El precio de la sumisión

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Este artículo abarca únicamente un marco espacio-temporal muy concreto: Europa, y especialmente España, desde la segunda mitad del siglo pasado. 

Las feministas hablamos de vez en cuando entre nosotras del precio que pagamos por serlo. Puede ser desde la incomprensión familiar y de amistades hasta la pérdida de la relación con esas personas. Desde el aislamiento laboral hasta la pérdida del trabajo. Y también la enorme dificultad para las heterosexuales de encontrar una pareja: ya es difícil que no den grima antes de conocerles bien, pero también encontrar un hombre que te vea como a una igual, y no digamos ya con conocimientos de feminismo o la mente abierta para procesarlos. Cuanto mayor son tu conciencia feminista y tus conocimientos, eres más consciente de las dinámicas de relación con los hombres, y dejan de atraerte (al menos para una relación duradera) gran parte de ellos. Ya no estás dispuesta a no ser una igual, a dar sin recibir, a sacrificarte por un hombre que además lo espera como si fuera su derecho natural. 

Y precisamente eso es lo que hicieron nuestras abuelas, nuestras madres, y siguen haciendo muchísimas mujeres. Sacrificar sus vidas, relegarse a sí mismas por hombres que no lo merecían. Y no lo merecían porque ninguno lo merece, porque ningún hombre que merezca la pena espera que su pareja no sea una igual a él. Hasta hace poco al menos tenían el consuelo del reconocimiento social y familiar. Eran alabadas como buenas esposas, buenas madres, buenas hijas, los pilares de esas sacrosantas familias erigidas sobre los restos de sus pensamientos e ilusiones. Llevaban una vida a la sombra de otros, pero morían convencidas de que así debía ser y de que habían hecho lo correcto. 

Ya no tienen ese “consuelo”. Desde hace décadas saben que han perdido mucho. Que se merecían otra vida, otras oportunidades, que deberían haber sido dueñas de sus destinos. Y cuando ya es tarde, cuando han pasado demasiados años y ya están atadas a unos hijos, sin estudios y sin vida laboral fuera del hogar, cuando la alternativa a la que se enfrentan es perder a su familia para vivir en la miseria económica, se quedan pero con la inmensa amargura de saber lo que han perdido. Por eso para muchas fue y sigue siendo más fácil negar la mayor, erigirse en bastiones del patriarcado y defenderlo con uñas y dientes. Porque la alternativa sería demasiado dolorosa. 

Os cuento todo esto por varias razones. Para empezar porque he conocido muchas mujeres así a lo largo de mi vida, desde mi madre a otras que todavía siguen ahí, y todas me duelen, me duele lo que podían haber sido sin el eterno sacrificio por otros.

También porque por mucho que duela ponerse las gafas moradas y ver sin filtros y de forma descarnada cómo el patriarcado está en cada aspecto de nuestras vidas, ese dolor nunca será comparable al de haber tirado por la borda la única vida que tenemos.

Y por último, porque hay en redes sociales un revival del ensalzamiento de las amas de casa, de la mujer tradicional. Y no es cosa de Vox, no, se trata de mujeres jóvenes, estadounidenses en su mayoría, que cuentan sus vidas de esposas y criadas al servicio de sus maridos como vidas de ensueño. Son guapas y sexis, modernas, y están encantadas de su papel. Triste marketing sería si intentaran vendernos la misma moto de siempre con el “irresistible tirón” de mujeres prematuramente avejentadas, con cuerpos destrozados y cutis estragados, vestidas con batas de mercadillo y arrastrando los cansados pies después de una jornada agotadora tras otra. 

El machismo es un monstruo muy vivo, que ya entendió que no le servirían los métodos de siempre y sigue probando trampas nuevas: desde el transgenerismo para sublimar los roles y estereotipos de género, para los más modernos, a convertir mujeres tradicionales en portada de revista, para captar a las hijas de las mujeres que entraron en el mercado laboral mientras seguían ocupándose de toda la carga del hogar. 

No es cierto que los perros viejos no aprendan trucos nuevos, y pocas cosas hay más antiguas que el patriarcado. Pero las feministas vinimos para quedarnos, y nuestra tarea no solo es liberarnos de las cadenas a nosotras mismas, sino a todas. Y no vamos a parar. 

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