Claustro

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CAPÍTULO 42

   La explanada de Montecassino quedó un momento en calma. Todos los súbditos carcosinos, habitantes de mil mundos conquistados alistados a la fuerza, se quedaron estupefactos cuando Ovidio devoró a su rey. Nadie sabía muy bien qué hacer. Algunos se fueron rápidamente a sus naves e intentaron volver a sus lugares de origen, otros salieron corriendo en dirección contraria sin saber muy bien lo que estaban haciendo pero la mayoría se quedó ahí a la espera de recibir una orden o encantados con aquello que acababan de observar. 

   Ovidio recuperó la compostura y cuando iba a comenzar a hablar sucedió lo inevitable. La tierra comenzó a vibrar. Se paró un momento y comenzaron a aparecer moscas de la tierra. Al principio eran una pocas y comenzaron a volar alrededor de Ovidio mientras este intentaba en vano atraparlas. Pero pronto aparecieron de la nada miles de millones y formaron una gran nube en el cielo, tan grande que nubló el sol y sumió a todos en una tenebrosa oscuridad. 

   De la gran masa de moscas que zumbaban con si se hubieran tragado una vuvucela se abrió una gran compuerta. Pareciera que esa masa informe de moscas se hubiera transformado en una nave espacial o algo así. Se desplegó una escalera negra como el carbón y de ella comenzó a bajar Henry Kissinger. 

Dio un paso sobre la plataforma y comenzaron a sonar unos sones como de corista. Y efectivamente, Kissinger empezó a cantar una tonada pegadiza y coqueta sobre la represión a todo aquello que sonara a libertad de los pueblos. Según acababa una estrofa levantaba una pierna, como si quisiera dejar ver los ligueros que se escondían bajo sus negros ropajes. Habló de la guerra de Camboya, del golpe de estado en Chile, del asesinato de Allende y de Neruda, de su injerencia en casi todos los estados de América del sur con la Operación Cóndor, de los regímenes de terror impuestos por él en Indonesia, de su injerencia en países como Portugal o España para que los comunistas no tuvieran nunca ninguna oportunidad, de su participación en el asesinato de Carrero Blanco, de tantas y tantas barbaridades que parecía hacerle muy feliz en su representación escalón a escalón. Una vez abajo desplegó sus brazos como colofón a su número excesivamente teatral y cientos de enormes criaturas salieron de la tierra como si hubieran estado reposando en ella millones de años. No eran mas que babosas de tamaño descomunal que iban devorándolo todo a su paso mientras dejaban un reguero de estiércol mal oliente y un camino alfombrado de moscas y de insectos. El aire se llenaba de miles de ellos zumbando por doquier mientras se introducían en las gargantas de los asistentes a ese evento digno del fin del mundo.

  Kissinger se percató de que Ovidio era un ser peligroso y tomó las precauciones necesarias como para no estar cerca de las fauces de alguien que había devorado a sus enemigos. Pero Ovidio se defendía de todo abriendo su boca y succionando a todos los bichos extraños que le rodeaban. En un momento se alzó en el cielo oscurecido y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo. Era como si intentase devorarse dándose la vuelta a su propio cuerpo. Era un ser excéntrico, piramidal, con una fuerza desatada. Pronto se transformó en un agujero negro que cubría los cielos. No obstante Kissinger logró evitar que se tragara todo a su paso enviando contra él a los ángeles caídos. Mil seres alados, deformes como Quasimodos, lograron rodear a Ovidio y clavarlo a tierra con sus lanzas de platino. 

   En un momento Ovidio había creído que podría acabar con los seres del infierno pero ahora estaba rendido en el suelo mientras notaba la presencia de Kissinger acercándose a él. 

   —¡Ya tienes lo que buscabas! ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a esclavizar a toda la raza humana? ¿No te vale con haberlo hecho en vida? ¿Quieres más?

   —¡Pobre rata de cloaca! Lo único que deseo es implantar un régimen donde los Estados Unidos de América dicten absolutamente todo.

   —¡Vamos, como ha venido sucediendo los últimos ochenta años! —espetó furioso Ovidio.

   El ser más depravado de la historia de la humanidad se enfureció y pisó la cabeza de Ovidio mientras una decena de gusanos intentaban colarse por los orificios de la nariz de Ovidio. Este se movió y comenzó a sacudirse con fuerza, podía notar cómo sus fuerzas flaqueaban y su cuerpo se paralizaba.

   Kissinger comenzó a gritar y el cielo de moscas se abrió por completo. A lo lejos podía observarse una hilera de naves estelares. No eran de los suyos con lo que Henry envió a sus ángeles caídos a recibirles como se merecían. 

   Eran las treinta y tres tribus que se habían reunido en el salón de los aullidos de su ciudad, Zurinia, para prestar ayuda al salvador de los mundos. Tomy-Ymot, el sabio del trono caballizado que envió Ovidio señaló desde la nave capitana la mala situación en la que parecía estar su salvador. Adisei habló desde la radio a su lugarteniente Romei. 

   —¡Ahora! ¡Despliega ahora!

   Kissinger solo se había percatado de las naves que le venían de frente cuando la mayoría estaban ya rodeándole. En un momento miles de perros de todas las clases comenzaron a luchar contra las horribles criaturas del infierno. El día y la noche parecían sucederse cada vez que uno de los contendientes parecía tomar ventaja, lo que era celebrado por todos los que participaban en la feroz batalla. 

   Así fue como Ovidio fue liberado por los zurinios. Y en cuanto tuvo oportunidad abrió su boca como si fuesen las fauces del mismísimo infierno y todo lo que había a su alrededor, los representantes de mil mundos conquistados por el Rey Amarillo, los diablos y monstruos del infierno, los miles de perritos que vinieron a ayudar, todos fueron absorbidos por la gran garganta de Ovidio, el último fue el propio Henry Kissinger que no dejaba de decir, ¡Dejadme, dejadme comunistas de mierda, tengo que llevar a cabo el plan…! Ovidio no supo nunca de que plan hablaba porque dentro de su cabeza estaba ya latente la solución definitiva a todo este embrollo que le había llevado diez años de vida resolver.

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