Identidades Esenciales y Mutaciones Patriarcales

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Marina Pibernat Vila

“Identidad” es seguramente el término que mejor resume la tendencia política de la ex-izquierda en el mundo occidental en lo que llevamos de siglo XXI. Después de la caída del muro de Berlín, la izquierda se apresuró a asumir el fracaso del proyecto socialista, abandonó la defensa de los intereses de la clase obrera, hasta se olvidó de que esta existía, y dejó de dirigirse a ella. Entonces quedó un vacío. ¿De qué podía hablar la izquierda? ¿Y a quién podía hablarle? Así es como empezó el show de las identidades -cualquier identidad salvo la de clase-, cuando la izquierda y los movimientos sociales supuestamente progresistas le retiraron la palabra a la clase trabajadora y empezaron a buscar en cualquier parte nuevos sujetos políticos a los que dirigirse. En su decadencia, han acabado buscándolos hasta debajo de las piedras de sus propios delirios posmodernos. Donde antes estaba la izquierda, ahora sólo hay comerciales políticos de la identidad a la caza del voto temeroso de parecer de derechas.

¿Pero qué es la identidad? Todo el mundo habla de ella, pero cuando hay que definirla la cosa se complica. Las ciencias sociales han tratado profundamente la cuestión porque la identidad es algo profundamente social, y jamás emana misteriosamente del interior de las personas al margen de su contexto. La identidad se construye en interacción con nuestro entorno social, es decir, con otras personas. Es un proceso colectivo, y no tiene nada que ver ni con ningún instinto primario ni con la individualidad. Además, se construye por oposición, es decir, alguien se identifica de alguna manera en la medida en que otro alguien no lo hace. O mejor dicho, un grupo social se identifica de una determinada manera en la medida en que otro grupo social no lo hace. Una identidad es algo que sólo puede existir cuando la compartimos con unas personas al mismo tiempo que no lo hacemos con otras.

Si bien la necesidad de compartir una identidad es algo completamente humano, ninguna identidad es nunca esencial en las personas. Y sin embargo, estamos asistiendo a su esencialización, cosa que podemos observar en ámbitos muy distintos. En el político, destaca el nacionalismo como discurso basado en una identidad nacional esencial. Por poner un ejemplo cercano, en Cataluña se levantó, casi de un día para otro, una oleada independentista basada en una identidad catalana que cualquier independentista siente como si de un órgano vital se tratase. Para la mayoría de esas personas, no conseguir la independencia equivale a la desgracia, la infelicidad y la muerte de una catalanidad que consideran que debe ser eterna. Así que cuando alguien explica que la legalidad internacional no reconoce el derecho de autodeterminación para Cataluña, el nacionalismo catalán sufre un schok y nos maldice como si por no plegarnos a sus esencias identitarias nacionales estuviésemos cometiendo el peor de los crímenes. Esa irracionalidad política y sentimentaloide no es exclusiva del nacionalismo, y ha llegado a intoxicar a otros sectores de la sociedad.

El mismo concepto de autodeterminación está haciendo fortuna en otros campos políticos, como es el caso de la llamada “autodeterminación de género” que propugna la Ley Trans de la ministra Irene Montero. Podemos, su partido, no ha podido resistirse al discurso esencialista del nacionalismo catalán, y tampoco al del transactivismo. La transexualidad es el movimiento social y el discurso político identitario y esencialista construido sobre al trastorno de la disforia de género. Así que si un hombre dice ser mujer en su fuero interno, entonces es que es una mujer, y no se admiten objeciones. Por tanto, según esto, una mujer es quien se siente mujer, y no quien es del sexo femenino. Esta es la delirante premisa de la que parte dicha ley, y que necesariamente socava las legislaciones hechas específicamente para proteger a las mujeres de su opresión estructural por razón de sexo.

Pero por si esto no fuera suficientemente problemático, la cosa va más allá. El enfoque afirmativo de la identidad de género asume que si un hombre dice que es una mujer, o viceversa , estamos ante una realidad incuestionable, y que ese hombre es en realidad una mujer -y atención a esto- desde el día en que nació. Ahí es cuando el esencialismo de la identidad que maneja el transactivismo se vuelve hacia la infancia y la adolescencia, descubriendo su rostro más siniestro. En un niño, niña o adolescente hay pocas esencias, puede que ninguna. En esa etapa de la vida se está formando nuestra personalidad, nuestro intelecto, y aquello que seamos depende directamente de nuestra socialización con otras personas.

