Rusia y la eclosión del supremacismo europeísta

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Marina Pibernat Vila

La casualidad quiso que precisamente el pasado mes de febrero tuviese que hablar en clase
sobre la relación entre la antropología evolucionista y el colonialismo. En aquellos primeros pasos de la disciplina en el siglo XIX, antropólogos europeos y estadounidenses creían que sus sociedades constituían el más avanzado estadio de evolución sociocultural humana. Era algo compartido por todo el pensamiento occidental: nosotros éramos los “civilizados” y todos los demás, los “salvajes”. Aquel discurso dio cobertura científica e ideológica de la empresa colonial, la conquista, la explotación y la esclavitud de los “salvajes”, que en el mejor de los casos debían ser llevados hasta el grado de “civilización” occidental mediante la cristianización y la aculturación. Y en el peor, debían ser exterminados.

Los antropólogos evolucionistas incurrieron en el error de analizar el cambio social haciendo un calco de la evolución biológica del ser humano, creyendo sin fundamento que si la humanidad ha pasado por distintos estadios evolutivos hasta llegar a convertirse en seres humanos, lo mismo debe de ocurrir con una supuesta evolución sociocultural. Además, resulta que todos esos “pueblos salvajes”, que a diferencia de Occidente todavía no habían alcanzado el estado de “civilización”, eran físicamente distintos de la sociedad occidental y entre ellos. Los había con la piel más clara o más oscura, con los ojos de distintas formas, distintos tipos de pelo… Científicos de toda clase se pusieron manos a la obra para analizar y clasificar todas estas diferencias, con el fin de encontrar aquellas características físicas que probaran la inferioridad o superioridad de unas “razas” u otras. Crearon así el llamado racismo científico.

Una vez más, ese discurso pseudocientífico sirvió para legitimar la explotación y el exterminio de los “salvajes” por parte de las potencias coloniales. El racismo científico fue hegemónico en Europa, en EEUU y en Sudáfrica a finales del siglo XIX y principios del XX. Y no perdió fuelle con el fin del colonialismo ni con la Primera Guerra Mundial. Al contrario. Fue en el periodo de entreguerras cuando alcanzó su apogeo en Europa de la mano del fascismo y la Alemania Nazi, que aplicó las teorías racistas a la misma población de una Europa que hasta entonces las había estado aplicando en sus colonias. Como suele decirse, Alemania llegó tarde al reparto colonial, así que sólo podía equipararse al resto de potencias europeas haciendo en Europa lo que las demás hacían en sus colonias. Los motivos que el nazismo esgrimió para ello fue la necesidad de “espacio vital” para Alemania y la amenaza de la desaparición de la raza aria y su cultura, haciendo de la población judía un enemigo fabricado del que culpar de todos los males del país.

Seguramente, si Hitler hubiese llevado a cabo su Solución Final en otra parte del planeta ahora tendríamos de él la misma concepción que tenemos de Churchill. Pero no fue así, y este es el motivo por el que somos tan conscientes de las atrocidades cometidas por la Alemania Nazi pero tan poco de las de Gran Bretaña en África o India, por poner un ejemplo. Como saben, la cosa acabó con la Segunda Guerra Mundial y la derrota de la Alemania Nazi por parte del Ejército Rojo de la Unión Soviética. Pero tampoco entonces el racismo científico abandonó su patria europea y occidental. De hecho, si bien muchos nazis fueron perseguidos, juzgados y ejecutados, muchos otros permanecieron en las instituciones de la República Federal Alemana, e incluso encontraron buenos empleos en la maquinaria científica y de guerra estadounidenses en el contexto de la Guerra Fría, como parodió Stanley Kubrick en la película ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (1964). Y es que EEUU y los nazis compartían el odio hacía el comunismo y la URSS.

¿Y qué fue de Europa? La destrucción de la guerra le hizo pensar que no era conveniente que sus potencias se dedicaran a matarse entre ellas. Así que había que hacer un pacto, crear una bonita y pacífica Europa occidental unida que compartiese, por lo menos en apariencia, los mismos intereses económicos y políticos. Todo ello apuntalado por una identidad europea común, el europeísmo. Así empezaron a constituirse instituciones supranacionales en clave europea, como la Comunidad Económica Europea o la Comisión Europea. Hace unos días una compañera aportó en las redes sociales el siguiente dato, muy clarificador en ese sentido. Walter Hallstein, el primer presidente de la Comisión Europea entre 1958 y 1967, quien abogó por la integración y mercado común europeos, así como por una Europa federal, fue miembro del Partido Nacionalsocialista alemán y ostentó un cargo en la Wehrmacht, las fuerzas armadas nazis.

