio marco temporal que nos aporta la perspectiva histórica. Este es el valor de la serie francesa Baron Noir, el retrato más descarnado de la política francesa actual. Un retrato en el que se recogen todos los elementos y actores fundamentales del presente político europeo. Ahí están los vicios y las virtudes de nuestros representantes públicos, las corruptelas y los idealismos, el cinismo, la miseria, la valentía y la audacia necesarios para tener éxito en este Occidente líquido. Porque Baron Noir es una obra que descansa sobre la realidad actual, con todas sus posibilidades y limitaciones.

Vivimos en un mundo que entiende lo diverso para olvidar la esencia que nos une. Un mundo que se desvive por la defensa de la condición femenina, homosexual o racial de cada persona, al tiempo que se muestra incompasivo si la mujer es una madre trabajadora a la que han despedido, si a quien se le reconoce su orientación sexual no tiene posibilidad de disfrutar plenamente de su vida porque es un trabajador precario, o si esa persona de color es un inmigrante sin papeles. Frente a esto, emerge como alternativa la nueva extrema derecha, que pretende resolverlo todo negando el feminismo y la libertad sexual y expulsando a los inmigrantes. Vivimos en una Europa gobernada por gente como Emmanuel Macron, cuya única alternativa parecer ser gente como Marine Le Pen. Ante todo ello, Baron Noir es una hipótesis, una posibilidad de que algo distinto tenga éxito y rompa esta dicotomía.

La posibilidad de que todos los restos de una izquierda destrozada y desaparecida del escenario político confluyan en torno a un programa común que permita repensar el siglo XXI. En esta serie de tres temporadas, la pasión intelectual de un Jean-Luc Mélenchon se une a las preocupaciones de los ecologistas, los rescoldos del Partido Comunista Francés y las estructuras territoriales del Partido Socialista, para llevar al Elíseo a un líder carismático de dudosa moralidad pero que, en todo caso, es capaz de unirlos a todos, de aunar voluntades. Quizás porque en la izquierda, por encima de toda la frustración y toda la mierda, a veces prevalece el idealismo, la ilusión por hacer realidad la posibilidad de construir un futuro más justo. En la medida en que esto sea así, se podrá seguir hablando de la superioridad moral de la izquierda. Siempre que estas cosas se hagan para dar testimonio, para replantearnos nuestra vida en sociedad, más allá de la táctica y el cálculo a corto plazo.

Esto puede ocurrir en Francia a lo largo del próximo curso político. A pesar de todos los desencuentros que hasta ahora se han producido entre las distintas formaciones de izquierdas, podría haber una candidatura unitaria para las elecciones presidenciales de la primavera de 2022. Los ecologistas ven la necesidad, las bases del socialismo están pidiendo un giro a la izquierda, lo que queda del partido comunista está dispuesto… Pero para ello es absolutamente necesario que Jean-Luc Mélenchon deje de hacer el idiota. Extraordinariamente bien retratado en la serie a la que nos referimos, uno de los personajes más cultos y carismáticos de la política francesa actual, el parlamentario que mejor conoce la historia del parlamentarismo francés, el más consciente de la trascendencia del momento político actual… Mélenchon debe dejar de conformarse con un nutrido grupo parlamentario, debe abandonar ese estilo populista y demagógico que le permite algunos éxitos, sí, pero le impide alcanzar el poder político para cambiar las cosas.

El extraordinario ejercicio de generosidad, necesario para unir las voluntades de todas estas familias políticas en un proyecto común, sería posible si se forjara alrededor de una gran personalidad, que ejerciera un liderazgo carismático al tiempo que no levantara ampollas. Una persona tranquila y capaz de entusiasmar. ¿Martine Aubry? Capaz de entender las limitaciones del tiempo presente y explicarlas abiertamente desde el principio, evitando los desastres de los primeros años de la presidencia de Mitterrand, cuando la coalición que le había llevado al poder se deshizo ante el giro de 180 grados en materia social y económica. Alguien capaz de desarrollar, en el corazón de Europa, un programa de justicia social que responda a los intereses de la mayoría, arrastrando a Alemania hacia posiciones más solidarias, cosa que va a ser necesaria en una Europa que querrá continuar unida en tiempos de pospandemia.

Una candidatura unitaria por parte de la izquierda francesa, ventana de oportunidad para un éxito electoral como en 1936 o 1981, tendría que construirse a través de un programa político que superara a Emmanuel Macron, que permitiera seducir a una gran parte de quienes le votaron en 2017. La lucha no debe establecerse frente a la nueva extrema derecha, sino frente a las políticas del Gobierno actual. La izquierda tendría que hablar, tendría que explicar bien su programa para ilusionar a la gente mediante otra posibilidad de gobernar la globalización, dejando desnuda a la extrema derecha, al explicar pacientemente las mentiras sobre las que se sostiene su discurso (el mito de la gran sustitución, por ejemplo). Podría darse el caso, así, de una segunda vuelta de las presidenciales en las que los votantes tuvieran que elegir entre la izquierda o Le Pen. En este caso, todo haría pensar que la izquierda tendría las de ganar, teniendo en cuenta que el centro y una parte de la derecha moderada votarían a favor del candidato izquierdista. Esto sería una suerte de efecto Chirac en dos tiempos, como dice un amigo mío, recordando la victoria del candidato derechista en las presidenciales francesas de 2002, frente a Jean-Marie Le Pen, al quedar Jospin apeado en la primera vuelta.

El contexto actual nos permite pensar en algo así. Hay una desafección cada vez mayor en la sociedad francesa frente a las instituciones, caldo de cultivo para la nueva extrema derecha, pero que se expresa a través de la protesta desesperada (chalecos amarillos) y el hartazgo democrático (con una abstención de casi el 67% del censo en las regionales de hace diez días). Un programa unitario y realista por parte de la izquierda permitiría dar cauce democrático a la protesta, hasta alcanzar y reactivar las instituciones. Sería una indudable muestra de generosidad y valentía, asumiendo el riesgo de abandonar egos y particularismos a favor de un proyecto común.

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