«Lo peor no es que estemos solos, lo peor es que estamos rodeados»
Manuel Vázquez Montalbán
Uno de los primeros recuerdos que conservo de mi infancia es un 9 de noviembre de 1989: mis padres sentados frente al televisor emocionados y, a su vez, paralizados observando cómo se caía ante ellos el Muro de Berlín. Con él buena parte de un mundo y una ideología que les había marcado profundamente: la militancia comunista como una forma de entender la política, el trabajo, la familia. Todo. Hasta jugarse la vida por ella.
Con nueve años apenas entendí lo que aquello significaba pero tenía que ser algo grave. Sobre todo, habiendo sido criado en una pequeña vivienda obrera del Sur de Madrid plagada de libros de la Editorial Moscú -descoloridos de su inicial brillante rojo- y presididos por un gigantesco libro de poemas de Lenin -sí, una joya- y en donde a la menor oportunidad me recordaban como ese señor tenía la razón histórica de su parte. Justo aquel frío jueves otoñal la herencia soviética del camarada Vladimir Ilich Uliánov, con o sin la razón histórica de su parte, comenzaba a resquebrajarse.
30 años después, con júbilo y sin disimulo alguno, la prensa, los gobiernos europeos -sin excepción- los poderes y las clases dominantes han celebrado su particular 9 de noviembre de 1989. Un hecho, por cierto, inesperado que multiplicó aquel shock mundial. Sin que hubiera transcurrido ni un año, un 3 de octubre de 1990, se asistió no a la reunificación sino a la anexión en términos prácticos de la República Democrática Alemana por parte de la República Federal Alemana.
Objetivamente es este el acontecimiento histórico que celebran: el triunfo del capitalismo sobre el socialismo más allá de los argumentos consabidos sobre la democracia, los Derechos Humanos, la liberación del Este y runrún de todos los días. Siempre es importante ser preciso en el lenguaje: más cuando en juego está cómo interpretamos un pasado cercano y que sentimos como propio. Un punto de inflexión histórico, en cualquier caso, en donde se puso en marcha la fase final del “corto siglo XX” que conceptualizara Hobsbawm.
Desde entonces hasta el presente se ha consolidado una “nueva” fase expansiva y totalizadora del capitalismo caracterizada por tres elementos estructurales: a) Un aceleramiento brutal del tiempo histórico marcado por sucesivas crisis económicas instrumentalizadas para proceder a un continuo recorte de los derechos democráticos, laborales y sociales fruto de un siglo de conquistas por parte, principalmente, del movimiento obrero; b) Una escalada brutal de la carrera armamentística junto con la cronificación de sucesivas guerras imperialistas y con la crisis medioambiental como trasfondo; c) El impulso de lo que el crítico literario estadounidense Frederic Jameson denominó la “lógica cultural del capitalismo”, a través del posmodernismo, con el objeto de poner a la venta la tesis del final de las ideologías y de la lucha de clases.
Por este camino los consensos en torno al Derecho Internacional Humanitario y el valor de la paz entre naciones surgidos tras la II Guerra Mundial, los Juicios de Núremberg y la creación de Naciones Unidas languidecen. El crecimiento exponencial de muros de Norte a Sur y de Este a Oeste y el auge del fascismo global constituyen dos de sus consecuencias más visibles.
Mientras tanto, ¿cómo ha resistido la izquierda? En lo básico hemos resistido lo que ya es mucho con algún que otro capítulo brillante, pero siéndonos arrebatadas la mayor parte de las conquistas obtenidas con sangre y sudor durante más de un siglo. Hasta volver a situaciones históricas dadas por superadas como sucede con los intensos procesos de precarización. De hecho, el producto más acabado de la actual fase del capitalismo es el trabajador pobre. No solo es que las tesis de James Petras acerca de que las generaciones nacidas a finales de los años setenta del siglo XX vivirían peor que la de sus padres se hayan visto ampliamente reconfirmadas, sino que este permanente retroceso parece no tener final alguno. Vuelta, en la práctica, a la subsistencia de la que hablara Marx en El Capital, pero con un movimiento obrero en retirada y un sindicalismo de clase puesto permanente en entredicho.
