Claustro

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CAPÍTULO 39

   —¿Y ahora qué? —se preguntaba Ovidio. 

   Después de tanto frenesí y de tantas cosas extraordinarias se sentía viejo y cansado. Tenía la esperanza de no haber fracasado pero también albergaba la sensación de haberlo hecho. Las dudas son como cuchillas que se clavan en los ojos y no te dejan ver el horizonte por donde debe transcurrir el futuro. ¿Pero qué futuro? Ovidio se percató de que todo lo que había intentado no había hecho sino favorecer a Gronfgold y de que no contaba ya con las fuerzas suficientes como para continuar. El mundo había empeorado después de haber mejorado, la gente había despertado pero sólo para coger carrerilla y volver a dormir en una siesta de egos y vacuidad absoluta. Y la gran mayoría estaba contenta con la posibilidad de soñar, con la posibilidad de ser quienes no eran, con el ansia de sentirse atrapados dentro de una gran tela de araña pero ellos mismos eran el atrapado, la araña y la tela. Gronfgold había conseguido lo imposible. Los esclavos se autoesclavizaban. Pensó en qué sería de los treinta y seis sabios del trono. Qué estarían haciendo ahora mismo. ¿Qué sería de Toto-Otot, a quien había enviado a la ciudad de Z para buscar a Percy Fawcett? ¿Qué sería de Anlu-Ulna a quien había enviado a la ciudad hiperbórea de Thule en busca de Virgilio y de las veinticinco tribus del lugar? ¿Qué sería de Sele-Eles a quien envió a Aquilea o Nueva Troya para hablar con Aquiles, el héroe de los poemas homéricos? ¿Qué sería de Vies-Seiv que sin duda se perdería en la selva de Cíbola buscando a fray Marcos de Niza? ¿Qué sería de Peru-Urep en Jastinápura capital del reino Kuru donde reinaba el dios Krishna? ¿Qué clase de torturas estarían sufriendo por su culpa? Ni siquiera se plantearon no ir. Y si les llegó la parca lo hicieron bajo la forma de un simple caballo, ellos que habían sido los gobernantes de todo un mundo de fantasía, ellos que inventaron lo imposible, ellos que surgieron de la nada. Ovidio lloraba desconsolado por la imposibilidad de ayudarles. 

   Pero a veces la respuesta sucede ante tus ojos, se manifiesta para sorpresa de quien carece de esperanza. Sonó un teléfono que Ovidio había olvidado que poseía. 

   —¿Diga melón? —contestó divertido para disimular su llanto.

   —¡Ovidio! Soy Clio, tenemos que hablar.

   Ovidio pareció despertar de una pesadilla. Abrió los ojos de hito en hito y escuchó la propuesta de la musa de la historia. Debían ir a Montecassino, justo donde había ido él y de donde se lo habían llevado por transgredir el espacio tiempo. La propuesta era muy valiente pero terriblemente peligrosa. Podrían desaparecer los únicos seres del planeta que tenían lo necesario como para cambiar las cosas. 

   —¿Y si sale bien después qué haremos? —preguntó Ovidio.

   —Verás, desde el mismo momento de la victoria electoral de Gronfgold hemos tenido la sospecha de que ganó haciendo trampas. Hemos descubierto que se contó para sí mismo el último voto que era para nosotras. Tenemos pruebas de ello y, además, tenemos a la persona que votó, que jura que lo hizo por las Musas, no por el puñetero caballo. Está comprobado pero como tiene todo el poder y posee todos los medios de comunicación decidimos no decirlo porque no íbamos a solucionar nada, quizá ponernos en peligro.

   —¡Peligro! ¿Como ahora entonces?

   —Eso es diferente porque no tenemos otro remedio, Ovidio. ¿Qué vamos a hacer, olvidarlo todo y comenzar de nuevo? Nos estamos borrando. Estamos empezando a desaparecer. Es lo único que podemos hacer.

   Ovidio se quedó pensativo, se echó la mano izquierda al mentón y movió la cabeza afirmativamente. Lo iban a hacer. 

   Pero iba a ser su responsabilidad. Si tras el atracón de Musas él no podía encontrar el momento para actuar todo acabaría ahí. Y él sería el responsable del fin de la humanidad. Del fin de la cultura. Del fin de la imaginación. Miles de millones de seres actuando como zombis, miles de millones de seres en una vida absurda e insípida, miles de millones de seres bajo la más absoluta resignación y falta de perspectivas, miles de millones de seres dejándose llevar hacia la nada. Sería el fin de la historia. Sería el fin de los tiempos. Ovidio comenzó a pensar qué pasaría después sin inspiración, sin capacidad para desarrollar cualquier vocación, ¿En qué clase de autómatas se convertiría la especie humana? ¿Con qué clase de líderes políticos habría de lidiar después? ¿Y cuando Gronfgold muriera, si es que eso era posible, qué pasaría? ¿Desapareceríamos todos como por arte de magia? ¿Se disolvería nuestra especie como un azucarillo en un café? Quizá fuera lo mejor entonces. Desparecer y no dejar ningún rastro ya que aquellos que no saben ser, que no desean avanzar, que no poseen la capacidad para imaginar un mundo mejor quizá deberían desaparecer de la faz de la tierra y dejar paso a otra especie que domine el planeta. Desapareceríamos como los dinosaurios pero esta vez no haría falta un meteorito, nosotros seríamos a la vez el meteorito y los dinosaurios. 

   Una vez finalizada la llamada Ovidio se puso en marca para acudir a la cita con las Musas. Viajó a Montecassino y se apostó frente al imponente promontorio donde se levanta la abadía. Había llegado antes que las Musas así que esperó sobre una piedra y se puso a darle vueltas a su plan. Miró el cielo despejado del lugar y una brisa fría e intensa le llenó los pulmones. La luz era como si se abriera la puerta desde un abismo y refulgiera de tal manera que hubieras olvidado hasta de cómo era la luz porque esa luz era una luz nueva. Una luz como de otro mundo. Luz de amor y de pasión. Le cegó tanto la luz que Ovidio pensó que estaba dentro de un sol. Pero no estaba dentro de ningún sol, una nave espacial descomunal ocupaba casi todo el cielo y refulgía, vaya si refulgía. Otra vez, pensó Ovidio. Qué sucede aquí que cada vez que vengo me desvelan luces extraordinarias. Pero no era Vitruvius, ni la imaginación desbordada de Ovidio, ni la ausencia anterior de luz lo que había cegado a Ovidio. En el cielo un pequeño transportador paso por encima de él y aterrizó a escasos metros. 

   Un ser espectral vestido con una túnica negruzca y tapado con una capucha salió tras un leve chasquido. 

   —Tú debes de ser quien llaman Ovidio. —dijo ese extraño ser.

   —El mismo que viste y calza cuando lleva zapatos. —espetó Ovidio para provocar el desconcierto en su interlocutor. 

   Tras él Luna-Anul se dejó ver y dejó a Ovidio boquiabierto, cariacontecido, pasmado, atónito, absorto, patidifuso, patitieso, estaba en un estado medio alelado, aturdido, atolondrado, ensimismado en su mismidad, distraído porque no sabía qué estaba pasando y acabó sintiéndose como un absoluto necio. ¿Qué había hecho? ¿Era Luna-Anul la que venía con, con quién? No se acordaba de dónde la había enviado.

   —¿Quién eres? —dijo Ovidio.

   —Soy El Rey Amarillo y vengo con mis tropas de Carcosa a conquistar tu mundo y todos los mundos posibles.

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