Las Olimpiadas «feministas» más misóginas de la historia

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Por Karina Castelao

Este artículo es solo una primera impresión de lo que se prometían ser los Juegos Olímpicos más rompedores de la era moderna y ha terminado siendo, según opinión generalizada en la que incluyo la mía, las peores olimpiadas de este siglo.

Los problemas con el acondicionamiento del Sena ya daban pistas de lo que parecía, y finalmente fue, un evento «quiero y no puedo» de modernidad e inclusión pero que nunca dejó de ser un espacio contaminado. Porque eso es lo que ocurre cuando lo woke y lo queer lo contaminan todo con su pátina de hipocresía: que lo construido por un lado se destruye por otro.

De la ceremonia de apertura ya queda poco que decir. El espectáculo grotesco y deslucido por la lluvia y por el río no satisfizo a nadie. Y mucho menos a los propios deportistas que tenían que ser los auténticos protagonistas de los juegos. El paseo por el Sena hacinados en barcazas les robó su momento de presentarse ante el mundo, y no solo a nivel individual, sino como naciones en un acto en el que históricamente ha habido lugar para todos los países, pero que esta vez solo se centró en los de siempre.

Fueron controvertidas por escandalosas varias de las performaces que salpicaron el desfile, aunque no lo fue menos la recogida de cable posterior de la organización tras el impacto causado en la opinión pública de alguna de ellas, no fuera a ser que se encolerizara a toda la cristiandad a la vez, además de al resto de habitantes del globo que aún conservan algo de buen gusto.

Pero de toda la ceremonia de apertura lo más relevante para mí fue el cómo alguien ha conseguido representar, como diría Orwell, el doblepensamiento feminismo-misoginia sin que tal oxímoron le mueva ni un pelo. Pues se puede. Se puede hacer un homenaje a las grandes mujeres de la historia de Francia, algunas de las cuales son las madres del feminismo, y al mismo tiempo borrar a la mujer del resto del espectáculo. Y extenderlo ya a todo el evento olímpico, o incluso antes.

Porque estas olimpiadas han sido en las que la antorcha a su llegada a París fue recibida por dos hombres (uno de ellos vestido de drag queen), cuando lo habitual es que sea recibida por un hombre y una mujer, pretendiendo vender al mundo la idea de que sustituir a una mujer por alguien queer es un símbolo de diversidad (obviamente lo diverso no podía ser sustituir a un hombre por un drag king y que por una vez fuera una mujer la representante de lo diverso, pero eso supondría excluir a cualquier representante masculino de la recepción de la llama olímpica y eso es impensable).

Han sido también los juegos olímpicos en los que dos participantes femeninas fueron apartadas por sendas medidas disciplinarias, una por fumar y otra por llevar una camiseta en defensa de los derechos de las mujeres afganas (que no se puede hacer política en las Olimpiadas pero ahí están el veto a Rusia y a Bielorrusia y la participación incondicional de Israel), mientras que un jugador neerlandés, pederasta convicto y no sé si confeso de haber violado a una niña de 12 años, participaba en voleibol como si nada y ni tan siquiera era noticia destacable en los medios. Bueno, sí, para hacer chistes sobre su apellido.

Han sido, obviamente, las Olimpiadas en las que dos hombres biológicos (valga la redundancia) han robado a dos mujeres el oro en boxeo femenino, un deporte en el que, junto con el resto de deportes de contacto, se separan las categorías por peso de forma tan estricta que una luchadora mujer fue descalificada de la suya por tan solo 100 gramos de más, pero en el que la separación por sexo es discutible ya que, como bien recuerda el representante del COI, ser mujer es algo imposible científicamente de determinar, motivo por el cual hay que ceñirse estrictamente a lo que diga a ese respecto un documento como el pasaporte.

Han sido las Olimpiadas en las que todo el progrerío masculino se ha dedicado en redes sociales a acusar de racismo a las feministas que defendíamos el derecho de las mujeres a tener su propia categoría deportiva separada por sexo, mientras se la soplaba lo más grande (y perdón por la ordinariez) que a una mujer española y negra toda la manosfera, esa de la que dicen abjurar, la atacara despiadadamente por su raza y su maternidadal haber conseguido “solamente” el sexto puesto en la final olímpica de triple salto. O en las que, mientras que a una lanzadora de peso no binaria, con la cara completamente tapada, las redes la defendían frente a la desfachatez de un comentarista por nombrarla en femenino, nadie se hiciera eco del bodyshaming que sufría una de las miembros del equipo femenino español de waterpolo (ganadoras del oro, por cierto).

