Mapa de una opresión

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Por Reis A. Peláez

Este sábado 11 de mayo ocurrió en la capital de nuestro estado un evento conocido con el nombre de «Let Women Speak», organizado por la conocida divulgadora Kellie-Jay Keen. En muy resumidas cuentas, se trata de algo así como un micrófono abierto donde las mujeres, solo mujeres, de cromosomas XX, hablen libremente contra la teoría queer y todo lo que tenga que ver con la autoidentificación de género. Un nutrido número de feministas conocidas y no tan conocidas llevan estos días, antes, durante y después, expresando sus críticas a la organizadora por su posicionamiento político y, consecuentemente, afeando la actividad. Todo esto actualiza inevitablemente en mi cabeza otras innumerables ocasiones cuando las feministas nos dedicamos a invertir tiempo, esfuerzo y energías en descalificar e iniciar una guerra dialéctica abierta contra otras feministas cuya metodología, ideario político o actitud no encajan con nuestra idea de la “feminista ideal”. Quiero aclarar, antes de nada, que no estoy haciendo un análisis histórico, que muy posiblemente podría, sino que me sitúo en un punto más o menos sincrónico y coetáneo a la edad que nos toca vivir, o sufrir, según se mire.

Como no podía ser de otra manera, las opinólogas que no somos expertas en casi nada y nos encanta hablar de todo, de vez en cuando, ponemos la máquina de análisis a funcionar y formulamos hipótesis. Yo no voy a ser menos y les lanzo los resultados de mis ejercicios con la lógica, ese maravilloso instrumento al alcance de cualquiera que nunca jamás debió desaparecer del discurso político. 

Voy a empezar, como en los escritos medievales, encomendándome a las diosas y las musas, en este caso, nuestras grandiosas antecesoras, que colocaron el ideario feminista en el carril revolucionario correcto, del que ahora nos quieren hacer descarrilar. Pocas personas que presuman de abrazar ideología feminista se atreven a cuestionar el concepto de patriarcado con el que funcionamos y teorizamos en los últimos 50 años, gracias a los postulados del llamado feminismo radical, pleonasmo del que hablaremos en otra ocasión. En la misma línea, incluso a las que ya en Beijing 95 nos chirriaba el término género nos ha tocado aceptar tantos aciertos de la definición que lo matiza con respecto al concepto de clase. Desde ahí, académicas y no académicas diseminan, analizan y estudian cómo funciona la feminidad y la masculinidad como herramienta de opresión indispensable para que el patriarcado siga moviendo impasible todo su mecanismo destructor de la mujer. 

Entre ese entramado de la feminidad destaca la parte que nos programa desde que nacemos a las que somos del sexo femenino para desconfiar de nuestras congéneres. Sabemos que el patriarcado necesita mantenernos bien divididas y este es uno de sus grandes logros. De un lado, nos retiene trabajando en soledad para que no generemos conciencia de clase: nuestro trabajo esclavo milenario, por lo general, no es un trabajo en equipo y nos confina en nuestros hogares sin disponibilidad de tiempo libre para compartir penurias de explotación con otras mujeres. Sin embargo, esto, por sí solo, no sería suficiente para que el carácter social humano no produjera la inevitable sororidad y esa es la razón por la que la feminidad se construye sobre cimientos de odio y disputa entre nosotras, cuya articulación no es el momento ni el lugar de explicar, pero es más fácil de ver que otros mandatos patriarcales que tenemos impresos a fuego. 

Si los subsistemas del patriarcado llevan siglos usando esta arma de sometimiento en forma de guerras, nacionalismos, e incluso el fútbol para dividir a la clase trabajadora que acaba matándose ella misma en muchas ocasiones, el patriarcado nos modela a las mujeres para no apoyarnos en nuestras hermanas. Así es que, como sujeto político del feminismo, no podemos evitar, y necesito que quede bien claro esto, que nos exime de parte de culpa, traer a nuestra revolución muchos mandatos de género, entre ellos, cómo no, el susodicho mantra de que nuestra peor enemiga es otra mujer.

Otro engranaje de la feminidad es la necesidad de validación masculina que infecta el feminismo no solo en el empecinamiento de muchas de incluir a los hombres como figuras protagónicas de nuestra lucha, de lo que ya he hablado y volveré a hablar tantas veces como haga falta en este u otros foros con más profundidad, sino también en la escucha activa y consecuente de su argumentario que incorporan a nuestro propio discurso. Voy a ser más concreta. Que levante la mano la que nunca haya sido tachada de blanca, burguesa y europea por el feminismo que profesa y luego que nos explique a todas cómo ha podido ser, porque a mí me haría dudar de si lo que defiendo es feminismo si es aceptado por ciertos sectores (los que generalmente utilizan este endeble argumento). Vamos a desmontar esta falacia, que ya con los años para mí es más causa de hilaridad profunda que del cabreo de mi juventud. Empecemos por el oxímoron de mujer burguesa y voy a hacerlo con una pequeña clase de materialismo para principiantes.  Burgueses son los dueños de los medios de producción. La burguesía es la clase social, por tanto, dominante que necesita oprimir a otros sectores de la población para obtener beneficios de su trabajo. Queridos compañeros de la clase obrera «hombres necios que acusáis a la mujer…», ¿cuántas mujeres se reúnen normalmente en el G-20?, ¿cuántas forman parte de los altos cargos de la Open Society?, ¿qué porcentaje de las personas propietarias de los medios de producción en el mundo son mujeres?, ¿qué puestos ocupan las hembras humanas en los más ricos y poderosos del mundo?, ¿en manos de cuántas mujeres están los grandes emporios de la comunicación?… 

No sé, podría seguir hasta el infinito, pero solo voy a añadir un matiz que creo necesario: la crítica de tanto señor de la izquierda a las mujeres que habitan los hogares de los hombres burgueses, los que sí lo son porque es de ellos el poder, va cargada de la misma misoginia, tan necesaria para que esta máquina patriarcal siga su curso, que todas las demás violencias que sufrimos las mujeres. Acusar a cualquier mujer de formar parte de lo que los hombres relacionados con ella hacen es como hacerme a mí culpable de la pérdida de las lenguas autóctonas en América. El obrero que se deslomaba la espalda en una fábrica en Reino Unido no es causa del colonialismo británico, ni la mujer de la limpieza de su oficina tiene nada que ver con el apoyo militar de España a tantas guerras.

