Publicitar las vergüenzas

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En los últimos días ha estallado una absurda polémica a cuenta del supuesto ocultamiento de una guía para la prevención del coronavirus en los ambientes de trabajo. Digo que es absurda, porque lo que se debatía no era la idoneidad o no de las medidas que contenía o si la ministra Yolanda Díaz podía haber hecho algo más, sino por qué no se mostró… ¡Cuando salió por televisión y se discutió en sede parlamentaria!

Lo cierto es que los madrileños tenemos ya la piel curtida sobre lo que se comenta y lo que no en relación con la gestión del coronavirus que nos ha afligido, y amenaza con seguir haciéndolo con nuevas variantes. Porque todo lo referente a los famosos protocolos de la vergüenza del ejecutivo de Ayuso es público y notorio: la privatización de la gestión de las residencias a empresas amigas, el inoperante NO HOSPITAL Isabel Zendal, la orden de abandonar a su suerte a miles de ancianos… Todo esto se ha publicado, debatido, demostrado, y no ocupa ni siquiera un lugar preferente en los temas de la agenda oficial mediática y política.

Pero es que además, durante los primeros meses de desconfinamiento, las instituciones madrileñas se dedicaron a levantar una serie de absurdos monumentos y homenajes.

Es evidente que desde la más remota antigüedad, los monumentos y homenajes sirven para no dejar olvidar los hechos que se consideran importantes para los estados, instituciones o sociedades que los llevan a cabo. Pues se nos ha llenado Madrid de un montón de estructuras y armatostes ridículos que en efecto constituyen la mejor representación para la posteridad de este esperpento: la escultura creada años antes por un «artista» trepa y palmero del Partido Popular, la llama en memoria de las 9000 víctimas madrileñas de la pandemia eso dijo la vicealcaldesa Begoña Villacís, al final fueron más de 21000, una bandera gigantesca cuya colocación ya estaba prevista mucho antes del desastre sanitario… Todos estos artilugios ocuparon portadas y reportajes en su momento, pero veamos lo que ha sido de ellos a día de hoy:

  • La escultura del oportunista Víctor Ochoa está esquinada en un pasillo secundario del NO HOSPITAL Isabel Zendal.
  • El pebetero de Almeida se ha quedado sin llamas y es presa de la corrosión y las malas hierbas. Se ha perdido en una nebulosa de abandono institucional y de mangoneo con las concesiones de su mantenimiento.
  • En cuanto a la bandera, pues ahí sigue, como tantas otras en los distritos donde la derecha se siente fuerte.

Mención especial merece el NO HOSPITAL Isabel Zendal, que ahora tiene cuatrocientos profesionales para treinta y ocho enfermos. Mientras, miles de centros de atención primaria siguen desatendidos, conseguir una cita para el médico de cabecera puede llevar semanas, las listas de espera están en máximos históricos, y el ejecutivo de Ayuso pretende despedir a 690 sanitarios más. El NO HOSPITAL desde el principio fue poco menos que una nave de almacenamiento de diversos productos, y ha dado en ser el destino definitivo, como decíamos, de la escultura que un trepa logró encasquetar a Ayuso con la excusa de la memoria de las víctimas del COVID. El NO HOSPITAL cuenta con sala de prensa, pero no con quirófanos, lo cual da ya una pista de cuál era su utilidad real.

Además, con mucha frecuencia lo único que las autoridades madrileñas se han apresurado a darnos a conocer durante este tiempo eran actos en homenaje a las víctimas. Este era el eufemismo que utilizaban para colarnos a la población los restos materiales de su gestión, mientras no se hacía nada por aliviar la situación pandémica. Ahora sabemos que gran parte de este abandono venía motivado por proteger negocios como los de la familia de Antonio Burgueño, el ideólogo de la privatización de la sanidad madrileña.

Incluso el día 9 de noviembre, en aquel espectáculo propagandístico que le organizaron en el programa de Antena 3 El Hormiguero, la presidenta Ayuso fue preguntada, aunque de modo muy superficial por el asunto de las residencias y su único argumento al respecto fue que «a cada cadáver se lo trató con mucho cariño»(sic). Incluso esta monstruosidad se demostró falsa, toda vez que la en la intervención de la UME se hallaron cadáveres y ancianos abandonados.

Todo esto lo he comentado en esta columna, y me temo que el presente artículo no será el último que semejante sarta de despropósitos va a merecer. Pero si vuelvo sobre el tema es por el asombro que me produce ver que con publicaciones, debates grabados, con monumentos a esta gestión por todo Madrid, no solo el abandono de miles de ancianos no recibe atención de los medios sistémicos, sino que no pocos conciudadanos míos me miran como si fuera un marciano cuando les comento estos hechos.

De modo similar, una guía que tuvo su espacio televisivo y que fue discutida en el Congreso, de pronto, porque así lo deciden los titulares mediáticos, es capaz de desencadenar un debate furibundo por supuesto ocultamiento.

Lo que estamos viviendo, en fin, es una muestra aterradora del poder del aparato comunicativo para llevar los lugares prominentes o al olvido lo que les venga en gana. Más aún, parece que, de hecho, los responsables de cualquier tropelía pueden pasárnosla continuamente por la cara, incluso construir monumentos a su inoperancia, y esta será la mejor manera de ocultar su responsabilidad.

Difícilmente podré yo cambiar la percepción de la opinión pública sobre la gestión de los poderes públicos, pero al menos, en este espacio en el que suelo escribir, desahogo el natural impuso de ira que suele sacudirme cuando veo que los responsables de la carnicería de las residencias madrileñas se pasean impune y ostentosamente luciendo sus vergüenzas. Además de elevar mi petición a quien lea esta columna de que no vuelvan a preguntarme a qué me refiero cuando menciono el negocio que supuso para los amigos del ejecutivo madrileño la pandemia y el posible, casi seguro, asesinato de miles de ancianos en las residencias. Avisados quedan.

El pebetero supuestamente eterno de Almeida y Villacís el día de su inauguración y su lamentable estado actual.

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