La pinza contra las mujeres

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Ana de Blas, periodista.

Cuando un partido de ultraderecha se declara muy interesado por “defender a las mujeres y a las madres”, ¿qué significa realmente? Tras el 8 de marzo y dos días después de dar sus particulares lecciones sobre igualdad en el Congreso, la extrema derecha de nuestro país presentaba su Proposición No de Ley en la Cámara Baja para posibilitar el registro civil de los embriones humanos. Una inscripción “con plenos efectos jurídicos” del nasciturus en los libros del Registro Civil, a solicitud de uno o ambos progenitores, desde el momento de la fecundación –“concepción del no nacido” son los términos que emplea, más del gusto tradicional–. Si estas pretensiones tuvieran un recorrido político real, constituirían un ataque gravísimo a los derechos de las mujeres. Es una propuesta profundamente reaccionaria, que de llevarse a cabo haría a la mujer embarazada dependiente de decisiones ajenas, presentada bajo el subterfugio de aumentar “derechos” y beneficios familiares.

A nadie se le oculta que el ámbito ultraconservador está siempre motivado para hacer cuña contra el derecho al aborto en España, que ampara a las mujeres según los plazos y condiciones establecidos por la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo. Una norma fundamental para la libertad y que costó muchos años de lucha feminista conseguir. Una ley que las españolas defendieron con firmeza en 2014 y que le costó el puesto al entonces ministro de Justicia del Gobierno conservador, Alberto Ruiz-Gallardón. Aquella “marea violeta” de hace siete años fue la primera de las grandes manifestaciones de mujeres de los últimos años, y es considerada el más claro precedente de la oleada reivindicativa feminista, convertida en movimiento de masas.

En el punto de mira de la agenda ultra

Detrás de este programa político contra los derechos de las mujeres y contra el movimiento feminista hay un fuerte componente ultrarreligioso y una hoja de ruta clara. Es la misma que hemos visto en otros países de Europa y en varios de los Estados Unidos de América bajo el movimiento tradicionalista cristiano internacional. La demonización selectiva de las movilizaciones feministas forma parte de este clima. El caso polaco, a pesar de los años de ardua resistencia de millones de “mujeres de negro” en la calles y ante las instituciones, es un ejemplo claro del retroceso al que se puede llegar en menos de una década. A finales de enero de 2021, el gobierno de Varsovia, del partido ultraconservador Ley y Justicia (PiS), finalmente anunció la prohibición del aborto de forma casi total, incluyendo los casos de malformaciones fetales, sin detenerse ni siquiera ante el sufrimiento innecesario de las criaturas. El llamado Instituto Legal Ordo Iuris es la organización ultrarreligiosa polaca que ha presionado sin tregua hasta conseguir esta involución, una entidad que no es ajena a otras similares que operan en todo el Continente y que mantienen lazos de estrategias comunes. La española Hazte Oír, desde hace un tiempo bajo la marca trasnacional Citizen Go que ella misma fundó en 2013, forma parte de este movimiento ultraconservador profundamente antifeminista.

Las diferentes iglesias –católica, ortodoxa, protestantes reaccionarios–, cuyo discurso formal es también contrario a la explotación reproductiva mediante los vientres de alquiler, en la práctica no se movilizan ni desde el púlpito ni desde entidades civiles afines contra ella, circunstancia que debería llevarnos a preguntarnos por qué, cuando en este país se importan a la vista bebés a la carta. Lo que sí animan sin descanso son las campañas antiabortistas a través de una galaxia de asociaciones “provida” o “proderechos de la familia”, como saben bien en las clínicas autorizadas en nuestro país para la interrupción voluntaria del embarazo. Sus trabajadoras y sus pacientes se ven increpadas por activistas de estas organizaciones en la puerta misma de estos centros de salud, hasta el punto de haber solicitado el amparo de los poderes públicos ante el acoso.