Puede que este dato no les parezca lo suficientemente revelador del hecho de que la Unión
Europea y el europeísmo se construyeron con los mimbres del fascismo y el racismo científico. Se podría decir que sólo se trata de un alto cargo alemán que fue nazi. ¿Y quién no fue nazi en la Alemania de los años 30? Sin embargo, hay otros hechos históricos que ponen de manifiesto el supremacismo racial diseminado por nuestro continente. En Suecia, modelo a seguir según mucha gente, se realizaron esterilizaciones forzosas a decenas de miles de mujeres gitanas y laponas entre 1935 y 1975 con el fin de preservar la “raza nórdica”. Casos similares encontramos en Noruega, Dinamarca, Francia, Austria, Finlandia, Hungría o Reino Unido. Y también en varios países fuera del viejo continente, a los que las mismas potencias coloniales exportaron e implementaron su racismo científico, siendo a su vez adoptado y aplicado por sus dirigentes después de obtener la independencia. Esta terrible práctica racista que atenta contra las mujeres todavía no se ha erradicado del todo.

Se estarán preguntando qué pinta Rusia en todo esto. Pues bien, resulta que la entrada del
ejército ruso en Ucrania, después de ocho años de guerra civil en la región oriental de ese país, ha desatado la rusofobia y desvelado el supremacismo europeísta de una Unión Europea muy orgullosa de sí misma, a pesar de estar completamente sometida a los intereses económicos y geopolíticos de EEUU. Josep Borrell, alto representante para la Política Exterior de la UE, decía en una entrevista para el periódico español El Mundo y a propósito del envío de armas a Ucrania que él ya advirtió de que Europa está en peligro, añadiendo que “los europeos hemos construido la Unión como un jardín a la francesa, ordenadito, bonito, cuidado, pero el resto del mundo es una jungla. Y si no queremos que la jungla se coma nuestro jardín tenemos que espabilar”. En las palabras de Borrell retumba insoportablemente el eco del viejo racismo colonial que dividía el mundo entre los civilizados europeos y los pueblos salvajes; diciendo, además, que los primeros estamos amenazados por los segundos.

De este modo, al antiguo esquema colonial del mundo se suma la idea de una amenaza que puede poner Europa en peligro de muerte, recordando a esa necesidad fascistoide de fabricar un enemigo para justificar determinadas acciones como, por ejemplo, mandar armas al gobierno filofascista de Ucrania para que nos defienda de la salvaje Rusia. Más claro lo dejaba el presidente de España, Pedro Sánchez, compañero de partido de Borrell, diciendo en el Congreso de los Diputados que todos los graves problemas económicos de España serían única y exclusivamente culpa de Vladimir Putin, presidente de Rusia. Este proceder no es algo desconocido por Pedro Sánchez ni la sociedad española. En los últimos tiempos, el independentismo y separatismo catalanes se ha empeñado en señalar al Estado español como el culpable de todos los problemas de Cataluña, también con una buena dosis de xenofobia y claros tintes supremacistas.

Viejas fórmulas, pues, viejos y bien conocidos fantasmas europeos de la herencia colonial y
el racismo científico son ahora reeditados de la mano de una Unión Europea que hace tiempo que empezó a mostrar claros síntomas de decadencia, como también ha empezado a mostrarlos EEUU, ambos procesos relacionados y que la pandemia ha acelerado. Un supremacismo europeísta ha eclosionado y parece haberse quitado la careta a la desesperada a raíz del conflicto entre Ucrania y Rusia, que es otro capítulo de un viejo conflicto entre EEUU y Rusia; y de un nuevo conflicto entre EEUU y China en última instancia. Todo ello con Europa de por medio. Cualquiera que se considere antifascista y antirracista debe empezar por condenar ese ya descarado supremacismo europeísta del que hacen gala los dirigentes de la Unión Europea porque, si alguien amenaza la paz en nuestra casa, son ellos.

1 COMENTARIO

  1. Muy atinado su comentario, aunque siglos antes de la 2da Guerra Mundial había algo semejante: Ginés de Sepúlveda creía que en los pueblos originarios de Amerindia no había hombres sino homúnculos que estaban entre el hombre y las bestias, que no tenían alma…

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