Lo verdaderamente científico

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Hace más de 150 años que John Snow propuso que beber agua con heces era malo para la salud, lo que muchos consideran como el inicio de la epidemiología. Corría la primera mitad del siglo XIX. La revolución industrial había saturado las ciudades de trabajadores, que malvivían en “las peores casas en los peores barrios”, como dijo Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra. “Las calles están generalmente sin pavimentar, son agrestes, sucias, plagadas de deshechos vegetales y animales, sin alcantarillas ni canalones, pero suministradas por albercas fétidas y estancadas en su lugar. Más aun, la ventilación se ve impedida por el estilo de construcción del barrio entero, malo y confuso, y dado que muchos seres humanos viven aquí amontonados en un pequeño espacio, la atmósfera que domina en estos barrios de trabajadores es fácil de imaginar.”

Ángela Rodríguez dijo el otro día que la medicina actual piensa en cuerpos correctos e incorrectos, que el correcto es el de los hombres y el de las mujeres “que van por un camino muy estrechito, que otras no pueden, ni quieren, transitar”. Alana Portero aprovechó la oportunidad para sumarse al victimismo usando su experiencia personal, el único tipo de evidencia que entienden algunos.

La acusación podría parecer una crítica razonable al androcentrismo de la medicina o a los prejuicios en los que puede caer el personal sanitario, ambos problemas reales que deberíamos atajar. Hasta que “Pam” habla del “camino muy estrechito” que transitan algunas mujeres, ese término que no sabe definir. Tampoco es coincidencia que este ataque venga de dos personas que creen que el sexo es un constructo social, mucho menos importante que la percepción individual del género. Que Portero reivindique su derecho a “pesar como un sillón tirando a macizo” sin que los médicos hagan suposiciones sobre su salud, es parte del discurso posmoderno de que la ciencia no puede hacer generalizaciones. Si creen que el sexo es un invento europeo, cómo no van a creer que la epidemiología es un prejuicio personal de los médicos.

Mientras tanto, en el Londres del siglo XIX, el problema era que los deshechos vegetales y animales se acumulaban en las calles, así que las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto y echarlo todo al río. La ciencia del momento no supo explicar por qué a esta acción le sucedieron a una serie de brotes de cólera, hasta que John Snow tuvo la brillante idea de separar el mar de datos en función de la compañía que suministraba agua a cada casa. Pronto quedó claro que las personas que bebían agua que venía del río contaminado eran las que más enfermaban.

Para Snow, este fue un gran experimento con 300.000 sujetos “de ambos sexos, de todas las edades y ocupaciones, y de todos los rangos y posiciones”, que fueron divididos en dos grupos “sin elección, y, en la mayoría de casos, sin su conocimiento.” Dos casas vecinas podían recibir agua de dos compañías diferentes. Desde entonces, la epidemiología y la salud pública han hecho lo posible por evitar este tipo de experimentos descontrolados. Lo ideal sería que la información precediera a las muertes, y prohibir (o dar la opción de abandonar) aquello que nos pone en riesgo.

En su columna It’s science, bitch!, Portero se queja de que los médicos asumían que tomaba drogas y practicaba sexo sin protección cuando tenía “apariencia de joven gay y afeminado”. Ese mismo día, Más Madrid anunció una Proposición No de Ley para que se estudie el aumento del chemsex (orgías con drogas duras) entre los hombres gays. Otro vicio de los médicos es buscar la causa de sus problemas de salud en el tratamiento hormonal feminizante que sigue, a pesar de que es “perfectamente seguro” y “le salvó la vida”, dando a entender que de otra manera se hubiera suicidado. Se tarda 10 segundos en encontrar los efectos a largo plazo de esas hormonas seguras: trombosis, problemas cardiovasculares, cáncer de mama, y el consabido “hacen falta más estudios”.

Lo cierto es que a los posmodernos no les gusta ser un número más en la estadística. Si tienen que elegir, eligen siempre la ignorancia, y en esa ignorancia se confunden. Portero dice que los médicos tienen gordofobia, cuando “lo verdaderamente científico” es pensar en múltiples factores. Pero ojo, esa verdad científica no vale para todo. Las hormonas son el único tratamiento efectivo contra el suicidio, ya que actúan directamente sobre la causa del problema, los genitales, salvándole automáticamente la vida a millones de personas. Da igual que tengamos décadas de estudios sobre la prevalencia, causas y efectos de “pesar como un sillón tirando a macizo”, y prácticamente nada sobre las hormonas anti-suicidio.

Por desgracia, a lo largo de la historia ha habido otros experimentos masivos como el de Londres, cuyos participantes involuntarios fueron separados en dos grupos sin elegirlo ni saberlo: el DDT, el agente naranja, el tabaco, la talidomida, el SIDA o, más recientemente, el SARS-CoV-2. Este último dejó claro que no basta con saber qué nos mata. Como ya sucedió con los obreros que estudió Engels, durante la pandemia la salud de la economía pesó más que la de los trabajadores. O la de las mujeres en prostitución, un problema muy complejo que hay que abordar sin caer en la putofobia, a pesar de los estudios sobre las nefastas consecuencias de esta forma de explotación.

Tanto Engels como Snow vieron que las condiciones de vida de los trabajadores causaban enfermedades y trabajaron para cambiarlas. Es este derecho a la salud lo que deberíamos reivindicar. El derecho a que se estudien los problemas que nos afectan, a que se publiquen los resultados y a tener un sistema sanitario sólido. En cambio, si vivieran en el Londres del siglo XIX, algunos personajes actuales dirían que beber agua con mierda y vivir entre la mierda es parte de su identidad, y que la causa real del cólera es el estigma social de la mierdofobia, difundida por un burgués alemán que se atrevió a escribir un libro sobre algo que no había vivido en sus propias carnes.

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