¿Guerra cultural? Sigue el dinero

El movimiento feminista se halla internacionalmente presionado a ambos lados por una pinza de dogmatismos, y nuestro país es hoy por hoy uno de los escenarios principales de esta “tormenta perfecta”. La presión aumenta cuando la ultraderecha populista se ve envalentonada por las encuestas y las formaciones de izquierda se alejan del análisis material, proponiendo reformas legales regresivas, también bajo un discurso “proderechos”. Las técnicas de cabildeo, con potentes redes de abogacía y medios de comunicación, son semejantes en uno u otro frente. El cuerpo de las mujeres parece el botín en este enfrentamiento que algunos llaman pomposamente “guerra cultural”. También atañe al Registro Civil la amenaza para los derechos de las mujeres que proponen desde la derecha liberal a la izquierda, pues se pretende legalizar como “derecho” la posibilidad de elegir, a la mera voluntad, el sexo registral de las personas físicas. Las llamadas “Ley Trans” –que es ante todo una ley de autodeterminación del sexo que viene a profundizar en lo iniciado en 2007 y en más de una docena de normas autonómicas– y “Ley LGTBI” se presentan como un articulado progresista, lo que resulta difícil de creer cuando ahondan en la desprotección de la salud física y psicológica, muy preocupante en el caso de los menores.

Niños, niñas y adolescentes, incluyendo los que presenten condiciones especiales de salud mental, son la parte más vulnerable de la ecuación, mientras la propaganda oficial y mediática fomenta la superstición del “sexo sentido” en quienes dependen de los adultos y son más influenciables por el entorno. Mientras, el movimiento feminista alerta sobre la verdad: es materialmente imposible el cambio de sexo, más allá de emulaciones con intervenciones fármaco-quirúrgicas de consecuencias serias para la salud a largo plazo, comprometiendo –como poco– la sexualidad y la fertilidad de quienes se convertirán en pacientes de por vida. Como en el caso de los vientres de alquiler, hay oportunidades de negocio para una creciente industria biotecnológica. En los Estados Unidos, la investigadora independiente Jennifer Bilek cifra el mercado LGBT en 3.6 billones de euros y data la primera clínica de género para niños en este país en 2007: diez años más tarde eran una treintena.

Al mismo tiempo que se afirma como incuestionable la vía medicalizada a la transexualidad infantil, sin atender a la experiencia clínica que sabe de las altísimas tasas –ocho de cada diez– de desistencia cuando los menores son acompañados sin presiones, la consigna “despatologizar” vuelve a ocultar con un envoltorio azucarado las consecuencias de establecer el derecho de cualquier varón a registrarse como mujer. Ni siquiera ante la evidente posibilidad de uso espurio de ello podrán ser revocados los deseos masculinos: ni en el acceso a espacios creados específicamente para la seguridad y la privacidad de mujeres y niñas, ni en la participación en las categorías deportivas femeninas, ni en la ocupación de las cuotas establecidas para una representación paritaria entre sexos, entre otras consecuencias. Por encima de todo este despropósito, planea ya sobre las mujeres de nuestro país –como ocurre en el Reino Unido, Canadá, Estados Unidos o Suecia– la amenaza de la cancelación de la libertad ideológica y de expresión.

“Las tácticas que la gente usa para promover un argumento pueden decirle algo sobre la calidad de ese argumento”, escribe el analista británico James Kirkup, quien ha seguido las técnicas de lobby detrás del éxito del transactivismo al implementar legalmente su agenda. Entre otros apuntes señala cómo la coordinadora contratada para el grupo interparlamentario británico sobre derechos LGBT+ es la misma persona que fuera copresidenta de IGYLO –organización internacional LGBTQI– entre 2017 y 2019, Anna Robinson. O cómo este interparlamentario recibió el equivalente a más de 90.000 euros de los grupos de campaña transactivistas, y el presidente del mismo, Crispin Blunt, reconoció haber ocultado durante meses los informes con los que pretendía influir sobre el Gobierno británico. Si bien la ministra Liz Truss del Gobierno conservador ha frenado nuevas reformas, las mujeres británicas asisten en Londres a las cargas policiales en sus protestas por el asesinato de Sarah Everard, presuntamente a manos de un policía, un feminicidio que ha soliviantado los ánimos justo cuando se tramita una ley para otorgar a los agentes mayor poder ante las concentraciones.

Doble presión

Resulta difícil para el movimiento feminista, creciente en España pese a todo y cada día más concienciado de esta involución disfrazada de progreso, defenderse de esta doble presión. Sin poder económico, político –sin tutelas – o comunicativo, a las mujeres con conciencia de clase sexual no les queda más que la fuerza de la unidad y de la razón ante esta pinza neoliberal, una herramienta de dos cabezas. Aliada con ella, el neoliberalismo salvaje aprieta para aumentar el mercado de la violencia pornográfica y legalizar la doctrina de la prostitución de mujeres como “trabajo sexual”, de nuevo con el camuflaje proderechos, alejando el objetivo de la abolición, prioritario en la agenda feminista. La paradoja, en este punto, es la apelación a unos fantasmagóricos derechos laborales de las prostituidas por las redes proxenetas para uso de los puteros, pisoteando los derechos humanos de esas mismas mujeres. En uno y otro caso, las voces de las supervivientes –tanto el incipiente movimiento de jóvenes destransicionadoras como el de las sobrevivientes de la prostitución– son testimonios muy valiosos para comprender sus historias de vida y resistencia.