Del mismo modo que a una criatura se le puede hacer creer que tres señores mágicos dejan regalos en cada casa la noche de reyes, también se le puede inducir a pensar que hay un error en su cuerpo por no coincidir con los roles y estereotipos de género, siguiendo los postulados transactivistas. No es difícil hacer que un niño se identifique como niña, o al revés, se trata únicamente de sugestionarlo en ese sentido, y él o ella misma expresará que tiene la necesidad vital de cambiar de sexo, como si eso fuera posible. Cuando lo haga le estarán esperando los colectivos transactivistas que, erigiéndose en defensores de su verdadera identidad, le aconsejarán hormonarse y someterse a operaciones estéticas para emular la apariencia del sexo opuesto, dañando así su salud gravemente y para toda la vida, pero generando grandes beneficios económicos para las empresas del “sector trans”. 

Estos terribles hechos ya están ocurriendo desde hace unos años en países de nuestro entorno que han aprobado ignominiosas leyes como la Ley Trans de Montero y Podemos. Es muy probable que en un futuro próximo presenciemos auténticos escándalos sobre los perniciosos efectos de la teoría de la identidad de género y su experimentación con menores. Será cuando las víctimas del esencialismo identitario del transactivismo crezcan y se levanten para denunciar lo que hicieron con su salud física y mental. De hecho, casos como el de Keira Bell en Reino Unido indican que ya han comenzado a hacerlo.

Chicas y chicos jóvenes como la misma Bell ya han sido víctimas no únicamente de la deliberada confusión sembrada por la teoría de la identidad de género al mezclar sexo, género, orientación sexual, identidad y esencialismo. Lo han sido principalmente de un machismo atroz que se ha cambiado el disfraz para colarse en el siglo XXI. Recordarán que, hasta no hace mucho, cuando un niño o niña mostraba comportamientos que no se consideraban propios de su sexo se le presionaba para que los modificara. Fue gracias al feminismo que los roles y estereotipos asociados a cada sexo fueron cuestionados, dando a niños y niñas la libertad para hacer lo que quisieran sin sufrir coacciones. Así que la ideología sexista ha invertido su propia lógica para seguir afianzando los viejos roles y estereotipos, pero esta vez de una forma mucho más horrenda que antes. Ahora, si un niño o niña expresa comportamientos que no se consideran propios de su sexo, no es su comportamiento lo que hay que cambiar, sino su cuerpo, modificar virtualmente su sexo, con consecuencias irreversibles para la salud.

Así pues, la ideología de la autodeterminación de la identidad de género y el transactivismo constituyen, si lo pensamos detenidamente, la mutación lógica de los valores patriarcales para permanecer intactos, pero esta vez alcanzando niveles más crueles de destrucción de la vida y la salud de las personas, ocultándose tras un discurso aparentemente progresista mientras tacha a las feministas de reaccionarias y tránsfobas. Pero esta burda maniobra no le va a servir durante mucho más tiempo, y quienes desde las instituciones pretenden que asumamos como emancipadora esa nueva cepa del patriarcado ya pueden ir buscando un cómodo agujero en el que esconderse cuando se desvele definitivamente el engaño, porque la vergüenza que pasarán va a ser mayúscula. Y ni esgrimir su propia estupidez supina les servirá entonces para obtener el perdón de las feministas por haber atentado contra las mujeres y la infancia.

4 COMENTARIOS

  1. Muy bueno y bien explicado lo de la identidad trans. Gracias Marina Pibernat Vila y El Común por vuestro trabajo y compromiso con la opinión pública y el ejercicio de las libertades de expresión, información y opinión.

  2. Estando de acuerdo con la mayor parte de su artículo, difiero de la comparación que hace usted con Cataluña pues aunque efectivamente se ha abandonado la lucha de clases y se ha polarizado en el problema de la identidad catalana no hay que olvidar que la unidad española es una asignatura pendiente y eso siempre ha sido así, mientras España se piense castellana, Cataluña se sentirá catalana y Euskadi se sabrá vasca. Respecto al resto de su artículo pienso que ha hecho usted un análisis muy acertado

    catalana y Euskadi se

  3. Estoy totalmente de acuerdo. Bastante hemos luchado las feministas de los años 60 para ahora enfrentarnos con esta polémica. Si los trans quieren ser Trans muy bien. Respeto total. Hemos roto amarras con el patriarcado, los estereotipos de roles que nos petrificaban como mujer ideal y madre ideal en donde lo femenino eran estos roles y la cosificación del cuerpo de la mujer como modelo de «formas femeninas», cuando ahora se busca esas formas para luchar o democratizar determinadas identidades. ¿Una nueva forma del patriarcado? La banalidad de la partitocracia (otra forma de patriarcado) actual en la que Podemos es un claro representante, hace de las luchas identitarias su supuesto cometido. Estamos en un punto de bifurcación como especie en que o superamos a través de nuestra conciencia los estereotipos y el poder patriarcal como eje de las desigualdades en que es crucial la evolución hacia la desidentificación o seguimos en este círculo vicioso de ocurrencias banales.

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