Incluso, y no es por ponernos quisquillosos, estamos perdiendo desde hace décadas -y antes de aquel noviembre de 1989- la batalla no por el relato -típico del pensamiento liquido- sino por la interpretación de nuestro pasado común. Probablemente aquí se encuentre una de nuestras últimas barreras defensivas en términos culturales. Bien es cierto que como decía Vázquez Montalbán -a quien está dedicada esta columna-trinchera que empezamos hoy en elcomun.es– siempre hemos estado rodeados. Por más que, en muchas ocasiones, ni siquiera fuéramos del todo conscientes, en tanto el Sistema ha tejido brillantes estrategias de integración y absorción de cara a encauzar y debilitar cualquier expresión pública del pensamiento crítico. Para, en caso contrario, proceder al correspondiente “cordón académico y mediático” y otorgar las consabidas etiquetas calificativas de “militante” en un sentido denigratorio con afán excluyente. El objetivo nunca ha dejado de ser otro que lograr “nuestra” exclusión de los debates y tribunas en donde se fundamentan las “ideas de la clase dominante” como señalaron Marx y Engels en La ideología alemana allá por mediados del siglo XIX. Lo que hubiera disfrutado Gramsci con la actual universidad como campo de estudio tanto para examinar los fenómenos de hegemonía y contrahegemonía así como las relaciones sociales de producción.
En resumen: no nos ha quedado otra que navegar -como siempre- a contracorriente. Dentro y fuera de la academia. Dentro y fuera de los centros de trabajo. Dentro y fuera de nuestros barrios. Inclusive en las comunidades de vecinos como el espacio por antonomasia en donde mejor se reflejan las miserias de aquella soñada “sociedad de propietarios” por Thatcher.
“El pasado es a la vez lo que se ventila en las luchas políticas y un elemento constitutivo de las relaciones de las fuerzas políticas” afirmó el historiador francés Jean Chesneaux en un libro hoy olvidado –¿Hacemos tabla rasa del pasado? A propósito de la historia y de los historiadores (1976)- para denunciar como la lectura y visión de ese mismo tiempo histórico nunca es neutral. Puede parecer obvio lo dicho pero atender a cómo hoy se explica, a la par que se justifica, desde la interpretación histórica liberal y posmoderna -mayoritaria en nuestras universidades- de cómo cualquier relato es válido nos da cuenta del retroceso, igualmente, en este campo. Todo ello como producto de una visión académica hegemónica que siempre apegada al poder y al orden en mayúsculas -pues como también trajo a colación Vázquez Montalbán “el orden no es de derechas ni de izquierdas. El orden es el orden”- ha arrinconado la función social de la historia dentro y fuera de las aulas bajo el argumento falaz de que el historiador no es un político. Malinterpretando de paso a Max Weber con una lectura, cuando menos, sesgada de El político y el científico.
El fin último no es otro que acaparar una posición de oligopolio de un amplio mercado con la venta de un supuesto producto objetivo y técnica y metodológicamente verificable. Nada más lejos de la realidad. Pura propaganda por parte de aquellos quienes precisamente no dejan de hacer política con la historia al presentar un relato armónico y lineal, sin aparentes contradicciones, de un pasado marcado indisociablemente por el nacimiento, formación y consolidación del capitalismo -como modelo de producción dominante en la inmensa mayoría de los países- no desde hace dos siglos sino al menos desde 1756 como radiografió magistralmente Josep Fontana en su obra póstuma (Capitalismo y Democracia, 1756-1848: cómo empezó este engaño, 2019).
El resultado ha sido como se han ido abandonando todos aquellos temas conflictivos o incómodos -la historia del movimiento obrero, las lógicas de la conflictividad obrera, la historia del capitalismo o la propia historia de las clases sociales-que pudieran entorpecer a ese mismo relato triunfante del capitalismo tras la caída del Muro de Berlín. Ahora bien, quizás lo más grave haya sido el desplazamiento, hasta casi su marginación total, de cualquier eje explicativo vinculado a la contradicción fundamental de las relaciones capital-trabajo.
No queda otra que volver a formular algunas preguntas centrales para entender cómo hemos llegado aquí. ¿Cómo domina la clase dominante? tal y como se interrogó el sociólogo sueco Göran Therborn, a buen seguro, pudiera ser un inicial paso para comenzar un estado de la cuestión todavía pendiente.
A estos interrogantes pretende contribuir esta columna-trinchera desde la reivindicación de una historia de clase pero sobre todo de la función social del historiador. Pues como recordó, de nuevo, Josep Fontana: “Si para alguna cosa sirve la historia es para hacernos conscientes de que ningún avance social se consigue sin lucha” en su fundamental Historia: análisis del pasado y proyecto social de 1982.
En esta ocasión, a diferencia de otras tantas tentativas, al menos intentémoslo con un halo de optimismo militante tirando otra vez de nuestro apreciado Vázquez Montalbán: “No hay verdades únicas, ni luchas finales, pero aún es posible orientarnos mediante las verdades posibles contra las no verdades evidentes y luchar contra ellas”.