El feminismo como praxis política tiene mucho que ofrecer para salir de esta tormenta, si consigue ser escuchado y abrir un verdadero debate más allá de la impostura y de los edulcorantes artificiales. En la hipótesis feminista, “el género daña”, como enunció Sheila Jeffreys en 2014. La historia de nuestro sexo es la de un verdadero apartheid cuya persistencia va más allá de la igualdad formal, donde el patriarcalismo consigue imponer su construcción política sobre el sexo: eso es el género para las feministas, ideología de la política sexual. El resultado es una imposición jerárquica que establece expectativas, roles y estereotipos diferentes para varones y mujeres, colocando al “segundo sexo” en nuestra sociedad en la ética del cuidado y la ley del agrado, de modo que es imposible asimilar este concepto a ningún innatismo absurdo –¿acaso vienen al mundo los bebés con personalidades sexuadas, con capacidades intelectuales determinadas por su sexo?–.

Ideología y resistencia

La idea de los cerebros rosas o azules de nacimiento es una de las falsedades más reaccionarias que podamos imaginar, por más que se disfrace de elitismo posmoderno. Si el género daña, el objetivo feminista pasa por su abolición. Las mujeres sabemos mucho de lo que significan unas alas cortadas, una domesticación coercitiva. Una política feminista debería insistir en una verdadera coeducación para la igualdad desde la infancia, en erradicar la pornografía que campa por los móviles de los menores como si fuera su “educación sexual”, en luchar con recursos contra la violencia machista y contra las desigualdades de renta –una brecha que la crisis sanitaria y social no ha hecho sino agravar–, representación y reconocimiento que oprimen a las mujeres, en abolir la mercantilización de sus cuerpos, en promover nuevos relatos culturales para una nueva sociedad.

El conservadurismo no comparte la superstición del género innato: ya tiene su propia religión. La ideología enraizada en el patriarcalismo religioso limita la libertad de las mujeres hasta el umbral de la maternidad como destino, poniendo coto a los derechos sexuales y reproductivos. Literalmente explican su teoría de cómo el feminismo, alcanzada cierta igualdad civil formal, “debió acabar” antes de la tercera ola del “lo personal es político”. Cuando la ultraderecha española propone en sede parlamentaria eliminar el concepto jurídico de género, evidentemente no lo hace por un afán de liberación de sus cadenas, sino para atacar el derecho antidiscriminatorio que hoy protege –si bien precariamente– a las mujeres de una violencia y una desigualdad seculares. No solo cuestionan el derecho al aborto, lo mismo pretenden con las leyes contra la violencia de género o las leyes de igualdad.

En poco tiempo hemos pasado de “feminazis” a “feminacis” en un absurdo trabalenguas. Cuando la izquierda desnortada que hoy tenemos descuajeringa jurídicamente el concepto uniéndolo a la identidad personal, olvida que ya existe internacionalmente una definición legal de género, ratificada por nuestro país –véase el Convenio de Estambul– que responde al significado elaborado por el feminismo y desde cuyo impulso fue elevado a rango de ley. Es posible cambiar el nombre de los categorías de análisis, pero no lo es borrar de un plumazo la herencia del legado feminista en el sistema de los derechos humanos y de la protección jurídica de las mujeres sin esperar consecuencias.

Hace ya varios años, al menos desde la última oleada de movilizaciones feministas –entre 2017 y 2020– actores políticos autodenominados de izquierda han visto en el movimiento de las mujeres una causa popular que podía coadyuvar a sus propios intereses. En nuestro país no se explican los resultados políticos de los últimos años sin este factor y no se entiende tampoco la paralización de la agenda feminista sin el entrismo en el seno del movimiento. También desde el brazo contrario de esta pinza –patriarcal y neoliberal– hay expertos en acercarse a causas populares para llegar a públicos a los que de otra forma no llegarían. En el presente el movimiento abolicionista en este país resiste a la instrumentalización y al desánimo ante obstáculos realmente poderosos. Está por ver si logrará alcanzar una incidencia política suficiente y evitar que la pinza ahogue un futuro mejor para las mujeres y las niñas.

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