Han sido además, las Olimpiadas donde ha quedado más que evidente el sesgo machista de la profesionalización deportiva, con países a los que les ha parecido más rentable invertir en deportes que no obtienen ningún buen resultado pero sí tienen representación masculina, mientras abandonan disciplinas como natación artística que luego consiguen un meritorio quinto puesto y diploma olímpico. Y donde hay mujeres atletas que llaman a sus madres para decirles que las van a quitar de trabajar y comprarles una casa con el premio económico que conlleva una medalla.

Pero también han sido las Olimpiadas de la sororidad a lo grande. En las que las dos gimnastas ganadoras de la plata y el bronce reverenciaban a la ganadora del oro ignorando los maliciosos comentarios de rivalidad entre ellas. En el que una competidora ha llevado en brazos a su rival lesionada o en el que la jugadora que ha conseguido medalla por causa de la lesión de su oponente le hace su pequeño homenaje al subir al podio. O en la que la imagen más bonita de los juegos es la de una gimnasta china que muerde su medalla por primera vez.

Estas olimpiadas han sido las Olimpiadas del #SaveTheWomenSport y del #XX censurado en redes (luego dirán que no nos están borrando, pero se considera discurso de odio un hashtag representando los cromosomas femeninos). También la de cruzar los dedos y los brazos formando una X como símbolo de lo que nos hace mujeres. La del posicionamiento claro de algunas personalidades del mundo del deporte, como periodistas o celebridades, a favor de la preservación de las categorías femeninas. Y, quiero creer, las de un incipiente peak trans planetario que augura el principio del fin de la dictadura ideológica posmoderna y avanza la vuelta del sentido común y la búsqueda de la justicia social (porque los derechos de las mujeres basados en sexo son justicia social). Porque si no es así, entonces sí será el principio del fin del deporte femenino.

Para ir terminando, la ceremonia de clausura de estos juegos olímpicos, no sé si para evitar polémicas o porque todo el entusiasmo transgresor se quedó en la de apertura, ha sido de lo más clásica y convencional, con los deportistas celebrando en el estadio olímpico la fiesta que les fue robada en la ceremonia inaugural. Un desfile multitudinario solo interrumpido por los gritos entusiastas del comentarista de RTVE ante la aparición de lo que ya es para algunos el lamentable símbolo de estas olimpiadas: una persona intersexual que combate y gana injustamente en una categoría que no le corresponde.

Y como la hipocresía woke ha sido una constante en estos juegos, la organización decidía que la entrega de medallas de maratón (algo que por tradición se hace siempre en la ceremonia de clausura) fuera en esta ocasión a las triunfadoras de la maratón femenina, al mismo tiempo que la ganadora subía al podio cubierta con velo islámico -aquí he de decir que la corredora compite con la cabeza descubierta y no representa a un país musulmán por lo que intuyo que es una decisión personal suya llevar velo en la entrega de medallas, lo que no es óbice para que siga siendo un símbolo de opresión hacia las mujeres-. 

El resto del espectáculo ha sido más de lo mismo y de lo de siempre, juegos de luces, bailarines, acróbatas, canciones y discursos, discursos en los que se ha repetido machaconamente que han sido los de París 2024 los Juegos Olímpicos más inclusivos y con mayor paridad de «género» jamás celebrados, pero que, añado yo, ni remotamente han sido feministas. Y para colofón y despertarnos del sopor, un Tom Cruise descolgándose desde el cielo y llevando como Ethan Hunt la bandera olímpica a Los Ángeles y adelantando lo hollywoodienses que pueden ser las próximas olimpiadas.

Un último apunte.

A quienes tengan la tentación de limitarlos a un acontecimiento deportivo, estos juegos olímpicos en el final del primer cuarto del siglo XXI han sido mucho más que eso. Han sido un negocio, una ideología, un acto político y un medio para crear opinión. Han sido, no solo competiciones y partidos, sino inversiones milmillonarias difícilmente recuperables, ruedas de prensa del COI dejando patente su misoginia, debates en redes entre instituciones deportivas enfrentadas, e imagen de país, o más bien de continente, en clara decadencia. Y sobre todo, mensajes, muchos mensajes, explícitos y subliminales, de entre los cuales yo me quedo con dos que ya son familiares para las feministas:

Que «los tiempos cambian pero el odio a las mujeres es eterno» y que «solo las mujeres salvarán a las mujeres». 

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