Estudiar en el análisis feminista las diversas formas de opresión a la mujer que se dan en el patriarcado según el sector de la sociedad en el que interactúen las mujeres, sea este definido por los medios de producción, por la cultura o la geografía, es saludable y necesario, pero nunca, nunca, puede ser motivo de división. Las que creemos en un sindicalismo de clase y sabemos lo que es, defendemos el mismo tipo de feminismo: el que incluye a todas las hembras humanas. 

Dicho esto, pasemos a la otra gran pelea en la que invertimos tiempo, dialéctica, tinta y ganas hasta la saciedad: la del acoso y derribo de esa feminista que siempre leímos, admiramos y seguimos hasta que… ¡uy! hace algo que no nos gusta. O, yendo más allá, la del hundimiento de esa mujer que, sin ser ninguna feminista admirada, está haciendo una gran labor por algo que nos incumbe, llámese derecho al aborto o desmantelamiento del transactivismo, pero que jamás pronunció los votos feministas que todas seguimos ciegamente. Una gran feminista cuyo trabajo incansable forma parte de mi propia identidad política, pero que dice que el asturiano es una lengua creada, o apoya postulados del nacionalismo español, o se encuentra dentro del espectro socialdemócrata que toda mi vida he repudiado… será objeto de mi cuestionamiento político en ámbitos privados y seguros, en los que defiendo mi corriente feminista, pero no forma parte, en ningún caso de los cimientos de este sistema cuyo terrorismo nos cuesta cientos e vidas al año solo en España. No estoy de acuerdo en que las mujeres abramos micrófono a personas que vienen de ámbitos de la derecha, sean estas feministas o no, pero son esos señores de la derecha contra quienes debemos desplegar los ejércitos, no contra ellas. Se presenta un partido que defiende la agenda feminista y nos dedicamos a buscar hasta el último resquicio de su feminismo que no nos encaje para hacer campaña contra él, aunque hayamos votado 546587464453 veces a otros partidos con la nariz tapadísima. Si hay una opción política elegible con la agenda feminista como buque insignia o con un programa claramente feminista, no deben ser las acciones peculiares de sus lideresas las que nos muevan hasta el punto de hacer campaña contra ellas pidiendo el voto en blanco (ha ocurrido, no me lo invento) y evitar con ello que por fin entre una opción feminista en alguna institución. Ahí no es, ese no es el camino, ni en aquellas ni en las próximas elecciones, ni con aquel ni con este otro partido. Vamos a charlas de sindicatos, asambleas 8M o anti militaristas llenas de defensores de la teoría queer y transactivistas, pero fusilamos a una compañera  porque se sienta al lado de un señoro que es un impresentable maltratador en una charla defendiendo posturas similares…

Yo creo que el patriarcado come palomitas mientras nos encargamos de matarnos entre nosotras, pero ya sé que soy una isla en el océano feminista de apedrear a compañeras. De hecho, yo misma fui víctima de esta práctica tan desgraciadamente habitual, con lo que sé de lo que me hablo. Personalmente, tendría millones de razones (políticas también) para dedicarme a destrozar la imagen de unas cuantas feministas, pero ni se me ocurre. Mi guerra es otra y no está en mi clase ni en mi campo. 

Pelearnos entre nosotras forma parte de nuestra socialización. Para que el feminismo funcione hay que tener conciencia de clase y eso significa luchar contra esos mandatos de género. Yo entiendo así conciencia de clase feminista, por eso lucho contra el mandato patriarcal que nos tatúan al nacer de que nuestra peor enemiga es otra mujer, y que interiorizamos a pesar de que quienes nos asesinan y violan son los hombres. Esa socialización que algunas feministas llaman género está también en nuestra propia manera de hacer política.

El feminismo debe focalizar la energía en luchar por acabar con una estructura apuntando a sus cimientos. Que la diosa Celia Amorós me perdone, pero apuntar bien es politizar bien. Localizar bien el blanco es imprescindible. Esta revolución no se puede permitir daños colaterales y mucho menos en el propio bando. Si hace falta un mapa, lo hacemos.

Insisto en que es totalmente lícito que ante un café o en algún círculo feminista, seguro y de confianza, aprovechemos para matizar nuestros criterios políticos y carguemos contra otras feministas cuyos métodos no nos gustan, pero intentar desmontar su imagen pública y llenar las redes sociales y otros medios de comunicación de masas de críticas destructivas contra mujeres que están intentando favorecer nuestra causa es tan perjudicial para la lucha como virus tales como la teoría queer. Es muy posible que una de las razones por las que esta revolución es tan insufriblemente lenta es por todos esos disparos errados que nos dañan a nosotras mismas. Mientras no seamos capaces de crear una revolución exenta de maneras y losas patriarcales, no lograremos frenar la autodestrucción de la humanidad que es el patriarcado.

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